Hay cubanos de río y cubanos de mar. Como los peces. Pero todos —o casi, porque los hay de fuego y parecen destinados a incinerar cuanto les rodea— somos de agua. Cubanos del agua: la circunstancia no precisamente maldita que me hizo, en cuanto llegué a Frenchtown, no parar de rogarle a mi amiga Anna que me llevara al río. El río es la razón de ser de Frenchtown, un pueblito de menos de 1500 habitantes sobre la orilla del Delaware que da a New Jersey. Aquellas mismas aguas bañan Filadelfia, donde vivo. Pero es diferente. En Filadelfia el río carga demasiada historia; en Frenchtown seguramente también, pero no se nota tanto.
El agua, mi imán, dondequiera que esté. Mar o río. Solo importa que sea agua en movimiento. Y en Frenchtown es imposible dar dos pasos sin tropezar con el Delaware, o esperarlo, evocarlo. Por eso Alexandre Arrechea partió del agua para concebir Landscape and Hierarchies (Paisaje y Jerarquías), la exposición que hasta el 22 de enero puede visitarse en el centro de arte contemporáneo ArtYard, en Frenchtown. Por eso es también el agua la que nos hizo coincidir por puro azar ante “River and Ripples” (Río y ondas), colosal pieza que reina sobre la exposición.
Tres años han pasado desde nuestro encuentro en la XIII Bienal de La Habana, durante la inauguración de la exposición Obsesiones y acumulaciones: el gabinete del artista en la embajada de Noruega, donde Arrechea presentó por primera vez su obra “El rostro de la nación”.
Aquella noche no conseguí nunca desprenderme de las máscaras indescifrables, digitalmente concebidas, como un collage de figuras geométricas compuestas a partir de fragmentos de fotografías tomadas en calles cubanas. En formato de video-animación, las máscaras se repetían sobre los músicos del grupo San Cristóbal de Regla, que interpretaban piezas litúrgicas yorubas. La proyección competía en vertiginosidad con el ritmo acelerado sobre los cueros del iyá, el itótele y el okónkolo. No habría podido, por más que lo intentase, huir. Las imágenes y los tambores batá se confabulaban y me arrastraron dentro del conjuro afrofuturista convocado por Arrechea. Las máscaras ovaladas, en la pared, también parecían huir sin lograrlo, regresando siempre, espectrales rostros de espacios inexistentes.
Dice Arrechea que buscaba y busca expresar el rostro de la ciudad. ¿Será esto posible? El artista no desmaya. Sigue buscando. Las ciudades todas son elusivas. La nación también. Sierpe que perseguimos, que se nos va, que somos. No atrapa Arrechea ningún rostro en un final. Nos agarra en cambio a nosotros dentro de las formas que inventa. En ellas nos perdemos. Como quien se deja ir en un río.
En agua del Delaware diluyó Arrechea los colores con que pintó las acuarelas que incluye en Landscape and Hierarchies. Eso, para que no escapemos a su influjo: el del agua, el de los espacios que construye y deconstruye. Pues la intención sigue siendo en esencia la misma para quien en 1991 fundara, junto a Dagoberto Rodríguez y Marcos Castillo, el colectivo Los Carpinteros, hasta que emprende carrera en solitario en julio de 2003.
Se han distinguido la producción de Los Carpinteros y de Alexandre Arrechea como artista independiente por la inherencia arquitectural que la anima. Piénsese en obras realizadas en colectivo, como Proyecto de acumulación de materiales (1999), o proyectos más recientes, en solitario, como No Limits, el conjunto de piezas expuestas en Park Avenue, New York, en 2013. Pero en el mismo espíritu de construcción es perceptible el afán deconstructor.
Creeríase que es en realidad la práctica deconstructiva la que determina el juego echado a andar en cada obra en la que, en apariencia, se ofrecen objetos y espacios minuciosamente diseñados, dibujados, producidos y ensamblados. El espacio de Arrechea, en efecto, se compone y descompone según nos permitamos interactuar con él. De eso se trata, de espacios ordenados por un movimiento interno, imperceptible, mas de irresistible potencia, que nos impele a sucumbir en ellos.
Ya en 2004 reconocía Arrechea que en su trabajo el espacio desbordaba el contorno físico y devenía terreno de la subjetividad*. Para conseguirlo, en Landscape and Hierarchies el artista despliega líneas cargadas de símbolos y signos, “cargadas” también con el poder del agua, la memoria y la experiencia personal y comunitaria.
Todas las aguas, en definitiva, se comunican. Las que durante el verano recogía a orillas del Delaware y transportaba en un cubo hasta el estudio, son también las aguas de los ríos que bajan del Escambray y desembocan en el litoral trinitario. Todas las aguas son una sola. Lo sabe Arrechea, que nació en Trinidad. Lo sabemos la amiga que me trajo a Frenchtown, la traductora Anna Kushner, nacida en Filadelfia, y yo, habanera siempre. Posiblemente lo sepa también la curadora de la exposición y directora artística de ArtYard, Elsa Mora, artista holguinera. Todos cubanos, diferentes, de uno y otro lugar. Nacidos aquí y allá. Regresando o no. A veces, sin saber a dónde realmente estamos regresando. El agua nos ha separado a tantos y en tantas ocasiones. Pero el agua nos junta. Elaboradas con el agua del Delaware las piezas de Arrechea pertenecen a Frenchtown; pero solo en la medida en que son trinitarias.
De la villa natal viene el aliento tras la idea y el pincel. Lo deposita en la mano del artista la abuela. Tierna, como suelen hacerlo ellas, la abuela de Arrechea ha viajado miles de millas en el recuerdo para que con la exposición Landscape and Hierarchies el nieto pudiera celebrar veinte años de trabajo independiente. Como tantas abuelas cubanas, la de Alexandre Arrechea solía enviarlo a la escuela con una ramita de vencedor en el bolsillo del uniforme, para que saliera bien en los exámenes. Por supuesto, funcionaba.
Nos cuenta así el artista que en la realización de esta obra, su acuarela más grande hasta ahora producida, invocaba a la abuela a través del constante recuerdo de la ramita de vencedor. De la infancia, las hojas irrumpen en el presente. Hoy se les distingue en secciones de “River and Ripples”, haciéndose y deshaciéndose en otras figuras: la imagen de Arrechea recogiendo agua en el río, pájaros volando hacia un sol que divide el espacio entre Cuba y el mundo, el pasado y el presente, árboles que solo en este universo nuevo cohabitan: una ceiba, pinos, palmas.
Arrechea nos invita a reflexionar sobre los actos y sus consecuencias en esta pieza, en la que el espacio no cesa de escurrirse y transformarse, mientras nos transforma. Las figuras se esconden y reaparecen casi por magia —como lo hacían en la animación de “El rostro de la nación”— porque se comunican a través de corrientes de color ocre que parecen carreteras que a su vez parecen surcos, ríos en la tierra: desde Trinidad hasta Frenchtown; desde el central azucarero en que trabajaba el padre de Alexandre y seguramente sus ancestros, hasta estudios y galerías diseminados por el mundo. Tan intenso es el laberinto arquitectónico que se abre ante nosotros que terminamos dudando de la unidimensionalidad de la inmensa acuarela. ¿Lo es realmente o se trata de otra animación? ¿Performance acaso? El paisaje ofrecido no es uno, no es plano. Está vivo, se mueve, nos espera, nos incita. Caemos.
En comunidades como Frenchtown, como Trinidad, puede volverse táctil la paciencia. No es extraordinario en el silencio descubrir un vecino más, con quien es posible sentarse a acariciar la eternidad cada tarde, cada año, por todas las vidas que nos sean otorgadas vivir.
Agua y silencio entretejen las horas en Frenchtown y Trinidad. Con agua del Delaware preparó Arrechea sus colores. Del silencio, extrajo las palabras. Mas no las impone. Ni siquiera las sugiere. En otra impactante pieza, “Shared Words”, las palabras son aleatoriamente propuestas por el público y devienen frases compuestas por tizas insertadas en un casillero. Las frases aparecen entonces en un espacio que vendría a configurar las bocas de cinco personas negras cubanas. Sus rostros no pueden expresar emoción alguna porque han cerrado los ojos. No tienen más boca que la que las palabras ajenas esculpirán. ¿Quién habla? ¿Cómo hablan estos cubanos negros? ¿Qué podrían decir? ¿Qué desearían decir?
Bajo sus negros rostros incompletos, esperan las tizas blancas, en reposo, aguardando por la palabra ajena que les será dictada, para componer discursos fortuitos, quizá desvinculados de la experiencia de esos cubanos negros. Su silencio es sin embargo vigorosamente elocuente, es ese unspoken silence (silencio no hablado) sin el cual, nos decía Stuart Hall, ninguna historia resulta completa. Un silencio que recorre las Américas de punta a cabo, envolviendo la historia de Trinidad y Frenchtown y todas las ciudades y pueblitos, saltando de país en país, islas y continentes. Silencio negro que a su vez me trajo a la memoria las figuras vaciadas de boca y a veces pupilas en la obra de Belkis Ayón; o en autorretratos de María Magdalena Campos-Pons y René Peña, donde los artistas suelen aparecer con los ojos y la boca cerrada. ¿Quién tiró la tiza?, alcanzo también a preguntarme no sin permitir que se me escurra una sonrisa al recordar el tema que a principios de los años 2000 cantaba Molano: “¿Quién tiró la tiza? El negro ese. No fue el hijo del doctor, no. ¿Quién tiró la tiza? El negro ese, porque el hijo del doctor es el mejor”.
Es silencio bullanguero, entonces, pidiendo a gritos nuevas maneras de expresar lo inexpresable: ser negro, ser caribeño, ser cubano, ser migrante. Las palabras resultan insuficientes. El cuerpo sin embargo contiene todo lo que no alcanzamos a decir. En el cuerpo negro están las respuestas que el discurso y la historia oficiales no consiguen siquiera rozar.
Mas es interminable la aventura. Permanecer ante las obras de Arrechea provoca la activación de una maquinaria interna —de pensamiento, de afectos— que no parece llegar a puerto único, mucho menos seguro. Nunca sabremos adónde iremos a parar tras montarnos en sus ríos-carreteras-surcos; y el encantamiento, además, nos perseguirá durante horas y días, espoleando la imaginación y el espanto, la compasión, la ternura.
* Vives, Cristina. Alexandre Arrechea. El espacio inevitable/The Inevitable Space. Madrid, Turner, 2014, p. 129.