Ya no puedo saber cuántas veces, este año, se me ha vuelto imposible entregar el texto que tenía previsto para este espacio. En torno a la noche habanera iba a caracolear hoy esta columna: la noche que fue y ya no es. Pero ahora no puedo escribir sobre bares y criaturas rocambolescas porque la noche no se ha quedado afuera este fin de semana. La noche está dentro. La llevo yo y la llevamos casi todos los cubanos pesándonos en cuerpo y espíritu desde el viernes pasado, tras la explosión en el Hotel Saratoga. Una noche que ha ido creciendo según crece el número de muertos y heridos reportados, según aparecen nuevas imágenes de la catástrofe en las pantallas de los teléfonos.
Cualquiera pudo haber estado entre las víctimas. Nosotros. O nuestros familiares. Nuestros amigos. Llamar, escribir, indagando por unos y otros han sido los actos que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad extrema. Como si aún necesitásemos el recordatorio. Como si la pandemia no hubiera ya caído sobre el planeta entero para demostrarnos que todos somos igualmente vulnerables.
Ahora estamos de luto —otra vez— los cubanos. Yo —otra vez— apenas puedo componer esta columna. También, es Día de las Madres. Queremos las flores, la luz, la esperanza. Quiero abrazar y lo hago. Pero el lastre en el cuerpo es tan fuerte que cada gesto es un poco lento y desganado.
Soy madre e hija. Sin embargo, en estos días, me he sentido como un saco de desesperanza a punto de reventar. Un ataque aquí, otro allá; ese amargo cansancio que deja el tanto luchar y siempre tropezarme con el látigo del supremacista blanco que no me perdona mi ser y estar en lo que él cree que es su dominio. Han sido además días itinerantes, que me han expuesto al pesar dentro y fuera de la isla. Cuando estoy en La Habana, unas amigas de Philadelphia se alegran de que no me lleguen con demasiada fuerza las noticias desde los Estados Unidos: la Corte Suprema a punto de derogar el derecho al aborto, el conservadurismo avanzando, la inflación disparada, tiroteos en el metro, en las calles, las escuelas; no sé, los horrores se suceden con tanta rapidez que es difícil recordarlos todos. Cuando estoy en Philadelphia, es mi madre quien desgrana para mí en el teléfono sus tormentos: la constante multiplicación de los precios, el intenso éxodo, la tristeza de la gente, esa desesperanza en el aire. En Brasil, pude sentir cuánta violencia es desplegada por una minoría privilegiada para mantener en completa desposesión a la mayoría, cuán desechables son sus cuerpos. De Europa llega no sólo el torbellino beligerante sino también el ascenso vertiginoso de la derecha, el odio escalante. Por doquier sentimos la misma injusticia, la desidia de unos, la indiferencia de muchos, el dolor de la mayoría. ¡Tanto miedo! O lo que es peor, el terror. Sobre todos, en todo el mundo, el peso de la invasión rusa en Ucrania y los estragos del coronavirus que —aunque parezca que se aleja— aún no nos abandona completamente.
No sé cuánto más podamos resistir.
Cada día recibimos nuevos golpes. Nos los propinamos los unos a los otros. ¿Acaso nos creemos inmortales? Nos atacamos mutuamente y destruimos el ambiente, negamos el amor, la compasión y la paciencia. Arrogantes, andamos por el mundo devastando, desahuciando y discriminando. O, víctimas de los desmanes de otros, nos consumen la impotencia y la amargura. La violencia se adueña de nuestras calles. La muerte, sea por enfermedad, por accidente o voluntariamente causada, nos acompaña constantemente en nuestro camino, aunque persistamos en hacer como si no estuviera. Sin embargo, en ocasiones como esta que nos aqueja ahora, se nos hace imposible olvidar que la llevamos siempre adentro. Somos humanos, vida y muerte viajan juntas por nuestras arterias; ¿por qué entonces persistir en ahogar lo que de vida tenemos? ¿por qué matar, por qué reprimir, por qué golpear, por qué enriquecerse a costa de la penuria de otros, por qué no escuchar, por qué maltratar, por qué odiar?
Llega un momento en que ya no importa más dónde o en quiénes reside la culpa. Es difícil a fin de cuentas alcanzar el punto del que fue irradiado el mal, el primer error cometido. Y ¿de qué sirve además encontrar el origen del caos cuando la vida se nos va?
No tengo fuerzas para escribir más. No entiendo al mundo.
A la orilla del mar he como de costumbre acudido. Buscaba respuestas, amparo, pues con Yemayá siempre suelo encontrar maneras de creer en la posibilidad futura, cuando esta me abandona. Pero por estos días no sé qué ocurre que nada me consuela. No sabría decir si es que los dioses han decidido abandonarnos, hartos de nuestra arrogancia, de nuestro escaso respeto por la humanidad que nos ha sido otorgada. O soy tal vez sólo yo que llevo un corazón tan cansado, que no creo que me resulte posible recibir un golpe más, una mala noticia más. Quizás es por eso que no consiguen hoy apaciguarme las aguas. Deambulo de un lado a otro del planeta, pero en ninguno de sus rincones encuentro la cantidad de aliento que me garantice siempre poder levantarme después de cada ataque y estar lista para recibir el próximo. Por ahora milagrosamente lo voy consiguiendo, mas no sé hasta cuándo pueda ser.
Y es Día de las Madres, entonces. Y mientras escribo, o intento hacerlo, me llegan los mensajes de felicitaciones y felicito yo a la vez. Dedico las pocas fuerzas que me restan a recibir y trasmitir la buena energía que pueda circular entre humanos. Soy madre, soy hija, insisto. Es una fortuna. Mi responsabilidad como madre me ayuda a hacerle frente a la adversidad y luchar contra mis enemigos, arrojándoles la furia que Olokun tiene a bien ofrecerme cuando quiere. Ser hija me brinda lo oportunidad de recibir el amor y el cuidado de mi madre cuando ella me los propicia. Una posición vuelve posible la otra. Mi madre me nutre, yo soy el sustento de mi hijo. Y de uno en otro, ahí vamos. Recibiendo y dando.
Así es que, a pesar del luto habanero, de tanta muerte planetaria, de los muchos golpes que como mujer y profesional negra he recibido y sigo recibiendo; a pesar de mi rabia contra los poderosos y egoístas, los que nos discriminan y ansían asfixiarnos; celebremos este día. Honremos a los muertos. Brindémosles las flores. Que abunden azucenas, girasoles, gladiolos, los claveles y las mariposas, lirios, rosas y marpacíficos, para los que no están y para los que aún quedamos vivos. Reconozcamos hoy la muerte y celebremos la vida que todavía nos anima.
Mañana, ya veremos.