En la peculiar coyuntura electoral que enfrenta Estados Unidos, el mejor argumento del Partido Demócrata es la advertencia de que el triunfo del candidato republicano, Donald Trump pudiera significar una amenaza para la democracia, históricamente el bien más preciado para los estadounidenses y la clave del éxito del proyecto de país trazado por su vanguardia revolucionaria en el siglo XVIII. Ese es el verdadero peligro.
Desde hace más de 200 años, Estados Unidos que no ha dejado de progresar, ha sido un factor decisivo de la economía y la política mundial. En 1776 las vanguardias de las 13 Colonias de Norteamérica efectuaron el II Congreso Continental en el cual proclamaron la independencia, iniciando la primera revolución anticolonial del Nuevo Mundo.
Los representantes de aquellas entidades tuvieron la sabiduría de unirse e integrarse en un solo país, realizando la primera unión e integración nacional, asumida desde un programa de liberación nacional.
La primera república, la primera democracia, la única potencia con pasado colonial y el país de más rápido progreso económico y mayor estabilidad política cuyo éxito se debe, sobre todo al blindaje institucional de que fue dotado y al modelo económico implantado que abrió sus fronteras y concedió a emigrantes europeos oportunidades ilimitadas para la explotación de sus fabulosos recursos naturales.
Los emigrantes europeos, esencialmente anti monárquicos, liberales, anticolonialistas y refractarios a cualquier forma de control gubernamental sobre la economía y la actividad social, aportaron a la joven nación, la cultura del trabajo, el apego al esfuerzo individual y familiar, los estilos frugales de vida, los hábitos de ahorro y la actitud emprendedora, todo lo cual fue respaldado por instituciones que, sin desmentir los ajustes derivados del progreso, se han mantenido inalterables a lo largo de 223 años.
Los ejes del modelo político de los Estados Unidos son: la Declaración de Independencia (1776) y la Constitución (1789) a cuyo amparo se creó el Congreso bicameral, la presidencia y la Corte Suprema. En la cima, como expresión de la soberanía popular y depositario de todos los poderes, figuran las elecciones, la declaración de derechos, constituida por las diez primeras enmiendas a la Constitución. La separación de poderes y lo que ellos llaman pesos y contrapesos, aseguran la vigencia de la democracia.
América Latina desplegó sus luchas por la independencia apenas treinta años después de las 13 Colonias de Norteamérica, y lo hizo bajo aquella inspiración, incluso con el paradigma de la unidad y la integración, asimilado por Simón Bolívar que lo acogió y trató de impulsarlo, en el mismo período histórico. Pero en nuestro continente apenas si hemos avanzado en esas direcciones. En 1991, durante la Cumbre Iberoamericana de Guadalajara, Fidel Castro llegó a afirmar: “Pudimos serlo todo y no somos nada”.
La inopia de la democracia latinoamericana se explica por la proverbial debilidad de las instituciones y la precariedad de los liderazgos. El control de la oligarquía integrada por el trípode formado por los terratenientes, los militares y el clero; con el añadido del sometimiento al capital extranjero y la nefasta zaga de golpes de estado, caudillismo y elecciones fraudulentas, explican el antológico subdesarrollo institucional y político.
De lo que se trata con las próximas elecciones, no es que, en caso de ser electo, Donald Trump sea un mejor o peor presidente, sino del riesgo de que su desempeño haga peligrar las bases del sistema político de Estados Unidos, lo cual pudiera alterar los equilibrios del mundo.
En la próxima elección están en juego la majestad de la Constitución, los equilibrios entre los poderes del estado, los mecanismos de administración de justicia, especialmente lo que atañe a la Corte Suprema y la democracia en su conjunto, lo cual sería catastrófico. Lo que ocurre en Estados Unidos tiene potencial para impactar en el mundo, generar desestabilización global y amenazar el bienestar y la paz mundial.
Una evidencia así ocurrió en la década de los años treinta del pasado siglo cuando se desató la crisis económica que condujo a la Gran Depresión y que tuvo efectos devastadores. Entonces, el comercio internacional se redujo en más de un 50 por ciento, la parálisis de la agricultura contribuyó a que la pobreza y el hambre se difundieran como una pandemia, miles de empresas, bancos, comercios, seguros y firmas de todo tipo se arruinaron.
Se cancelaron las inversiones y el desempleo, que en Estados Unidos alcanzó más del 25 por ciento, acabó con el bienestar de las clases trabajadoras. La ruina de la agricultura y la pesca trajo consigo el hambre.
Conozco a quienes, desde un antimperialismo primitivo, consideran positiva una crisis en Occidente y se alegran de lo que les parece la decadencia de los Estados Unidos. Cosa que, por cierto, no desean China ni ninguno de los países emergentes que en gran medida deben su éxito a la inserción en los circuitos mundiales de la globalización y a la participación en los mercados tradicionales de Europa y los Estados Unidos y a los emergentes de Asia. Así las cosas. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diaro ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.
Si el presidente electo de los EEUU en las próximas elecciones es Donald Trump felicidades y bienvenido, aunque no nos guste y el sistema democrático norteamericano no es ni fácil ni posible destruir, porque sus instituciones y su Estado Federal son fuertes, robustos y están cimentados sobre pilares sólidos.
Ahh otra cosa es ver a un presidente poco previsible, en continuo rifirrafe con la prensa, la oposición y con sus aliados occidentales , esto crea cierta sensación de inestabilidad y falta de coherencia que algunos pueden confundir con ataques a la democracia y a las libertades pero que en absoluto podrán quebrantar los principios de libertad y democracia que disfrutan los norteamericanos, baste decir que por ley sólo le quedan 4 años no puede estar más y la justicia NA es tan independiente que juzgó a este candidato y aún lo continua juzgando por sus actos durante su mandato como presidente.