La princesa está triste.
¿Qué tendrá la princesa?
Rubén Darío
¿Por qué esta apatía mía ante los chismes de la anacrónica nobleza europea?
Aburre la sempiterna muchacha lánguida salvada por un príncipe, la sucesión de indefensas víctimas y villanos perversos, lágrimas —en torrente o gota a gota—, muchachitas confinadas en lo alto de una torre, veneno escondido hasta en las páginas de los libros y con suerte el beso redentor, al cabo de muchos años.
La espera… tal vez lo que más me desconcierta. Yo no sé esperar. Quizás porque, como decía la escritora Kathleen Collins, por razones que acuden puntuales desde antes de mi nacimiento, la indefensión y la dependencia me son actitudes completamente ajenas. Así me educaron mis madres.
Igual, en ocasiones he intentado actuar como todo el mundo, probando a dejarme arrastrar por tediosos seriales en Netflix; sin jamás alcanzar a terminar el primer capítulo. Sólo logró entusiasmarme hace un par de meses Bridgerton, mas fue por razones meramente estéticas: el Duque, aquel Duque de Hastings, interpretado por el actor británico-zimbabuense Regé-Jean Page, cuyo bello rostro podía por instantes suavizar la aridez de las noches bajo la implacable tiranía de COVID. Lo cierto es que ni recuerdo la trama de la serie. No hacía falta. Todo lo que me interesaba era mantener en pantalla el mayor tiempo posible la imagen de Regé-Jean Page.
Pero hace una semana han vuelto los nobles británicos a querer robarnos la atención con sus enredos. Esta vez la telenovela es real. Otros duques, Meghan Markle y el príncipe Harry, sentados en sendas butacas de mimbre denunciaban, desde los jardines de una mansión californiana, el racismo del que la duquesa fuera víctima durante los dos años que permaneció dentro de la Corte de la Reina Elizabeth II. En la entrevista de dos horas conducida por la histriónica Oprah Winfrey, los Sussex revelaron las microagresiones de la familia real, quienes llegaron a alarmarse por el color que podría tener la piel que Archie, el primogénito de los duques. De madre negra y padre blanco, el mestizaje de Meghan preocupaba a la monarquía. ¿Podría un bisnieto de la reina no aparentar ser completamente blanco? Diríase que no, considerando que Buckingham ha valorado modificar protocolos centenarios, según los cuales al bebé le correspondería el título de príncipe, de la suerte despojando a la familia multirracial de protección real.
Es siempre justa toda denuncia del racismo y cualquier otro acto de opresión. No puedo entonces más que aplaudir en Meghan Markle la decisión de oponerse a la resignación al parecer obligatoria entre los asalariados de la monarquía; y también a su consorte Harry, que en gesto excepcional reconoció su privilegio, no sólo como noble europeo sino como hombre blanco, abandonando su estatus por el bienestar emocional y la dignidad de su esposa y su hijo. Cuando en enero del 2020 anunciaron su renuncia como miembros senior de la familia real, ganaban los Sussex privacidad e independencia económica, a un tiempo que perdían el sustento financiero propiciado por la Corte.
Se estima que unos 20 millones de dólares en anuncios publicitarios le reportaron a CBS las confesiones de los duques que, gracias a la generalizada incapacidad para sustraernos al chisme, ha sido visualizada por más de 17 millones de espectadores. Las reacciones fluctúan entre el ácido vilipendio y la adoración. Unos acusan a la Markle de manipular a su esposo y sembrar la sedición en la familia real; otros se apiadan de ella, la encumbran como mártir, ensalzan su valentía. Ante unos y otros, bostezo; aun si, como dije antes, apoyo su acto de revelación.
También, “nuestra princesa negra,” en alguna parte he leído.
Y es todavía más fuerte y más largo el bostezo entonces. Me cuesta entender. ¿Sabrán de la existencia de la reina Nzinga (1583-1663) que pasó cuarenta años resistiendo la colonización portuguesa en la actual Angola? En aquel país, en consecuencia, en vez de Padre de la Patria celebran a una Madre: Ngola Ana Nzinga Mbande, controversial, como toda jerarca, pero matriarca nacional, guerrera temida, fina estratega y diplomática, orgullosa y admirada. ¡Una reina cabal! Por eso, no hago más que bostezar mientras me dejo arrastrar por el show del momento; y, escuchando a Meghan, no puedo evitar preguntarme cómo es posible que esta muchacha pensara que la monarquía británica, responsable del esclavizamiento de algunos de sus ancestros, la reconocería como una más entre ellos, como honorable madre de princesas y príncipes. ¿De veras esperaba que su sonrisa y belleza vencerían la rancia eticidad de su familia política? Aunque quizás no fue ingenuidad, como reconociera en la entrevista; sino optimismo, fe… el agarrarse a la idea de que todo cambia.
En todo caso, no habría de cambiar el racismo de la realeza británica con la sola aparición de la sabrosa sonrisa de la Markle. El racismo no se deja envolver por simples encantamientos. Infinitamente más resistente que el Coronavirus, créanme, no se engatusa al racismo con facilidad. Por eso, no sólo la mestiza Meghan, cualquiera se lo pensaría dos veces antes de entrar en ese milenario nido de ratas. ¿Acaso la duquesa de Sussex no mira telenovelas, ella, que fue —o es— actriz? Seguro que sí. Las mira de punta a cabo y las memoriza y jubilosa se lanzó al fin en el gran performance monárquico.
Para lo que aparentemente no tuvo tiempo fue para ver otra serie, Small Axe, que el talentoso Steve McQueen dejara caer en BBC One y Amazon Prime a fines del pasado año. Ahí estaba todo. Antes de sucumbir al show de los duques de Sussex, más valía repasar los cinco capítulos en los que McQueen trasmite lo esencial del racismo británico y la perseverante resistencia de los súbditos negros de la familia real de la que es parte Meghan Markle. Basada en hechos reales, Small Axe recrea la vida de estos inmigrantes entre los años 1960s y 1980s. Venían de Jamaica, Barbados, Trinidad, Granada, Antigua y otras antiguas colonias, cuyas flores nacionales fueron bordadas en los 5 metros de seda que sirvieron de velo nupcial a la Markle al casarse con el príncipe Harry en mayo del 2018.
La duquesa de Sussex quería morir de depresión, dijo, trémula la voz, a su entrevistadora. Y la estudiada tristeza en sus ojos conmovió a sus millones de espectadores, solamente porque nadie en aquel bucólico espacio se tomó el trabajo de exponer una verdad básica: el racismo no cree en cuentos de hadas, porque es parte integral de la maquinaria ideológica que precisamente produce los cuentos de hadas. De esa maquinaria, las monarquías europeas han sido ingeniosas y eficaces artífices, sus propulsoras y hábiles conservadoras.
Así, envueltos en la paz de los jardines reminiscentes de palaciegos ambientes, a la tristeza de la duquesa respondía su amiga Oprah Winfrey desde su butaca de mimbre con las más exageradas expresiones de asombro —que casi risibles resultan en quien, hace 36 años, magníficamente interpretara el rol de Sofia en la versión fílmica de El color púrpura, la homónima novela de Alice Walker. ¿Qué podía dejarla tan estupefacta? ¿El racismo de “la firma”, como repetía Markle al referirse a la corona?
Una firma, una corporación, de eso en efecto se trata. Lo incomprensible es que, aun reconociéndola como institución, se persista en espectacularizar el asombro. Bastaría recordar, con el brasileño Silvio de Almeida, que el racismo no es fenómeno patológico, no es expresión de una anormalidad, con ello afectando sólo a determinados individuos. El racismo es una manifestación normal de la sociedad contemporánea, presente en todas sus instituciones.
Mas, si todo cambia, ¿por qué no lo harían las instituciones? La escuela, el matrimonio, el estado, la iglesia, la familia, y hasta las obsoletas monarquías europeas. Soy optimista, pero no consigo creer que en una institución donde, según los propios duques de Sussex, el arribo de una mestiza hubiera podido ser utilizado como un gesto simbólico que actualizara la imagen de la monarquía, los cambios lleguen a suceder pronto y fácilmente. Meghan y Harry estaban convencidos y hasta satisfechos con la función cosmética que la inclusión de la actriz mestiza dentro del clan acarrearía. Meghan aceptaba feliz su papel, sin recordar que el maquillaje es material desechable que se lava sin dificultad, a capricho. Ella no podría traer el cambio necesario. El racismo institucional no se vence con maquillaje. Los cambios se hacen reales sólo si la voluntad de hacerlo viene de bien adentro, o si es provocado por una fuerza irresistible. Las revoluciones, ¿recuerdan?, aquellas que estudiaba Hannah Arendt.
Pero esas son palabras demasiado estridentes para que resuenen en el barrio de Montecito, que abriga las mansiones de los prófugos duques, de Gwyneth Paltrow, John Travolta, Tom Cruise, la mismísima Oprah… Regresemos entonces al chisme, que sí que es bienvenido en aquellos jardines Zen. Volvamos a las confesiones de Meghan Markle, pues detrás de ellas se agitaba tal vez un drama mayor, no por mudo menos lacerante: el mestizaje.
No es con frecuencia que se nos ofrece la posibilidad de acceder el pensamiento en torno a su propia racialización desde la perspectiva de una mujer mestiza. La mulata es admirada o repudiada y sólo excepcionalmente se busca comprenderla, de un lado u otro del espectro cromático de la racialización. A Cirilo Villaverde, se sabe, poco le interesaba la psiquis de su Cecilia Valdés —en caso de creer que alguna tenía. Nicolás Guillén envolvió a la mujer de sus “versos mulatos” en bata de rumbera o la desvistió para mejor cantar su piel y su ritmo al caminar, su carcajada y su fatalidad; pero tampoco supo o quiso explorar su interior: demasiado cruda es la violencia latiendo en sus carnes, pudiendo desbaratar la idílica fusión urdida bajo la idea del mestizaje nacional. La excepción sería tal vez un personaje poco estudiado de la literatura cubana, pero al que siempre me gusta regresar: la Cecilia de Reinaldo Arenas, que en su novela La loma del Ángel nos ofrece una rarísima ocasión de acercarnos a la interioridad de la mulata. Contra su desarraigo, esta Cecilia chancletea por las calles de La Habana, hace todo el ruido posible, acallando así las murmuraciones y el vacío: “Ella se tiene sólo a sí misma y por eso sabe (o intuye) que si deja de hacer ruido deja de ser. ”
Como la Cecilia de Arenas, Meghan Markle hace ruido y desconcierta. Chancleteó como se debe cuando consiguió escurrirse dentro de la familia real y les plantó una bomba en pleno Buckingham: ¿cómo lidiar con la posibilidad de tener que acoger príncipes y princesas cuya piel no sería tal vez inmaculadamente blanca? Una institución fundada en la continuidad sanguínea era de repente conminada a aceptar dentro del caudal dinástico sangre proveniente de los no-humanos, de las piezas de ébano siglos atrás amontonadas en barcos que bajo órdenes salidas de esos mismos palacios surcaban el Atlántico, a la fuerza trasplantando africanos a las Américas. Gotas de esa sangre introdujo la duquesa de Sussex en el clan real. Para mayor “escándalo”, en lugar de esconder o al menos minimizar su afrodescendencia, consistentemente la rindió visible. Sentada muy digna estaba su madre, Doria Ragland, en primera fila de la capilla St. George el día de la boda, presenciando una ceremonia salpimentada con poderosos elementos referentes a la experiencia negra de la novia.
Claro que, muy distintos son la presencia descollante de la madre negra, el sermón del obispo afroamericano Michael Bruce Curry, la virtuosa actuación del cellista Sheku Kanneh-Mason o la estremecedora interpretación de “Stand by Me” por el coro de gospel Kingdom Choir; y, por otro lado, la aceptación dentro de la realeza de príncipes mulatos. A los negros se nos suele permitir la entrada en ciertos espacios, podemos entretener, pero no interrumpir el imperio de la supremacía blanca. Tampoco, exponer el racismo institucional al mundo entero. Ya eso es chancleteo mayor, fuerte repiqueteo. ¡Cuidado con esos tambores!
¿Cuál es el final de este cuento?
Meghan, por lo menos, ha intentado sustraerse al persistente afropesimismo de la vida negra contemporánea y, a pesar de sus experiencias en la Corte de la Reina Elizabeth II, puede que lo esté logrando. Además de ayudar a Oprah a hacerse más millonaria aún —los amigos están para servirse, y una mano lava la otra y las dos se lavan la cara ¿no?—, promueve su fundación Archewell y se dedica a esperar plácidamente el nacimiento de su hija y a criar gallinas. Cierra así la entrevista conviniendo con Oprah en que su historia ha tenido un final feliz, más feliz que cualquier otra historia de hadas. Me alegro por ella.
En cuanto a los cambios, lo mejor sin dudas será escapar de los jardines y palacios y regresar a las calles, donde resuena y continuará resonando otro gospel, muy diferente, en el canto de Bob Marley: “If you are the big tree, we are the small axe. Ready to cut you down, sharpened” (Si tú eres el gran árbol, nosotros somos el hacha pequeña y afilada, listos para talarte).
https://www.youtube.com/watch?v=Gnd44Vx4s-U&list=RDMMGnd44Vx4s-U&start_radio=1