Escribía en mi anterior entrega de “Con tinta negra” que tal vez nos era imposible precisar qué era y dónde estaba el hogar. De tanto migrar, buscando escapar de la adversidad aquí y allá, una y otra vez, cierto es que la idea del hogar se me ha ido disolviendo con los años, al punto de preferir aferrarme a la convicción de su inexistencia.
Pensándolo bien, creo que sí existen posibles definiciones para el hogar.
Digamos, por ejemplo, que el hogar podría ser el sitio aquel en que no necesitas explicar quién eres, ni defenderte o protegerte; es el cómodo sofá al que puedes tirarte siempre por cuantas horas quieras sin que a nadie le parezca raro. No eres, sobre todo, una extraña en el hogar. Conoces cada tufo y sabor y quienes te rodean conocen por su parte hasta tus más íntimos rezumos y si no los conocen, eso no les preocupa en lo absoluto, igual eres una entre los otros. Se encogen de hombros ante lo que de ti no entienden, conscientes de lo inútil que es pretender conocer completamente a alguien, ni siquiera a uno mismo. El hogar es el espacio y el tiempo de la calma existencia dentro de uno mismo y con los demás. Ahí puedes dejarte ir, sin miedos.
Parece una utopía. Y como la utopía sólo lo es si insistimos en perseguirla, o en desearla, al menos; yo he partido a buscarla —en sueños y en aviones. Creí en cierta ocasión que en Islandia podría hallarla. Una isla, lejana, incomprensible para mí, yo incomprensible para ella. Ni mi historia ni la de mis antepasados, ni mi lengua o mi cultura, ni mis neurosis, y menos aún mi cuerpo al parecer naturalmente adaptado a la sal de los océanos y el sol de los trópicos, prometen una fácil inserción en la vida islándica. Ni lo he intentado. Conocí sus volcanes, la ferocidad de sus vientos arremetiendo contra los farallones, la vastedad de los campos de basalto, el persistente olor a azufre, la quieta navegación de sus icebergs, todo el silencio, los días sin fin del verano. Tan infinita como aquellos días me descubrí, pero ni la paz entonces hallada logró convencerme: en lugar de instalarme en Islandia, he escogido quedarme con el sueño de Islandia como hogar.
Islandia, como el sitio lugar imaginario donde la paciencia me fuera lentamente inculcada por el hielo y los vientos, cuyas ráfagas congelaran para siempre el trazado de todos los destinos imaginados, volviéndolos intransitables, y mis muertos se confundirían entre la multitud de elfos y gnomos, haciendo su propia vida, olvidándome al fin. Una ínsula relatada por sagas milenarias, tan distante del mango y los boleros como de las tribunas, las leyes y las encuestas, y de la nostalgia tanto de la guerra como de la paz. Allí donde ver mi carne, durante siglos esculpida en el miedo, explayarse hambrienta de su verdadero hogar, en la total seguridad que puede únicamente ofrecer el desconocimiento del sitio al que se ha ido a parar; sola ella, mi carne sin furia ni ruido ni voces, sin el recuerdo de amantes pasados, sin la asfixiante Historia. Sola yo que soy nada más que mi carne, sumergida en una eternidad que fuese sólo mía, eternidad que podría ser infinita en su pequeñez. Inmediata. No hay tiempo mensurable en una tierra donde el crepitar del fuego en el cráter de los volcanes, la rabia de las aguas contra los acantilados de los fiordos y la erupción de los géiseres pueden demorar para siempre la culminación de un segundo, o volver infinitesimal la sensación de las horas, los días, meses, años. Nunca importaría entonces el estado de mi pelo ni el color chamuscado o no de mi carne en contacto con los vapores y la lava.
Permanecer con la imagen de Islandia como el sitio que encierra lo que mi imaginación aún percibe como el hogar, pero al que nunca me iría a vivir, lo mantiene como utopía. Y mi idea del hogar como posibilidad irrealizable. Sin embargo, también me ha llevado a comprender que he estado buscando el hogar en el sitio equivocado. No está en los campos de lava ni envuelto en el azufre de sus aguas. Pero tampoco en París, New York, Hartford, Salvador de Bahía, Berlín o La Habana. O ha estado mi hogar a la vez en todos y cada uno de estos espacios; pues hay, a pesar de sus diferencias, un común denominador, en lo que concierne a mi experiencia en ellos. Yo, mi cuerpo y mi carne, han vivido en ellos. El hogar está entonces en mí, no en un lugar preciso. Cuando descubrimos esta verdad, somos un poco más libres, respiramos mejor.
Hay que viajar. Nos hace bien viajar. Pero mucho mejor lo hacemos cuando a la ciudad a la que escapamos no llegamos cargados con el lastre de expectativas existenciales; esperando hallar en ellas la sensación de pertenencia que no podemos procurarnos en el lugar que abandonamos. Se nos volverá más fácil sentir que pertenecemos a nuestro destino, si no ansiamos que allí nos esté esperando el hogar. El hogar lo llevamos dentro.
Llegué a descubrirlo a través de otros viajes. No tomé avión ni barco. No precisé de largas caminatas. Al contrario, lo que necesitaba era estarme quieta. No fue tarea fácil. A las mujeres negras nos cuesta mucho detenernos. Pero siempre una voz y una imagen acuden en nuestra ayuda. Yo recordé a mi abuela Cecilia permanecer horas sentada en el balcón de nuestra apartamento habanero, muda y casi inmóvil, pero con los ojos muy abiertos. Sólo con la madurez he comprendido que mi abuela meditaba —tal vez sin ella misma estar consciente de ello. Nos enseñan a resistir, a luchar y resolver las necesidades materiales de la familia; no a estar a solas con una misma. Como si solamente fuera de las fronteras de nuestro cuerpo pudiésemos cimarronear. Nos preparan para crear y mantener lo que la sociedad ha determinado que es el hogar, pero no a encontrar el hogar propio, dentro de nosotras. Mas no importa ya que mi abuela Cecilia no supiera que meditaba y que no haya podido, por eso mismo, enseñarme a hacerlo. Igual me transmitió la experiencia y viéndola en mi memoria encontré formas de procurarme el tiempo y el espacio para hallarme en mí.
Las palabras me llegaron de una escritora afroamericana poco mencionada, Marita Odette Bonner. Desde alguna habitación en Harlem, que imagino en penumbras pero limpia, pequeña e infinita, mi casi tocaya nos invitaba a sentarnos tranquilas, sin gastar energías en enervantes gestos, esa nerviosa incertidumbre que nos han dejado como saldo siglos de cadenas y latigazos. “Quieta, quieta. Como Buddha —que era tan pardo como yo— se sentaba completamente cómodo, completamente seguro de sí, inmóvil y sabio, mil años antes de que el hombre blanco supiera que había una diferencia entre sus pies y sus manos. Aparentemente inmóvil, pero, ¿y adentro? En silencio. En calma (…) Así es que tú también, permanece en calma, quieta, con una sonrisa, muy leve incluso, en los ojos, para que la vida fluya hacia tu interior y no pase [simplemente] a través de ti.”
Para hallar nuestro verdadero hogar sí han de producirse viajes. Pero no es la travesía que lleve nuestro cuerpo lejos, sino aquella que hacemos hacia el interior de una misma. Recorrer los caminos internos que nos hagan descubrir los paisajes que nos componen. Ir de turismo, abiertos a lo desconocido, que es todo lo que somos y no imaginamos. Vamos a desconectar esa radio. Cerremos el WhatsApp. No nos dejemos llevar —probemos al menos una noche— por la supuestamente irresistible telenovela que estamos siguiendo. Abandonemos ya ese programa que no nos interesa en lo absoluto, pero del que creemos que no conseguiremos escapar, porque insisten en trasmitirlo cuando saben que los espectadores no tienen mejor opción para burlar el hastío que permanecer frente al televisor. Eso es, no hay que hacer lo que esperan que hagamos. Recuperemos nuestro tiempo y dediquémoslo a aquello que nuestro cuerpo ansía. Volquémonos hacia la carne, guía verdadera. Poniendo pausa a los ruidos, permitámonos escuchar lo que esa carne nuestra intenta desesperada decirnos. Hemos trabajado mucho. Merecemos hallarnos.