“El racismo no cree en cuentos de hadas”, escribí meses atrás cuando la exactriz Meghan Markle, duquesa de Sussex tras contraer matrimonio con el príncipe Harry, se quejaba con Oprah Winfrey de sus amargas vivencias como mujer mestiza dentro de la familia real británica.
Aquí estamos otra vez, repitiéndolo. Solo que en esta ocasión me encuentro casi al unísono con dos narrativas que, de muy distinta manera, nos hacen pensar en la experiencia de la mujer negra, más allá de las pimentadas intrigas palaciegas.
Por un lado, regresan las aventuras y desventuras de Meghan Markle, contadas por los propios duques en la serie documental Harry & Meghan, bajo la dirección de Liz Garbus y disponible en Netflix. Por el otro, The Woman King, película épica que recrea las hazañas de las Agodjie, un regimiento femenino formado en el siglo XVIII en el reino del Dahomey, famoso por su invencibilidad en todo el África occidental.
Dirigido por Gina Prince-Bythewood, el filme no atempera el coraje y la violencia de las también conocidas como las Amazonas dahomeyanas, quienes se enfrentan y vencen ejércitos de hombres, negros y blancos, bajo el mando de la temible generala Nanisca (Viola Davis). Son ellas quienes, en The Woman King, aseguran la soberanía del reino africano.
Para los entusiastas de las historias de la realeza británica, los ocho episodios de Harry & Meghan revela los detalles del acoso mediático, la traición del padre y la medio hermana de Meghan; mientras ella era abandonada a su suerte y hasta tratada con desdén o ignorada por su familia política. Es la gran batalla a librar, la que acaparará la emoción del espectador, porque todo relato de príncipes y princesas sigue más o menos la misma estructura.
En el primer capítulo los enamorados cuentan que se conocieron por Instagram; en el último, son padres de dos principitos Windsor: un niñito pelirrojo que corretea por los bien cuidados jardines de mansiones californianas y una bebita de ojos azules —los mismos de su abuelita Diana, nos asegura Harry. La familia ejemplar se muestra en paz, rozagante y liberada, en su nueva vida lejos de la corte de la difunta Elizabeth II.
Los cuentos de hadas tienen siempre un final feliz, quieren que creamos (y muchos seguramente se lo creen). Hay príncipes azules, damiselas inconsolables, malvados muy poderosos; pero al final triunfa el amor y todos acaban sonrientes y lozanos, en medio de espacios tan pulcros y radiantes como ellos. Y eso puede pasarle a cualquier muchacha. No hay que ser ni noble ni británica ni blanca para conseguirlo. Tampoco se precisa asistir a ciertas fiestas o coincidir en espacios selectos. Basta con tener una cuenta en Instagram para que la magia pueda ocurrir. Eso podría elucidarse de la leyenda de Meghan y Harry. Netflix aprueba.
Además, quieren que nos quede claro que los héroes de la miniserie, los duques de Sussex, han sido muy valientes frente a los villanos: los medios, secundados por los parientes traicioneros en una y otra rama de la familia. Meghan asegura entre lágrimas que en algún momento quiso morir; tanta era la perfidia de sus enemigos. Pero juntos y muy enamorados, corajudos y bondadosos, nuestros duques han salido victoriosos. El bien siempre se impone al mal. ¡Creamos!
La docuserie apenas complementa la entrevista con Oprah Winfrey de marzo de 2021, también difundida por Netflix. Ya entonces estábamos llamados a sentir lástima por la acongojada duquesa. Cuando relató cómo la familia real llegó a alarmarse por el color de piel que podría tener el primogénito de los duques. Por supuesto que se siente indignación. En mi caso, sería la que me provoca todo acto de racismo. Pero no he podido identificarme con Meghan Markle, que es duquesa y cuenta con el apoyo de amigos como Oprah Winfrey, que la entrevista y casi llora con ella, y Tyler Perry, que le presta su propiedad en el exclusivo enclave californiano de Montecito.
La cuestión racial está constantemente presente tanto en la entrevista con Oprah como en el serial Harry & Meghan, donde la duquesa reflexiona sobre sus persistentes intentos por “encajar” dentro del mundo de la realeza británica: “Quería que se sintieran orgullosos de mí. Quería ser parte de la familia”, reconoce. Pero en el intento descubrió el terror que es infligido a ciertas mujeres, que no “encajan” nunca.
Meghan se sintió negra solo al convertirse en duquesa. De madre negra y padre blanco, la piel de la duquesa es clara, el cabello siempre desrizado —solo de niña y adolescente y en par de escenas domésticas aparece natural— y, con el maquillaje apropiado, sus rasgos faciales no denotan su afrodescendencia.
Se confiesa en el documental que los productores no la reconocían como mestiza, pues parecía una muchacha californiana pecosa que había tal vez tomado demasiado sol. Meghan dice que solo una vez escuchó que su madre, Doria Ragland, era insultada por ser negra; mientras ésta reconoce que debió haber conversado antes con su hija acerca de las agresiones públicas que comúnmente recibimos las mujeres negras.
Una cosa es saberse “minoría” —afirma la duquesa— y otra ser tratada como tal. En fin, que Meghan Markle no había experimentado lo que significa socialmente ser negra —condición a la que se refiere como “minoría”— hasta que la realeza y la prensa británicas se lo hicieron comprender. Llorosa, una y otra vez se pregunta por qué.
Y yo me pregunto: ¿Por qué no? El racismo que alcanzó a Meghan al esforzarse en ser incluida dentro de una institución que lleva siglos funcionando como pilar y símbolo del privilegio europeo y exclusivamente blanco es experiencia cotidiana para cualquier mujer negra en Occidente. Pero Meghan no aparenta saberlo, Oprah parece olvidarlo y Netflix se esfuerza por ocultarlo. Reconocer la extensión del racismo estructural sobre todos los aspectos de nuestras vidas no está en la agenda de Montecito. Es demasiado peligroso.
Hasta el momento en que entró en Buckingham Palace del brazo de su príncipe de sangre azul, Meghan había sido una mujer afrodescendiente a quien su intenso mestizaje había ahorrado la experiencia del racismo. Es parte de su privilegio, al que hay que adicionar el que le proporciona su condición económica.
Por su actuación en la serie Suits cobraba 50 mil dólares por capítulo. Meghan Markle sería, según se cuenta, encontrada por su futuro esposo en la gran feria de Instagram, pero tampoco era una muchacha pobre. El noviazgo y casamiento han engrosado considerablemente su fama y capital: la pareja ha recibido entre 100 y 150 millones de dólares en un contrato multianual de producción con Netflix. Su privilegio va siempre en aumento.
Por su parte, la monarquía inglesa solo hizo lo que siempre ha hecho, mantener su status de inalcanzable exclusividad reforzando sus fronteras. Los privilegios de Markle no bastaban para hacerla merecer una silla dorada dentro de uno de los más antiguos y resistentes bastiones de la aristocracia europea; lo más blanco de lo blanco, podría decirse.
Pero la duquesa, insistía: ¿Por qué? ¿Por qué, incluso cuando ella hizo cuanto estuvo a su alcance para no llamar la atención, amoldando su conducta y apariencia, vistiéndose con colores que no la hicieran destacarse dentro de la foto de familia con su príncipe? Meghan quería diluirse, confundirse entre la parentela. No se lo permitieron y eso motivó su frustración.
Llora; el mundo debe correr a socorrerla y, de paso, contribuir con el capital de los duques, ahora que han dejado de ser mantenidos por la Corona, pues en 2020 renunciaron al tratamiento de alteza real. 100 millones… No se me hace fácil simpatizar del todo con la Meghan que gime solo porque no pudo mantener su personaje dentro de un relato que la excluye. Aquel cuento no era el suyo ni fue inventado para que ella “encajara” en él; sino, precisamente, para que gente como ella ni soñara con infiltrarse.
Es la diferencia entre una princesa y una reina. Y no pienso en Elizabeth, sino en la Nanisca, The Woman King. La reina que domina su territorio, y es por consiguiente dueña de su propia narrativa: no implora lacrimosa desde los márgenes que la dejen entrar. Ella se abre paso sirviéndose de su musculoso cuerpo y un machete afilado.
Avanza, decide, ejecuta. Una reina no busca encajar, ser aceptada, mucho menos diluirse. Nanisca no es la acompañante de un monarca que empuja una puerta para que ella haga su entrada, aunque sea efímera, en los espacios prohibidos del privilegio absoluto. The Woman King comanda a igual nivel que un rey. Es el suyo un poder mantenido por ella y su ejército de mujeres.
The Woman King es guerrera. ¿Y Meghan? Puede que lo sea, a la manera de las princesas trémulas. Sus lágrimas valen 100 millones, que no es poca cosa. Pero no me parece que sea una opción llorar por lo que no me dan, porque no quiero que me otorguen nada como premio a esfuerzos por difuminarme en un grupo que me rechaza. Un rechazo cuyos hilos se entretejen con el secuestro, la deshumanización y comercialización de mis ancestros africanos.
Lo que deseo, lo lucho yo. Con mi poder, que llevo dentro y solo yo puedo ejercer.
No pocas críticas ha recibido The Woman King. Atraen particularmente mi atención las que se extienden sobre el inexacto tratamiento que se da en la película a la participación de los africanos como suministradores de material humano al comercio trasatlántico de esclavos. Varios artículos se refieren a la pertinencia o no de mencionar tal realidad.
Como demuestran los celosos investigadores, The Woman King no es siempre fiel a los hechos que con tanta dedicación y pasión historiográfica han sacado a la luz. Pero, al mismo tiempo, me pregunto por qué he leído tan poco acerca del efecto en las espectadoras negras de la representación de estas poderosas mujeres que vencen batallas con la fuerza de sus cuerpos guerreros.
Historiadores y críticos interpretan The Woman King como si hubiera sido producida solo para ellos; como si ellos y la gente como ellos fueran el único público posible. O, al menos, el público por excelencia. Nunca nosotras, las mujeres negras.
No se piensa en nosotras cuando se piensa en el público. Ningún relato es —se supone— concebido para nosotras, ni siquiera cuando lo escribimos, actuamos, producimos y dirigimos las mujeres negras. A nosotras no suelen vernos; y es por eso que, cuando de lo más oscuro, cuando menos se nos espera, aparecemos, atacamos y triunfamos como lo hacían las Agodjie del Dahomey en lo más tupido de la noche africana, nadie entiende, nadie quiere ver.
Harry & Meghan es un cuento de hadas; The Woman King, una cinta épica, el relato de la guerrera.
En la historia de los duques de Sussex, el sistémico racismo sufrido por millones de mujeres negras es eclipsado por la contradictoria frustración de una muchacha mestiza cuando no le permitieron hacer realidad su sueño de un mestizaje absoluto, la utópica desaparición como por arte de magia de todas las diferencias.
En cuanto a The Woman King, ha sido el impacto que en las mujeres negras ha podido tener la recreación de la las guerreras dahomeyanas lo que se minimiza y escamotea, esperando quizá que un día olvidemos y no se nos ocurra creer que contamos con historias de mujeres negras poderosas y vencedoras.
Los guardianes de la ortodoxia académica nos alertan que hemos de mirar The Woman King con sumo cuidado porque la historia relatada no es completamente real. Como si no hubieran sido harto manipuladas las vidas de las negras por esa misma historia que tanto se afanan en salvaguardar intacta. Como si la ficción no fuera indispensable para la supervivencia de nosotras, las nunca vistas.
Yo, en cambio, sugiero que utilicemos todo el cuidado al consumir cuentos de hadas como Harry & Meghan, que no nos autoinvisibilicemos buscando insertarnos en un mundo en el que no se nos espera así, como somos, guerreras.
Excelente reflexión. Debería reproducirse en todos nuestros medios. Pero dudo que suceda.