¿Cómo se me fue
el tiempo en que no fui?
“Diario de Mauricio”, Pablo Milanés
¿Nos sentimos alguna vez listos para asumir que estamos acumulando años, que es lo mismo que irlos restando al total que estamos destinados a vivir? ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a contar el tiempo que nos queda, a despertar cada día sabiendo que hemos entrado en cuenta regresiva? No somos inmortales. Sabemos que para eso nacemos, para gastar el tiempo de existencia que nos es asignado. Pero muy distinto es saberlo, incluso comprenderlo, a sentirlo en la médula, impregnado en la materia ósea ya debilitándose, al día tras día reclamarnos cada músculo renovada atención.
Llega sin embargo cierta fecha, un número exacto de años cumplidos, en que la definición de lo inevitable se nos vuelve insoslayable. La muerte está ahí. Siempre lo ha estado. Siempre, por eso, debimos haber vivido cada instante reconociendo su presencia: sabiendo que ella no ha dejado nunca de proyectar su sombra sobre cuanto hacemos y pensamos, sobre cada gesto. Nada es en vano. Nada es vano. “De haberlo sabido antes”, estúpidamente nos decimos. Aunque en realidad lo sabíamos, pero no habíamos querido aceptarlo. Hasta ese cumpleaños. Esa fecha en que el cuerpo entero responde a la certeza de la que intentábamos huir.
Llega un día en que la premura de la cuenta regresiva pesa tanto, asfixia tanto, que no nos queda más remedio que buscar en nosotros mismos la fuerza para recorrer esos años que nos quedan. ¿Cuántos serán? ¿Cómo serán? Y comprendemos que no hallaremos más que en el presente la respuesta; y que, más importante aún, sólo nos es posible contar los años que ya hemos vivido. El resto es simple especulación.
De año en año, tengo la música; pues puedo ir, canción tras canción, hilvanando la banda sonora de mi existencia. Y de una estación a la otra, me acompaña Pablo Milanés.
No lo conozco personalmente, porque poco coincidí con él cuando trabajé en su fundación, mientras esta permaneció abierta entre 1993 y 1995 —sí, en pleno Período Especial, hubo algo tan hermoso como la Fundación “Pablo Milanés”—; tuvimos días de gloria, como canta el propio Pablo en una de sus temas a las que más recurro.
Y es de eso precisamente que se me ocurre hoy escribir: del paso de los años y de la música de Pablo Milanés, que es la que mejor me acompaña en este proceso de aprender a vivir mi tiempo. Mas sólo de la música porque, como antes decía, sólo raras veces me tropecé con Pablo en los salones y pasillos de aquella preciosa casona en El Vedado donde por dos años tanto se soñó una cultura cubana esplendente, inmensa. Tiempo de utopía, que coincidió con los del principio de mi adultez: contaba apenas con 20 años cuando llegué a la Fundación “Pablo Milanés”. La perfecta edad para soñar. Pues he tenido suerte. Soñé y sueño y Pablo —esa imagen que tengo de él, pues no puedo hablar de su persona con el conocimiento de muchos otros que sí lo han frecuentado— ha estado ahí desde el principio de mi sueño y mi deseo. Ahora, permanece como aquel que ayuda a pensar el tiempo lo mejor posible.
Lo que sigue es entonces sólo producto de mi emoción, mi admiración, mi respeto y la gratitud, por ser Pablo quien es y estar y haber permanecido cantando para mí y para todos los cubanos que deseamos respetarle y decidimos amarle. De Pablo, solamente conozco la poesía, en la letra y la melodía de sus canciones —y habrá entonces en estos devaneos que mencionar también al inseparable Miguel Núñez y su piano, más habanero que las chancletas de Cecilia Valdés.
Llevo décadas escuchando a Pablo.
Primero a través de mi madre, que lo prefería a Silvio mientras yo, de otro tiempo y como todos los hijos buscando llevarle la contraria a sus padres, sabía de memoria las canciones de Silvio y, sólo algunas y un poco a regañadientes, las de Pablo. Me parecían más aburridas entonces. Hoy, comprendo que era aquella la precisa lentitud que requerían ciertas emociones y reflexiones que sólo con el paso de los años me han visitado. Hoy, sé que sólo así han de cantarse los boleros de Pablo, que son más que boleros, a los que no les adjudicaría un género fijo. Lo cierto es que su música ha perdurado mejor y a través de una u otra canción está siempre presente en mi playlist del momento. Tal vez, porque se mezcla con más facilidad en mi sangre, deja mejor sabor en mis lágrimas que así consigo tragarme más rápido para entonces andar y seguir sonriendo por ahí, volviendo a mí. Pablo, frente al mar y al río ante mi ventana, allá o aquí.
Pero veo que me extiendo, no bastará una columna. Será entonces esta otra de mis series, que iré dejando caer en varias entregas: una invitación a recorrer el tiempo en las canciones de Pablo Milanés. ¿Por cuál comenzar?
¿Diario de Mauricio? La escucho y por supuesto rememoro las imágenes de la película de Páginas del diario de Mauricio, ese magistral viaje introspectivo a través de la experiencia cubana entre 1989 y el año 2000, entre el desmantelamiento del Muro de Berlín y la derrota del equipo nacional de baseball frente a los Estados Unidos en las Olimpíadas de Sydney. Pero enseguida pienso, para quedárseme colgando de la mente y rasgándome el alma, en mis padres. Son en definitiva sus vidas las que desde la primera vez que vi la película me pareció que retrataba la historia de Mauricio.
A mis padres dediqué mi primer libro, Utopía, distopía e ingravidez, porque fueron ellos quienes inspiraron las preguntas que lanzaron mis investigaciones. Había comenzado aquel libro buscando entender a la generación de mis padres. Más que entenderlos, quería tal vez sin saberlo recuperar el sentimiento que los albergaba cuando, muy jóvenes, creyeron que podían cambiar el mundo —esa obsesión que conservamos desde el Renacimiento, desde que unos cuantos europeos descubrieron que la tierra era redonda y giraba alrededor del sol y que entonces nuestros destinos no eran capítulos de una novela escrita por un dios escondido, sino que algo siempre podíamos hacer por nosotros mismos, que el mundo era perfectible y el hombre, mucho más. Vaya un proyecto humanista que mal que bien ha llegado hasta hoy pero que, entonces, en los sesenta, parecía explotar a cada paso y en cada palabra, aparentando volverse más verdad que nunca.
Yo, que jamás me había sentido como imaginaba que se habían sentido mis padres en los sesenta, posiblemente abrigaba en el inconsciente una especie de nostalgia o envidia de aquella vivencia, y me puse a escribir. ¿Cómo, en plena adolescencia, ese momento de tanta revoltura hormonal, vivieron mis padres los primeros años de la revolución cubana —entonces una experiencia social inusitada, donde cada acción por mínima que fuera parecía encaminada a volver realidad la utopía?
“Tengo la nostalgia del ayer
Pienso solo en el amanecer
Que valió la pena saludar un día.”
Así dice Pablo en la canción que compuso para la película, que fue estrenada en La Habana en el 2006. Y yo sigo pensando en aquellos padres nuestros que demasiado jóvenes fueron a alfabetizar y sembrar café caturra en los alrededores de La Habana sin pensar que aquello no era un sacrificio, porque lo hacían convencidos de que no dormían y se les engarrotaban y encallecían las manos y pasaban semanas lejos de sus casas porque estaban construyendo una Cuba nueva, un mundo mejor para sus hijos. Que soy yo, que son mis amigos: nosotros, los que a fines de los 1980 devorábamos las revistas Sputnik y Tiempos Nuevos, que nos llegaban impresas en papel brillante desde Moscú, esperando entender por qué aquel sistema que hasta entonces habíamos aprendido a considerar infalible, ya no lo era más; el sistema al que entregaron tantas horas y años nuestros padres, que desde entonces han tenido que mirar perplejos y muy tristes el paulatino desgaste y abandono de las escuelas y las casas y los hospitales que un día construyeron. Entretanto, nosotros, sus hijos, leíamos los artículos sobre Gorbachov y la perestroika y la glásnost y, como estamos acostumbrados a pensar europeamente no podíamos sino estar seguros de que lo que nos correspondía hacer era mejorar el mundo en que vivíamos. Hasta entonces la luz siempre llegaba de la extinta URSS, por lo que nosotros imaginábamos, creíamos, esperábamos…
Del recuerdo de aquellos años nació la segunda pregunta que impulsara la escritura de aquel viejo libro mío, Utopía, distopía e ingravidez: ¿Cómo nuestros padres pudieron —o no— mantener la ilusión a partir de los noventa? ¿Qué hacer, cómo permanecer, cuándo la realidad no les devolvía sus sueños, por los que habían trabajado y luchado treinta años atrás? En los noventa, mis padres tenían 40 y 50 años. Ya a esa edad sabemos que la vida va al menos por la mitad, que la cuenta atrás es inevitable, y con frecuencia se mira hacia el pasado, hacia lo ya hecho. ¿Estaban nuestros padres satisfechos? Construyeron escuelas para una juventud que en oleadas se ha ido marchando. En la generación de nuestros padres, muchos están solos. Sus hijos, también, muchos nos sentimos solos.
“Nada tengo ya
Me quedo con mi soledad
Acompañada de aquellas estrellas
Que quise bajar un día gris.”
Pero entre unos y otros, de padres a hijos, a través de los mares y los años, tenemos a Pablo, con esa poesía suya que nos llega muy adentro porque quien la ha escrito no ha cesado nunca de escucharnos, a los abuelos, a nuestros padres, sus hijos y los que vendrán. Pablo y el tiempo y su tiempo, que es nuestro tiempo.