Sobre Beyoncé pensé hace una semana que escribiría esta columna, cuando rompió récords y cualquier esperanza que aún alguien pudiera tener de verla adoptar una posición que no fuera la de reina: con treinta y dos premios recibidos a lo largo de su carrera, es la artista más galardonada en la historia de los Grammys.
Poco después de su lanzamiento, yo había incluido todas las canciones de su álbum Renaissance en la playlist de mi fiesta de cumpleaños y a veces iba por la calle bailando más que caminando, si era su música la que me llegaba a través de los airpods.
Con su constante búsqueda de la perfección, Beyoncé lo había logrado otra vez: convencer a cada uno de nuestros músculos de seguir el mensaje pautando el disco. Una canción tras otra, Renaissance dictamina que es tiempo de reinventarnos y volver a ser.
Eso es Renaissance, un llamado a ocupar nuestro espacio y nuestro tiempo con todas las facultades de nuestro cuerpo. El tema con que obtuviera el premio a la mejor canción R&B, “Cuff It” nos invita a dejarnos llevar, poner el mundo patas arriba y alcanzar lo impensable porque, canta Beyoncé: “I feel like falling in love”. Y por eso esta terminó por no una columna dedicada a Beyoncé a pesar de que, mientras la escribo, “Renaissance” siga sin parar en mi Spotify. He recordado que en un par de días se celebra el Día del Amor.
Menos mal que desde hace unos años a alguien se le ha ocurrido que también se celebre la amistad el 14 de febrero, porque, en cuestión de amores, ando en déficit últimamente. Me han dicho que ahuyento a los hombres, que no les dejo espacio. Es posible, estoy demasiado ocupada luchando por que no sigan restringiéndome, que es lo que como mujer negra suele ocurrirme. Recuerdo que mi madre pasó muchos años ocultándole a mi padre el monto de su salario —superior al de él—, pero eso no les evitó el divorcio. Y es que, ¿se puede amar desde el miedo y la desconfianza?
A las negras siempre nos ha sido difícil confiar, pues nuestra experiencia como afrodescendientes está marcada desde sus inicios por la traición. Para sobrevivir, nuestros antepasados tuvieron que ejercitar los sentidos y la mente en la desconfianza, que se convirtió en uno de los campos de la experiencia social que mejor conocíamos.
En el presente, nuestra supervivencia también depende de cuán diestros seamos en navegar un mundo que no ha sido construido para que nos sea fácil vivirlo, y por el que andamos como quien pisa territorio minado.
Pasamos la vida con miedo a no encajar; a ser agredidas a través de cualquier expresión más o menos directa de racismo; miedo a que no nos quieran, a que nos rechacen y olviden, o a que ni siquiera nos saquen a bailar en la fiesta. Existimos pues dentro del miedo, o a pesar del miedo. No alcanzamos a comprender que es precisamente el miedo un instrumento indispensable al poder, que lo utiliza para mantenernos separadas, cuidadosas de no llamar demasiado la atención, ansiando fundirnos en la masa uniforme que, de todas maneras, más tarde o más temprano nos demostrará que no pertenecemos por derecho propio a lo que es considerado como normal. Solo si “nos comportamos” se nos entorna una puerta y esa esperanza nos mantiene dominadas por el miedo.
“Cuando nos aferramos a las dinámicas del poder no hay por qué temerle a lo desconocido, porque conocemos las reglas del juego”, reconocía bell hooks. En cambio, abandonar ese campo de batalla organizado por otros, aun cuando llevamos las de perder si permanecemos dentro de él, nos aterra; es decir, darnos la oportunidad de vivir fuera del espacio que nos ha reservado el poder y atrevernos a confiar no solo en los demás, sino en nosotros mismos, es lo inusitado, lo que nos causa pavor.
Mi pregunta es: ¿Cómo salir de esos ciclos de repetidas traiciones, constitutivas de nuestra experiencia como mujeres negras? Porque quiero confiar. Quiero volver al amor. Creer que existe, lo llevo en mí, lo recibo y lo doy; tanto como lo tienen los míos —mi familia, mis amigos—, como lo reciben y lo dan.
Sé que el amor se aprende y por mucho tiempo creí que solo habiéndolo conocido y ejerciéndolo desde la infancia éramos capaces de amar en la adultez. Así, he dedicado mucho tiempo a convocar las complicadas formas de amor que sobre mí volcó mi familia.
No recuerdo que, de niña, en casa se hablara de amor, y no sé si es porque no se consideraba necesario hacerlo o porque nadie sabía lo que era. Se hablaba mucho, en cambio, de sacrificio y deber. La prioridad en los hogares negros es la supervivencia, lo que equivale a aprender a adaptarnos a un mundo en el que somos considerados carne desechable. Un mundo hostil, dentro del cual perdurar solo es posible si somos fuertes, si sabemos con destreza resistir o esquivar continuos ataques, escapando al aniquilamiento sistémico del que fueron y son objeto nuestros antepasados, nuestras familias, nosotros aún.
La fortaleza se consigue, han pensado nuestras familias, tanto y como seamos capaces de esconder todo indicio de vulnerabilidad, cubrirla con pesadas capas, generación tras generación; máscaras que terminan por pegarse la una a la otra y conformando un impenetrable escudo. En especial las mujeres negras, de quienes se espera un despliegue de vigor y resistencia extraordinarios, como para que podamos cargar con todo y todos sobre nuestras espaldas y, encima, no quejarnos. Al contrario, aún tendríamos además que “darles espacio” a los demás.
Hay mucha rabia contenida detrás de la imposibilidad de ser vulnerables que se nos adosa a las mujeres negras; y podemos sentirla en las palabras de la escritora Kathleen Collins, un grito adolorido que pocos se detienen a escuchar: “No existe tal cosa como una mujer negra indefensa (…) La actitud de impotencia, de dependencia, es ajena a mí. Solo había un tema dominante en mi infancia: aguantar, pase lo que pase… ¡Cambiando y girando y coreografiando y haciendo malabares y manipulando la vida para permanecer dentro de ella! ¡Durante toda la vida! ¡Y tal vez incluso crecer! Si un hombre viniera … Muy bien… Pero el juego continúa, la necesidad de ser continúa. No sé cómo ser indefensa. No sé cómo no hacer que las cosas funcionen”.
Así hemos crecido, con ese recio amor como combustible: ríspido y a contracorriente, pero amor, al fin y al cabo. Amor zurdo, poco diestro, amor inconsciente; pero, amor que de alguna manera se las arreglaba para atravesar los hechos y los gestos, las miradas y alguna semisonrisa o mueca en el rostro de mi abuela y mi madre; que se paseaba por los cuartos de la casa, posándose sobre el arroz con huevo y plátanos fritos; incrustándoseme, en caricia y regaño, ente silencios y semiverdades.
¿Cómo ama entonces una mujer negra? ¿Desde qué región íntima consigue hacerlo? Si escuchamos con detenimiento, puede que algunas respuestas nos lleguen de las canciones de Beyoncé, particularmente en sus más recientes álbumes, Lemonade (2016) y Renaissance (2022).
El primero, que recorría la historia de ruptura, separación y reconciliación de una pareja —Beyoncé y Jay-Z—, exudaba la rabia de la mujer negra no solo por causa de la traición del esposo, sino ante el cúmulo de injusticias históricas y presentes sufridas por los negros. Con líneas como “Okay, ladies, now let’s get in formation, cause I slay, (…) Slay trick or you get eliminated”, la canción “Formation” en cierto modo resonó como himno de resistencia y rebelión para muchas mujeres negras. Atravesaba el disco la necesidad de sobrevivir, bajo el consejo de la abuela: “si te dan limones, haz limonada”.
Se trata de hacer, de no mantenernos calladas, a la espera, encogidas y dejándole espacio a los demás. Beyoncé nos conmina a expandir nuestro dominio y reinar sobre él —con rey acompañante o sin él. En todo caso, la decisión es nuestra —y no debemos olvidarlo. “I’m warning everybody, (…) I’m going to let go of this body, I’m going to love on me / Nobody can judge me but me, I was born free”, advierte en “Church Girl” (Renaissance).
Es con Beyoncé que termino esta columna, que en un principio iba a ser solo suya, antes de que se me colaran estas meditaciones sobre el amor y los miedos y la desconfianza y la experiencia de la mujer negra. Y regreso a mi aquí y ahora.
Es domingo de Super Bowl y los Eagles de Philadelphia compiten por el título. No me interesa mucho el fútbol americano, pero sí esta ciudad. ¿La estaré amando? ¡qué cheo suena eso! Aunque dicen que el amor es así, medio ridículo. No voy a pensarlo. No tengo tiempo para pensarlo porque, vistiendo de verde como corresponde para celebrar al equipo de la ciudad, ya estoy casi en la puerta de mi edificio.
Camino por las calles de Philly con Beyoncé en mis oídos cuando debería estar escuchando a Rihanna, que es hoy la estrella del intermedio del Super Bowl, pero estoy en tiempo de renacimientos, me quedo con Beyoncé al menos por ahora.
Camino medio bailando “we go around in circles, seaching for love”; y abiertamente sonriendo porque creo que amo esta ciudad o porque he decidido amar esta ciudad en la que he querido ya a varios hombres a pesar de mi abandono y el de ellos, mis miedos y los suyos.
Y seguiré haciéndolo, aquí y en todas las ciudades que me esperan. Una y otra vez, cayendo y levantándome. “We go up and down, lost and foud, searching for love/Looking for something that lives inside me” (“Break My Soul”/Renaissance), le hago un guiño a mis miedos, sonrío y sigo, brincando, bailando.
Qué buena reflexión, Odette! Me encantó, gracias.
Gracias a ti, Darsi, por la lectura. Un abrazo.
Muy lindo lo que has escrito. Profundo y real para muchas mujeres que arrastran esas cargas del pasado, de su formación social y familiar.
Gracias.
Gracias a ti por la lectura.