El término “latino” remite a una connotación etnocéntrica, toda vez que simplifica y homogeniza la diversidad de las distintas culturas u orígenes nacionales que lo componen. Podría apostarse que para un anglo de a pie, si esto existe, bien de Idaho, Wyoming, Utah o Maine, no hay diferencias sustanciales entre puertorriqueños, argentinos, bolivianos, brasileños, dominicanos, cubanos o mexicanos.
La cultura estadounidense —entendiendo por esta el mainstream o corriente principal— suele decodificar culturas y atributos culturales foráneos con un sorprendente grado de simplificación, lo cual constituye la consecuencia de un síndrome de autosuficiencia, por llamarle de algún modo, que no es en el fondo nuevo, ni sería justo limitar a los estadounidenses, como nos recuerdan los propios griegos clásicos al bautizar de “bárbaros” a los persas, una de las civilizaciones más portentosas que haya conocido la humanidad.
Alejo Carpentier relataba cómo en la Francia del siglo XIX, un escritor se jactaba de conocer toda la literatura universal sin haber leído más que escritores parisinos. Siguiendo la misma rima, el problema es que ciertos anglos demasiado a menudo se ven a sí mismos como la summa de cualquier modelo civilizatorio posible, como la medida de todas las cosas del famoso filósofo griego.
De ahí se llega de manera “natural” a otros dominios de lo social-cultural como, por ejemplo, sostener que el cine, las modas y un largo etcétera son estadounidenses o no son; y también a designar de forma despectiva como “la vieja Europa” a países de esa zona del mundo que tienen concepciones distintas acerca de la sociedad, la política y la cultura.
Para comprobarlo, bastaría remitirse a los usos del lenguaje, que siempre refieren relaciones sociales y de poder. Recuerdo que un intelectual tapatío me dijo un día en un restaurante de Ciudad de México que la cultura estadounidense tenía un récord difícil de superar en cuanto al uso de despectivos para designar la otredad.
Los tienen, en efecto, históricamente para italianos (greasers), japoneses (japs), afro-americanos (niggers), vietnamitas (gooks) y, desde luego, para los latinos, a quienes suelen llamar spics, por su peculiar manera de no hablar bien el inglés; una palabra cuya génesis se documenta en la literatura a principios del siglo XX, en el contexto de la expansión y del auge del Destino Manifiesto.
De cualquier manera, a reserva de estas y otras consideraciones, lo importante es que en la dinámica interna cultural estadounidense las categorías de “latinos” o “hispanos” suelen asumirse en positivo por descendientes de latinoamericanos para marcar diferencias identitarias y un sitio propio bajo el sol.
Aquí se encuentran, en efecto, organizaciones civiles y hasta spots televisivos que esgrimen el “orgullo latino” como un modo de posicionarse frente a una sociedad tradicional, blanca, de ojos claros y protestante que, si por un lado los ha incorporado en programas de acción afirmativa como parte del llamado melting pot, por otro los ha bombardeado con imágenes negativas y vuelto a discriminar gracias a un nuevo fundamentalismo que se ha posesionado de la Corte Suprema (no debe olvidarse que el país es de una complejidad tremenda y no se reduce a los emporios liberales de Nueva York, Cambridge o San Francisco).
El paradigma del hispano o latino asociado con la delincuencia, el crimen y las drogas —tres de los problemas más preocupantes de Estados Unidos hoy— es del todo consistente con la industria del cine y el entretenimiento, sobre todo desde West Side Story (1961), al margen de que la revista Hispanic Bussines liste los latinos/hispanos de más rango e influyentes del país, sobre todo en medio de unas coordenadas ideológicas antinmigrantes como las hoy prevalecientes en los imaginarios republicanos.
Ese y no otro es el sustrato sobre el que se monta la retórica antinmigrante de Donald Trump, un fenómeno cíclico en la historia y la cultura estadounidenses, para denostar y rechazar a los latinos/hispanos apelando a constructos racistas ampliamente compartidos por los seguidores de Make America Great Again (MAGA) y sus alrededores.
En 2016, durante su primera campaña, empezó por llamar “violadores” a los inmigrantes mexicanos: “Cuando México envía a su gente, no envía a los mejores. […] Están enviando gente que tiene muchos problemas y los traen a nosotros. Están trayendo drogas. Están trayendo crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas”.
Pero este sector de la clase política y sus replicantes no solo ejercen demonizaciones sobre los latinos/hispanos sino además sobre otras categorías nacionales que ven oscuritas de piel. Acabado de asumir el cargo, en enero de 2017, Trump dio a conocer el llamado Muslim ban, una orden ejecutiva que prohibía los viajes a Estados Unidos durante 90 días desde siete países predominantemente musulmanes (Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen) y suspendía el reasentamiento de los sirios refugiados.
Al cabo de varios litigios, en 2020 amplió esas restricciones de visa a seis países más (Eritrea, Kirguistán, Myanmar, Nigeria, Sudán y Tanzania), citando preocupaciones de “seguridad nacional”.
Poco después, en 2018, durante una reunión en la Casa Blanca para analizar el tema inmigratorio, se quejó de “tener a toda esta gente de esos países de mierda viniendo aquí” y lo ejemplificó con Haití, El Salvador y África, dándole tratamiento de país a todo un continente. Y añadió: “deberíamos tener más gente de Noruega”.
Más recientemente, en el marco de su campaña electoral 2024, acusó a los inmigrantes de “envenenar la sangre de nuestro país”, formulación que no podía sino concitar comparaciones con el concepto de “contaminación de la sangre” manejado en su momento por el nazismo alemán, y en particular por Adolfo Hitler en Mein Kampf.
Como corolario, ha prometido lanzar una deportación sin precedentes si es elegido. “Una de mis primeras acciones al asumir el cargo será detener la invasión de nuestro país”, dijo en un mitin.
Lo más peligroso es que ha estado incorporando a su retórica un componente deshumanizador al asegurar que algunos de los acusados de crímenes “no son personas”. “No sé si se les llama gente”, dijo en hace apenas unos días en Dayton, Ohio. “En mi opinión, en algunos casos no son personas. Pero no se me permite decirlo porque la izquierda radical dice que es algo terrible”.
No es cuestión de izquierda radical sino de políticos responsables o irresponsables. Lo que está haciendo Donald Trump es justamente deshumanizar al otro, un nuevo caldo de cultivo para acciones de violencia de los integrantes de su culto.
En su momento la ideología esclavista necesitó deshumanizar a los africanos y considerarlos “piezas de ébano”, no personas, a fin de poder tener la conciencia tranquila a la hora de meterlos en un cepo, colgarlos de un árbol o violar a sus mujeres. Los nazis hicieron algo parecido para exterminar a millones de judíos en campos y crematorios.
Las palabras no caen en el vacío. Eso es lo que anda pregonando por estos días un candidato presidencial republicano con cuatro juicios y 91 cargos criminales encima. “Espanta la tarea de echar a los hombres sobre los hombres. Indigna el forzoso abestiamiento de unos hombres en provecho de otros”, escribió una vez desde Nueva York el cubano José Martí.