No sé cómo ni cuándo ni a quién le llegue este texto, porque los relojes y brújulas de todos los cubanos decentes andan dislocados. Desde que estallaran las protestas del pasado 11 de julio, sacudiendo a la isla entera y alcanzado a sus hijos, donde quiera que estén; no dormimos, comemos cualquier cosa, respondemos a medias y olvidamos cuanto hacemos o dijimos apenas minutos atrás. Los cuerpos se mueven mecánicamente en espacios que no reconoce, porque la mente y el corazón están en otra parte: Cuba.
Es difícil escribir. Es difícil pensar. Todas nuestras energías están dominadas por el dolor y la rabia. Hubo estupefacción: ¿Cómo es posible que las Unidades de Tropas Especiales que son entrenadas para defender al país de ofensivas enemigas, se ensañen con tal violencia sobre el pueblo desarmado? ¿Desde cuándo esa masa se convirtió en “el enemigo”? Duele el recuerdo de la furia emanando de otras fuerzas militares, la policía, los civiles que no resistieron al llamado del presidente Miguel Díaz-Canel aún si iban a enfrentarse y golpear a sus vecinos, parientes, colegas, amigos.
Pero a la estupefacción han seguido la rabia y el dolor.
En eso estamos ahora, inmersos en el dolor, que ha logrado unir a la mayoría de los cubanos. En apenas una semana, el dolor colectivo devino marea arrasando con nuestras infinitas diferencias —ideológicas y políticas, culturales, raciales, sexuales, socioeconómicas o geográficas—, para colocarnos unos junto a los otros, compartiendo no sólo el dolor sino también el consuelo y las respuestas que nos salven y nos permitan continuar.
Aquí estamos. Juntos, como estuvieron en las marchas pacíficas el joven marxista Frank García Hernández, los activistas LGTBQ Maikel González Vivero y Mel Herrera, el artista disidente Luis Manuel Otero Alcántara, el actor y dramaturgo Yunior García Aguilera. Con ellos, protestaban también tantos cubanos y cubanas dentro de todo el espectro de ocupación y edades; negros, blancos y todo lo demás; mujeres, hombres y de género sólo por ellos definido; gente de pueblo, gente urbana; los apacibles y los impulsivos. Todos, manifestando su descontento y luego reprimidos y lanzados a los camiones y encerrados no sabemos dónde. Todos. Estamos juntos, y sin haber sido oficialmente convocados. Nuestra unidad es espontánea.
Es una pena que sea el dolor lo que nos junte. Pero así es. Ahora, lo que corresponde es aprovechar el inesperado resultado de este lacerante capítulo de la historia nacional. Podemos sacar fuerzas del dolor para mantenernos alertas y fuertes y ayudarnos todos. En algún momento, tal vez ya, tocará comenzar a sanar las heridas: en el rostro, brazos, piernas. Sanar las heridas del alma. Conscientes, sin embargo, de que sanar no es olvidar. Hemos de animarnos y ayudarnos recíprocamente a recuperar las energías que necesitaremos para llegar a mañana; y, lo que es todavía más importante, para crearlo.
A todos nos ha resultado durante los últimos días casi imposible contactar con nuestros familiares y amigos en la isla. A mi madre y a mí, bajo el asedio de la pandemia, se nos había instalado la costumbre de conversar cada noche por WhatsApp. Era esa la diaria oportunidad con que contábamos para estar al tanto la una de la otra, consolarnos y alentarnos mutuamente. Tras el 11 de julio, las obstrucciones impuestas a los servicios de comunicaciones en la isla han prácticamente impedido el mantenimiento de ese ritual. Mi madre vive sola en La Habana y, como muchos otros, sufre aun más en estos días. En las raras ocasiones en las que durante esta semana hemos logrado conversar, me esfuerzo en ofrecerle aliento. Le pido que resista, pero enseguida me arrepiento de haberlo dicho. ¿Cómo pedirle algo así a quienes permanecen en la isla, si no han hecho otra cosa que resistir desde hace más de 60 años?
Quisiera poder hacerla reír, aunque sea por unos segundos, para invocar el momento futuro en que volvamos a hacerlo juntas. En que podamos abrazarnos nuevamente, todos los cubanos. Traigo cerca de mí, entonces, una vieja imagen de la Virgencita del Cobre, que perteneciera a mi abuela. Nuestros difuntos pueden traernos el amparo que necesitamos. Pienso en mis ancestros. Entreveo los cuerpos de los africanos forzados a abandonar su condición humana al ser marcados con hierro candente como reses, lanzados a la inmunda bodega del barco, vendidos, mutilados, violados y asesinados. ¿Cómo se mantuvieron mis ancestros esclavizados, para que gente negra como yo sobrevivamos aún en las Américas? La misma fuerza, insuflada por el pasado africano que ya no recuperarían, es la que puede ayudarnos ahora, por lo menos a mi madre y a mí. Sé que será igual con los demás. Recurramos a esa fuerza puede venir de cualquier parte: algún paraje africano o europeo, algo enterrado por los indígenas en suelo cubano, lo que esconde Olokún en el fondo del océano, lo mejor de la historia de esta isla. Donde sea, tomemos las energías que nos ayuden a resistir, a perdurar.
Estoy de acuerdo con usted, en la desesperación, dolor, rabia, etc, que hemos vivido los cubanos todos desde fuera del país. En su enfoque y descripción de lo sucedido, creo le faltado una parte importante del cuadro.
La violencia desproporcionada que se ha estado potenciando desde el exterior, los montajes y mentiras, los vándalos dentro de las manifestaciones con un odio y violencia destructiva apoyados y arengados por odiadores profundos……..y que me dice usted del pedido de intervención que se convirtió en clamor de la comparsa manipuladora y odiados…..
Creo que esto, se le olvidó incluir en su preocupado artículo. Por supuesto, Entre cubanos, debemos recalcar alto y claro, que el cubano que pide en nombre de su cuestionada libertad, la invasión de un gobierno extranjero en su país, no debe llamarse cubano…….