Desde hace años evito películas y series que recreen los horrores de la esclavitud. Pueden ser magistrales, como 12 Years a Slave, de Steve McQueen, pero laceran demasiado. Reavivan la rabia, además. Y ya contamos en el día a día con suficientes agresiones sufridas por unos y otros, para encima ir de buen grado a buscar una dosis extra de dolor al cine.
La rabia, en demasía, puede quemarlo todo, de paso aniquilándonos. A menos que, como recomendaba la sabia Audre Lorde, aprendamos a hacer de nuestras furias una sinfonía. No hay que desdeñarlas, negarlas, ignorarlas. Debemos reconocerlas en nosotros y utilizarlas para impulsar nuestra lucha y supervivencia. Pero no hemos de permitir que la rabia nos domine, anule nuestra voluntad y razón propias, nos paralice y nos prive de la posibilidad de actuar.
Por eso dosifico mi exposición a situaciones y escenas que puedan galvanizar mi rabia y llevarla a niveles que me resulte casi imposible manejar. Las películas sobre la esclavitud vierten en puñados granos de pimienta sobre la herida —que antaño solía también aplicarse sobre las heridas producidas por los latigazos para “curar” la carne esclava.
En ocasiones resulta tan intolerable presenciar las más crudas escenas, que se vuelve imposible apreciar su calidad como desearía. ¿Cómo seguir mesuradamente una trama que pudo muy bien haber sido la historia de quién sabe quién en mi propia familia? Aquellas violaciones de mujeres esclavizadas, los latigazos restallando sobre las negras espaldas, los gritos, las miradas de impotencia y rabia, el dolor, la resignación en cada gesto… Lo siento como si me ocurriera a mí porque, aunque no deseemos admitirlo, la memoria de la carne es real; nos acompaña y acompaña a nuestros hijos como acompañó a nuestros padres y abuelos.
No es una cuestión de empatía. Siento mi historia. Sentir, que es mucho más que el mero conocerla. Por eso me pregunto para quién se producen esas películas y series que tanto se esmeran en mostrar meticulosamente lo más terrible de la esclavitud.
No es algo que ocurrió a cuerpos ajenos al mío. Es el fenómeno degradante que inaugura la experiencia afrodescendiente en las Américas, aquello que ha determinado la discriminación contra el negro desde entonces hasta nuestros días. Dudo, por eso, que esté ese tipo de películas destinado a un público negro, que no necesita la hiperrealista reproducción de la deshumanización infligida a nuestros antepasados para comprender nuestra historia porque, a fin de cuentas, seguimos viviendo su reproducción y, en el mejor de los casos, sus consecuencias en el presente.
Me pregunto si se espera que esas representaciones tan esmeradas de la trata trasatlántica de africanos y la esclavización en estas tierras nos convenzan de contentarnos con una liberación inacabada —perseverante anhelo de élites productoras y guardianas del ideal de la nación única e indivisible, originalmente concebido desde Europa.
Tampoco puedo dejar de preguntarme qué sucede dentro de la psiquis y la carne del público no afrodescendiente que desde el sillón ve sucederse cuerpos negros torturados y deshonrados, uno tras otro, ad libitum. ¿Cómo viaja el dolor de una piel a la otra, en particular cuando un color y otro siguen aludiendo, hoy como ayer, a la supremacía y la desposesión, el acoso y la opresión? ¿Qué sienten y piensan los espectadores blancos hoy frente a las imágenes de la absoluta subyugación de los negros?
Con esas preguntas rondándome me dispuse a ver la primera temporada de la serie Kindred, que hace pocos días apareció en Hulu. Inspirada en la novela homónima (1979) de la escritora afroamericana Octavia E. Butler, la serie nos vuelve acompañantes de los múltiples viajes que la joven escritora Dana hace entre su presente en Los Ángeles y el de sus antepasados, en el siglo XIX, en una plantación de Maryland.
Aunque, desafortunadamente, la serie se aleja de la trama original y se pierde en meandros poco convincentes, desprovistos de la cautivante consistencia que hace de la novela de Butler una indiscutible obra maestra, de alguna manera permanece en la versión que por estos días ofrece Hulu el cuestionamiento acerca de la pervivencia de estructuras y experiencias que comúnmente se creen relegadas a la era colonial.
Butler buscaba acercarnos a la comprensión de que, quiérase o no, en las Américas negros y blancos están de una forma u otra emparentados. En la novela, Dana está casada con Kevin, un joven blanco, y el matrimonio navega o naufraga en el vaivén de la protagonista entre el pasado y el presente.
En la serie, la relación entre ambos es mucho menos formal. Son solo una pareja que se construye y deconstruye a medida que avanza la trama. Los jóvenes tienen que repensarse racialmente en su vida presente y en relación con sus respectivos antepasados y los espacios y grupos sociales en que se desplegó su existencia: blancos y negros, esclavistas y esclavos. Del ayer al hoy permanecen el ejercicio de la supremacía blanca y sus efectos.
Mientras leemos la novela y vemos la serie, continúan asediándonos las preguntas: ¿Cuánto perdura en Dana de su tatarabuela Alice Greenwood, violada por el amo, Rufus Weylin? ¿Hay, además de la historia oficial de la que las vidas de nuestros ancestros esclavizados son escamoteadas, otras formas de memoria que permitan la recuperación de estas ausencias? ¿Cómo acceder a ellas? ¿A través de la sangre, la carne, el inconsciente?
Para aproximarse a esas interrogantes, Butler acudió a la ciencia ficción: el cuerpo de Dana escapa de su control y se ausenta de su realidad, siempre que Rufus, dueño del cuerpo de su tatarabuela Alice, corre peligro de muerte. Dana es forzada a acudir al llamado de Rufus y socorrerlo, garantizando que los cuerpos de sus tatarabuelos se encuentren, se acoplen —aun si es bajo la fuerza del uno, sin el consentimiento de la otra— y con ello se materialice la línea paterna y finalmente la vida de la protagonista.
Los vericuetos de la historia que se revelan a través de cada “viaje” a la plantación decimonónica refuerzan la idea de que la actual existencia de Dana, y de toda persona afrodescendiente, es resultado de un cúmulo de grandes y pequeños actos de supervivencia, emprendidos por nuestros ancestros para que hoy podamos ser. Actos silenciados y escondidos, inadvertidos, olvidados.
Somos lo imposible, lo inimaginable para nuestros ancestros: vendidos, masacrados, mutilados, despojados de toda humanidad. En el mundo presente, nuestra existencia puede interpretarse como sobrenatural —conducirnos sutilmente a esta comprensión demuestra la genialidad literaria de Butler.
Es una pena que la serie no consiga transmitir la inquisitiva precisión desplegada por la escritora en su novela. Pero tampoco sorprende. Detrás de cada narrativa hay que preguntarse para quién se escribe. En el caso que nos ocupa, ¿para quién escribía Octavia Butler? ¿Para quién ha sido concebida la versión producida por FX, disponible en Hulu? Lo que nos regresa a mi pregunta inicial: ¿Para quiénes son producidas las recreaciones contemporáneas de la esclavitud? (O no tan contemporáneas, si recordamos que los relatos antiesclavistas del siglo XIX más difundidos en Latinoamérica no cumplían más función que avanzar las agendas de las élites criollas enfrascadas en conseguir mayor autonomía de la metrópoli colonial y la abolición de la esclavitud).
Tenemos en Cuba el paradigmático caso de Domingo del Monte y sus acólitos y su bien programada producción de narrativas antiesclavistas, que no estaban precisamente destinadas a demostrar la deshumanización del negro. Este, desde la perspectiva de los Del Monte y los suyos, no era realmente un ser humano y su presencia en el tejido social cubano constituía un obstáculo al progreso nacional. Los verdaderos móviles tras el abolicionismo de estos patriarcas y sacarócratas cubanos han sido demostrados, aunque no debidamente reconocidos.
Existe una película en la que la necesaria deconstrucción de la historia cubana nos es presentada, El otro Francisco, realizada por Sergio Giral en 1974. Varias obras de Giral, uno de nuestros mejores cineastas y quien debería recibir más atención, son incluidas dentro de la producción cinematográfica conocida como “negrometraje”.
En boga en los años 70 y principios de los 80, este tipo de películas producidas por el Icaic recreaban situaciones y personajes negros antes del triunfo de la Revolución, con énfasis en el tratamiento brutal que entonces recibían, maniqueamente posicionado en contraste con la liberación que el nuevo poder revolucionario les otorgaba.
Sin embargo, las películas de Giral (Cimarrón, Maluala, María Antonia), junto con los documentales de Nicolás Guillén Landrián (Coffea Arabiga, Los del baile, En un barrio viejo) y Sara Gómez (Guanabacoa: Crónica de mi familia, Iré a Santiago) despuntan dentro de esa tendencia por la problematización de las dinámicas sociales y raciales que introducen.
En años más recientes, corresponde mencionar los documentales de Gloria Rolando (Los hijos de Baraguá, Oggún: un eterno presente, 1912: voces para un silencio, Diálogo con mi abuela).
En la cinematografía de estos realizadores negros, el negro cubano es agente de su propio destino y sus vidas no son desdibujadas ni manipuladas bajo perspectivas simplistas. Al contrario, el centro de la atención no está en la deshumanización a través de la maquinaria esclavista, sino el esfuerzo de las personas negras por conseguir la liberación propia. Es decir, mientras el discurso generalizado insiste en colocar la agencia emancipadora en proyectos originados dentro de propuestas políticas, sociales, económicas e ideológicas que no se centran en la experiencia del negro, otras voces enfatizan la resistencia y la acción ejercidas por el sujeto deshumanizado, desde sí y para sí.
En el último Festival de Cine Latinoamericano de La Habana se rindió homenaje a Landrián. Sus obras como la de Sara Gómez y los documentales de Gloria Rolando son en ocasiones proyectadas. Pero el tipo de mensajes que sus obras trasmiten debería trascender el espacio de la muestra o el homenaje efímeros.
Ha de promocionarse más este tipo de creaciones en la isla, sea cual fuere el medio: literario, cinematográfico, en las artes visuales o el performance. Es decir, abrir la perspectiva sobre la experiencia afrodescendiente más allá de la visión predominantemente blanca sobre vidas que solo han podido materializarse a contracorriente, a pesar de formas de opresión sistémica que no han desaparecido y nos vuelven sobrevivientes.