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Las Leyes de Extranjería y Sedición fueron aprobadas por el Congreso de Estados Unidos en 1798 durante el Gobierno del presidente John Adams, en medio de una posible guerra y temores de una invasión francesa.
Ahora que el tema ha vuelto a la conversación, resulta útil evocar ciertas tangencias con la contemporaneidad. El Partido Federalista, que apostaba por un ejecutivo fuerte, era entonces la fuerza dominante en la política estadounidense al ganar Adams las elecciones. Fue el segundo presidente de Estados Unidos, después de George Washington (1789-1797).
Agrupados en el Partido Democrático-Republicano, también conocido como los jeffersonianos —un antecedente del actual Partido Demócrata—, sus oponentes estaban por dar más poder a los gobiernos estatales, acusando a los otros de preferir un estilo monárquico de gobierno.

Los primeros acusaron a los segundos de estar confabulados con Francia contra el Gobierno de Estados Unidos. Uno de los padres fundadores de la nación, Alexander Hamilton, profundamente antijeffersoniano, escribió que eran “más franceses que estadounidenses” y que estaban preparados, literalmente, “para inmolar la independencia y el bienestar de su país en el santuario de Francia”.
Debido a esas leyes el Gobierno pudo entonces arrestar y deportar a cualquier ciudadano de una nación enemiga en caso de guerra. Y hacer lo mismo con cualquier persona no ciudadana por sospechas de conspirar contra el poder.
La mayoría de esas leyes han expirado o han sido derogadas a lo largo de los años. Ley de Enemigos Extranjeros ha sido ahora rescatada y reciclada del diván por los ideólogos de MAGA después de más de ochenta años sin aplicarse.
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El presidente puede invocar la Ley de Enemigos Extranjeros en caso de “guerra declarada” o cuando un Gobierno foráneo amenaza o lleva a cabo una “invasión” o “incursión depredadora” contra territorio estadounidense.
Expertos legales e historiadores señalan que en la Constitución y otros documentos de fines del siglo XVIII, el término “invasión” se usaba literal y típicamente para referirse a ataques militares. Y que “incursión depredadora” se empleaba literalmente para referirse a ataques de menor escala, siempre dentro del ámbito castrense.
La Constitución otorga al Congreso, no al presidente, la facultad de declarar la guerra. Por consiguiente, el presidente debe esperar un debate y una votación en el Congreso para invocar la Ley de Enemigos Extranjeros a partir de una guerra declarada.
Sin embargo, el presidente no necesita esperar a que el Congreso invoque la ley ante una “invasión” o “incursión depredadora”. Tiene autoridad para repeler ataques repentinos, lo cual implica discrecionalidad para decidir cuándo está en marcha una invasión.
Este último es el giro que Stephen Miller, subjefe de gabinete de la Casa Blanca, y los orgánicos del trumpismo le han dado al término; es decir, el país está siendo invadido por extranjeros: los inmigrantes. Lo han repetido una y otra vez, antes y después de la orden ejecutiva de Trump, preparando el terreno para el aterrizaje.
Pero los críticos de esa decisión sostienen que solo puede utilizarse en caso de “guerra declarada entre Estados Unidos y cualquier nación o Gobierno extranjero o cualquier invasión o incursión depredadora”. Que Estados Unidos no está en guerra con Venezuela. Y que no ha habido “invasión” alguna en el sentido militar del término.
De aquí para atrás la Ley se ha invocado solo tres veces: durante la Guerra de 1812 vs. los ingleses, la Primera Guerra y la Segunda Guerra Mundiales. En el segundo caso, la Administración de Woodrow Wilson (1913-1921) defendió su aplicación diciendo que los no ciudadanos con conexiones con un “beligerante extranjero” podrían ser “tratados como prisioneros de guerra”. Fue un elemento definitivo para las detenciones, expulsiones y restricciones contra inmigrantes alemanes, austrohúngaros, japoneses e italianos.
El tercer caso es tal vez el más famoso: el internamiento forzoso de japoneses en campos de aislamiento después del ataque a Pearl Harbor (1942), denominados por el gobierno de Roosevelt “centros de reubicación”; un episodio de la historia estadounidense por el que incluso el Congreso, varios presidentes y los tribunales se han disculpado.

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En la madrugada del pasado 15 de marzo, Donald Trump emitió una proclamación ordenando la “aprehensión, detención y expulsión inmediatas” de los ciudadanos venezolanos mayores de 14 años miembros del Tren de Aragua.
Ese mismo día fueron deportados por vía aérea 240 supuestos miembros de esa organización criminal a una megaprisión en El Salvador, uno de los resultados de un acuerdo con Nayib Nukele durante la gira del secretario de Estado, Marco Rubio, por varios países de Centroamérica y el Caribe.
Reaccionando a una demanda de la American Civil Liberties Union (ACLU), el juez federal James Boasberg emitió una orden verbal al Gobierno para que hiciera regresar los vuelos con los deportados. “Esto es algo que deben asegurarse se cumpla de inmediato”, le hizo saber al Departamento de Justicia.
Pero la Casa Blanca no la cumplió. Dijo que era demasiado tarde porque los aviones ya estaban en el espacio aéreo internacional, cerca de Yucatán. “Creemos que la orden no es aplicable”, declaró un alto funcionario de la Administración.
Administración Trump inicia deportaciones bajo la Ley de Enemigos Extranjeros
Los asesores de Trump sostuvieron que el juez Boasberg se había extralimitado en su autoridad al emitir una orden que le impide al presidente deportar a esos presuntos pandilleros del Tren de Aragua en virtud de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1789.
De acuerdo con trascendidos, Miller orquestó el proceso en el Ala Oeste junto con la secretaria de Seguridad Nacional, Kristy Noem.
Siguiendo la rima tradicional, se dirigieron a politizarlo todo. “Si los demócratas quieren argumentar a favor de devolver un avión lleno de violadores, asesinos y pandilleros a Estados Unidos, es una lucha que con gusto aceptaremos”, dijo la secretaria de Prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt.
No está claro cuántos de los deportados bajo la Ley de Enemigos Extranjeros eran realmente del Tren de Aragua. En otras palabras, se ignora si todos eran pandilleros y terroristas, tal como los ha definido el Gobierno.

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Boasberg reprendió a los abogados del Gobierno al cuestionar la invocación de poderes raramente usados para deportar personas, en este caso a los venezolanos. Se enfrentó al abogado del Departamento de Justicia en una audiencia en Washington D.C., diciendo que no estaba acostumbrado a ese lenguaje “irrespetuoso” en los documentos del Gobierno.
Dijo, además, que estuvo de acuerdo en que el presidente tenía “amplia libertad” para hacer cumplir la ley de inmigración. Pero expresó reservas en el sentido de si los deportados tenían remedio legal para disputar si pertenecían a esa pandilla o no. “Las ramificaciones políticas de esto son increíblemente problemáticas y preocupantes”, aseguró Boasberg.
Por último, desestimó los argumentos del Gobierno, considerándolos “lamentablemente insuficientes”.
Entonces sucedió lo esperable. Trump pidió el impeachment del juez. Sin mencionarlo por su nombre, dijo: “¡Este juez, como muchos de los jueces corruptos ante los que me veo obligado a comparecer, debería ser DESECHADO!”. También lo calificó de “juez lunático de la izquierda radical, un alborotador y agitador que, lamentablemente, fue nombrado por Barack Hussein Obama”.
Pero esa andanada dio lugar a un hecho inusual. El presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, emitió una declaración escrita que, de hecho, funcionaba como un correctivo: “Durante más de dos siglos se ha establecido que el impeachment no es una respuesta adecuada a los desacuerdos sobre una decisión judicial. El proceso normal de revisión en apelación existe para ese propósito”.
Juez federal rechaza de nuevo deportaciones a El Salvador bajo la Ley de Enemigos Extranjeros
Un error de cálculo del presidente. Se trata de un juez y exfiscal muy respetado. Antes de este incidente fue nombrado por el propio Roberts para formar parte del Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, una instancia ultrasecreta que revisa las solicitudes del Gobierno Federal para vigilar las actividades de inteligencia extranjera en Estados Unidos.
Por otro lado, el juez mantiene vínculos de larga data tanto con colegas tanto conservadores como liberales, habiendo vivido en la misma residencia que el juez de la Corte Suprema Brett Kavanaugh mientras estudiaban en la Facultad de Derecho de Yale.
Con esto, la politización recibió, de hecho, un tablazo en la frente. Sin embargo, no en las narrativas para seguir calzando la aplicación de esta Ley: el asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Mike Waltz, declaró en el programa Face the Nation, de CBS, que el Tren de Aragua era un agente del Gobierno de Nicolás Maduro. “La Ley de Sedición Extranjera se aplica plenamente porque también hemos determinado que este grupo actúa como agente del régimen de Maduro”, declaró. “Maduro está vaciando deliberadamente sus cárceles de forma indirecta para influir en un ataque contra Estados Unidos”…
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Este caso es solo el último de los enfrentamientos entre la Administración y jueces federales que buscan bloquear acciones que van de controvertidas a ilegales.
Los parones están motivados por una gran variedad de temas, desde las facultades del presidente en materia de seguridad nacional hasta el despido de decenas de miles de empleados federales en el Pentágono, el Departamento de Justicia y otras agencias creadas por el Congreso que se supone sean independientes.
Funcionarios como Tom Homan, “el zar de la frontera”, se dirigen a tensar más esa cuerda con desafíos abiertos al poder judicial. “En lo que respecta a este caso —dijo— no me importa lo que piensen los jueces. Seguiremos arrestando a quienes amenacen la seguridad pública y nacional. Seguiremos deportándolos de Estados Unidos”.
“A pesar de lo que él [el juez Boasberg] piense, seguiremos atacando a los peores de los peores, como lo hemos hecho desde el principio, y deportándolos de Estados Unidos mediante las diversas leyes vigentes. No lo estamos inventando. La Ley de Enemigos Extranjeros fue, en realidad, una ley federal promulgada por el Congreso y firmada por un presidente. Ese es nuestro litigio”.