¿Llegaremos a olvidar el 2020? Puede que hoy la mayoría no lo crea posible, pero yo no estoy tan segura. El ser humano es capaz de adaptarse a todo, hasta a su propia desaparición; y esa ha sido una de las enseñanzas del año que recién —parece— ha terminado.
¿Qué fue? ¿Qué todavía es?
El año de la muerte y la rebelión. De la pérdida. El de la soledad. El de los obstáculos. El del fin que no es el fin, parecía repetirnos cada día del 2020 Nicolás Guillén Landrián desde su escalofriante lucidez. Cada día, se ha sumado una nueva aventura sobre otra desventura hacia lo más recóndito de la complejidad humana; y para que no lo olvidemos ahí está Netflix —almacén de sueños y desidia en este año tan pero tan pero tan (decida usted el adjetivo). Vea, si acaso desconfía de su memoria, Death to 2020. Encontrará allí algo: la saga del murciélago de Wuhan, Brexit y el linchamiento de George Floyd junto al triunfo de la película Parasite en los Oscars, las protestas y las contraprotestas, los incendios forestales y los muertos y los que desafiaron al virus porque no podían de ninguna manera dejar de ir al bar de la esquina o a hacer compras en Walmart, mucho menos llevar una máscara, limitar sus pasos, permanecer encerrados. Ahí están por supuesto Trump, Biden, Giuliani y Kamala Harris, la reina de Inglaterra y Meghan la mestiza, con su príncipe pelirrojo… Falta, claro está, mucho de lo ocurrido en África, América Latina y el Caribe… mas no lo notaremos porque ya estamos acostumbrados: es sólo una travesura más de Netflix —con algo de humor, además, que buena falta que nos hace en estos días. Tampoco hay por qué inquietarse, Telesur, CCTV y RT ya han seguramente resumido el año a su manera.
Mas, al final, después de los recuentos, ¿Dónde han quedado archivadas heridas y cicatrices? Cicatrices, para quienes gocen de un buen metabolismo emocional. Porque a la mayoría se nos ha ido el año de herida en herida, una sobre otra, sin tiempo para la cicatriz. Y así llegamos al final. O lo que deseamos marcar como el final. Los días de los parabienes, las fiestas y regalos, el champagne o el puerco asado, o el champagne con el puerco asado y el ron y las cervezas y los amigos y la familia junta y borracha y cantando karaokes. Esperando, deseando, inaugurando: dos semanas entre Navidad y Día de Reyes.
Algunos, digamos que los más arriesgados o afortunados —tal vez sea lo mismo una u otra cosa— se atrevieron a viajar y hasta volaron a abrazar a sus familias. Parece, a juzgar por las fotos de las celebraciones cándidamente depositadas en Facebook e Instagram, que era posible hacerlo sin incrementar los contagios ni provocar más muertos. Yo no sé. Yo debo ser muy cobarde o será que presto demasiada atención a las noticias; incluso si algún que otro día me levanté creyendo que lograría viajar a buscar abrazos en alguna ciudad donde hubiera alguien dispuesto a ofrecerlos. Hasta los vuelos de JetBlue revisé y a punto estuve de teclear y teclear y no parar hasta verme montada en un avión, entre las nubes. ¡Qué emoción! Otra vez. Como antes de… y era ese el momento de cerrar la laptop y entretenerme en otra cosa; quizás, mirar por la ventana para tropezar como siempre con las calles vacías, el tráfico desganado, los pocos transeúntes apurándose o volviendo de hacer las compras, alguna pareja paseando el perrito o un bebé dentro del coche. Con prisa o sin ella, todos encogidos; si alguno sonríe, nadie va a enterarse, con la boca tapada iban, van. ¿Cómo comprar un billete a La Habana, París o Berlín, Dakar, Porto o Reikiavik si la mera imaginación de la sala de espera de un aeropuerto —o lo que recuerdo de ellas— me hace temblar de miedo, cuando sólo subir 90 millas del centro de Philadelphia hasta el centro de New York asusta?
Para los cautelosos como yo las noches de Navidad o fin de año han estado vacías de abrazos. Con suerte, una llamada por Zoom o WhatsApp; cenas solitarias. En algún momento de la noche, habremos recordado lo que han sido los últimos doce meses. Volví entonces a verme ser tantas personas diferentes de una semana a otra. Fui muchas que nunca imaginé sería. Alguna vez choqué o tropecé y me rompí las rodillas, pero me levanté y hubo hasta quien allí estuvo para ayudarme a recuperar la postura. A su vez, otros han caído y yo he estado allí para ellos. De eso se trata, en fin de cuentas: solos o acompañados, en casas de campo o apartamentos de ciudad, en las playas, hospitales o haciendo colas en los aeropuertos: estamos. Hemos sobrevivido lo que sea que fue el 2020. O es. El tiempo es inconmensurable —esa es otra lección del año—; y a estas alturas no me parece ya que algún valor tengan las fechas y las horas: es sólo tiempo escurrido, ¿cómo saber si de veras hemos dejado atrás el 2020? ¿Qué lo garantiza, sino un calendario creado por humanos tan imperfectos y perfectos como nosotros —los que han terminado por acostumbrarse tanto al exterminio como al autoexterminio?
Lo único irrefutable es que estamos aquí. No hemos sobrevivido, exactamente, porque continuamos haciéndolo. Es un work in progress, que en modo alguno culminó el 31 de diciembre a las 11:59 pm. con el estallido de los fuegos artificiales y el atoro con doce uvas; con los abrazos y las lágrimas de los suertudos, valientes o sentimentales; el cubo de agua lanzado desde el balcón, el muñeco de trapo quemado o tras darle la vuelta a la manzana con una maleta vacía.
Así es que, sonriamos, que todavía siguen las cámaras prendidas; y, si el mismísimo 31 hubiésemos mirado al cielo, nos habríamos encontrado con una luna llena inmensa, vigilándonos, comprobando qué hemos hecho de todo lo que nos ha enseñado el año. Porque hoy llevamos máscara, pero algún día la podremos dejar en casa y, nuevamente, dar gracias no sólo con la mirada y hasta volver a besarnos en las esquinas, esperando el cambio de luz de los semáforos. Volveremos a sonreír en plena calle.
Escuchaba justo el supuesto último día del 2020 “Smile”, la canción de Chaplin, John Turner y Geoffrey Parsons, que todo aquel que sepa con mayor o menor acierto solfear cualquiera de las tres claves ha versionado alguna vez. Pude haber pasado el día entero escuchando lo mismo a Nat King Cole que a Michael Jackson, DJavan, Nana Mouskouri o Sun Ra interpretando la misma canción; pero al cabo de hora y media me aburrí y comencé a incorporar otros temas que ya no guardaban ninguna relación con el original, pero conservan el mismo espíritu de supervivencia (con sonrisa incluida). Quedó de la suerte un playlist en Spotify; y como son estos tiempos raros y los solitarios no tenemos otra cosa que hacer que compartir la soledad o la sonrisa escondida tras la máscara, como no hubo esta vez regalos para dar o recibir, aquí les comparto el playlist —en modo colaborativo para que otros solitarios se sientan libres si se les antoja añadir las canciones que se les ocurran, las que mejor les ayuden a continuar sobreviviéndo, sean o no versiones de “Smile”.
En cualquier caso, ido o no el año en que, tal vez, hayamos aprendido a vivir de otra manera, quede aquí la sonrisa que nadie verá, una tras otra las canciones, un mantra para continuar, quizás.