No creo que en La Habana sepan de qué hablo cuando hablo del otoño. Allá el calor es siempre más o menos el mismo; de enero a diciembre, apenas un par de semanas para vestir el suéter ligero, una fina estola sobre los hombros. Pero, donde vivo, por estas fechas cada día descubrimos que algo va cambiando: el sol parece más bajo y menos intenso, el verde luce ya exhausto, rojo amarillentas las hojas del roble, urgido es el brincoteo de las ardillas, desesperadas por aprovisionarse antes de que sea demasiado tarde, nos petrifique el frío, parezcamos muertos. Aunque quizás siempre lo hemos estado y solamente insistimos en hacer como que vivimos, olvidadizos de que es morir nuestro único destino.
Mas no podemos seguir ignorándola.
Ahí está la muerte afuera, en la calle, sobre cualquier superficie que toquemos, guindando de la brisa; correctivo escupitajo de la naturaleza directo a nuestro rostro, instalándose en los pulmones, doliendo, tumbando.
Cae el otoño, the fall, the falling fall. Como todos los años: viento, lluvia, hojarasca y frialdad (en cualquier orden). Este otoño, sin embargo, la caída parece mucho más perentoria. Definitiva, incluso. No sabemos dónde caeremos, pero guardamos la certeza de que después de noviembre ya no seremos los mismos. En realidad, llevamos tiempo dejando de ser los mismos. Rompiéndonos y reinventándonos. O tan sólo rompiéndonos más y más. Constantemente. De mes en mes.
Ya nadie se acuerda de los planes que tenía en febrero. Yo creo —solamente creo— recordar que, en el transcurso de ese febrero que nunca sucedió, pensaba comprarme un reloj suizo que en su publicidad prometía cambiar para siempre mi interpretación del tiempo. Mas llegó marzo, hubo que esconderse. Los días, las semanas y los meses se escurrieron sin hacer ruido. Ya ni contamos: se reserva la utilización de los números para mantener el registro de los muertos, los enfermos, los sobrevivientes.
Es posible que fuera también durante aquel febrero inexistente que nos entretuvimos en trazar planes para visitar Bahia, luego Rio. Aquellos tiempos en que planificábamos, seguros de que el día siguiente estaría siempre esperándonos con su fastidiosa carga de rutinas y responsabilidades. Pero no hubo ni Rio, ni Bahia. Ni La Habana. Ni siquiera New York, a sólo dos horas de casa por carretera. Tampoco hubo día siguiente, pues desde marzo todos los días se repiten idénticos. Hemos llegado a añorar las rutinas. Rio quedó reducida a unas playlists en Spotify y para alcanzar San Salvador tuvimos que conformarnos con improvisar una moqueca de camarão —con mucho aceite de palma— mientras mirábamos la última nieve caer sobre el río; pidiéndole a Ochún que le dijera a Yemayá que aunque este año posiblemente me quedaría debiéndole la visita, que me comprendiera, que nos enviara salud.
Los amores que nacieron en febrero tal vez, insospechadamente, hayan conseguido durar hasta hoy. ¿Pretenden acaso sobrevivir? Amores arrogantes que aspiran a contar con la perfección de las cucarachas, capaces de amanecer tan frescas y curiosas como siempre incluso el día después de una explosión nuclear.
Ni siquiera hemos precisado de una explosión nuclear. Sólo de un virus, invisible y certero como nuestra terquedad y la avaricia, suspendido en el aire a punto de ser respirado; nos diezma, hasta ahora invencible.
Últimamente me demoro más dentro del bosque, intentando recoger, ¿quién sabe para qué vida del día después?, la humedad y la nube, la brizna, el picoteo de un remolón pájaro carpintero. Imperturbable, la naturaleza sabe que nos sobrevivirá. Poco le importa que caiga el otoño. Es sólo otro más. Que caigamos nosotros tampoco importa. Somos sólo una civilización cualquiera.
Perpetua itinerante. He pasado mi vida buscando y al mismo tiempo dándole la espalda al hogar, que tras tantos años saltando de un continente a otro llegué a creer que solamente existía allí donde estuvieran mis libros. Durante las transiciones —todas las transiciones— los libros permanecen en cajas selladas con tape. Y es así como, al perderlos de vista, me pierdo yo también. Se disloca mi brújula —otro objeto inútil del 2020. ¿De qué vale orientarse cuando no queda ningún sitio al cual escapar? El hogar ya no es el espacio que contiene mis libros, sino la madriguera dentro de la que permanecemos acosados por el miedo.
Miedo. De existir alguna, sería esta la emoción característica del 2020. Pero no es democrático el miedo. No se reparte entre todos a partes iguales. Hay quienes lo han perdido y se lanzaron a las calles clamando justicia, un orden mejor. Otros lo nutren con creciente ansiedad según pasan los meses y resulta evidente que este mundo tiene que cambiar. Es precisamente del miedo al cambio que estallan los gritos, la histeria y la violencia de quienes esperan que alguien venga a interrumpir el paso de la historia y vuelva America Great Again. La última palabra del lema de los encabritados lo explica todo: “again”. Un retroceso. Lo verdaderamente desesperante, sin embargo, es que la oposición tradicional no consigue ofrecer respuestas mucho más esperanzadoras. Persiste, tanto en republicanos como demócratas, el miedo a los cambios radicales. Algo parecido me sorprendió leer hace un par de semanas en el New York Times: un artículo donde se reconocía que no era necesario esperar por las medidas que pudiera tomar un nuevo inquilino en la Casa Blanca para realmente disminuir la fractura social. “Las comunidades progresistas pueden actuar ahora. Que consistentemente fallen en hacerlo, hace preguntarse si realmente creen en expandir oportunidades y promover la justicia social o si se trata, solamente, de hablar, de twitear”.
Liberal y tolerante y limpio y organizado es el prístino suburbio de New England en que vivo. Escondrijo conveniente para educar a mi hijo sola y con un presupuesto limitado —pensé al llegar aquí hace 15 años. Mis vecinos —80% blancos y algo como el 60 % de ellos, me atrevería a decir, nacidos y criados en New England— no saben nada de mí; y yo tampoco me he esforzado en que lo hagan. Creo, sin embargo, conocerlos bastante bien. Deje usted escaparse una tarde cualquiera en la lectura de “The Swimmer”, y allí tendrá con pelos y señales descrita la vida de mis vecinos. Más de cincuenta años atrás escribió John Cheever este cuento, pero es la misma vida suburbana —entonces, hoy, inmutable: palabra favorita de mis vecinos. Imagino que todo lo que le piden a su Dios de los domingos es mantener en paz el mundo, que se circunscribe a su mundo, que no va más allá de los bien trazados límites del pueblo.
Durante el verano, mientras ardían las ciudades y no era a causa del calor sino de las protestas contra el sistemático abuso policial sobre los que no cuentan con el privilegio de ser blancos, mis vecinos seguían su rutina: disciplinados hacían cola en Wholefoods para comprar tofu y huevos orgánicos y cortaban el césped puntualmente cada fin de semana. Algunos plantaron frente a sus casas un cartelito “Black Lives Matter”, que tal vez miren con satisfacción cada tarde, mientras esperan dentro del Prius los segundos que tardan en elevarse las puertas automáticas del garaje. Continuaban los esposos preparando el barbecue, bajo la apaciguadora luz de New England, en la silenciosa tarde dominical. En familia, me los tropezaba en el bosque, recorriendo las veredas diligentemente patrulladas por un carro de la policía municipal. Lentos. ¿Se aburrían? Por aquellos días, la gente enfurecida por el impune linchamiento de George Floyd no daba tregua a la policía de Philadelphia, Chicago, New York, Portland, Minneapolis, Los Ángeles, San Francisco, Washington DC… Pero en mi suburbio ningún auto ardió. Intactas permanecieron las vitrinas de todos los comercios. No entendí entonces por qué los administradores de Wholefoods ordenaron a sus empleados proteger el cristal de las ventanas con tablones, que ni con nocturnos grafitis fueron mancillados.
Algunas familias negras también viven aquí.
Y unos cuantos latinos.
Y asiáticos y africanos.
No es fortuito: con cierta reputación cuentan las escuelas públicas del distrito y por eso nosotros, los llamados people of color, venimos a parar aquí, esperando garantizar la buena educación de nuestros hijos. Y bajamos la cabeza y pagamos los impuestos —los más altos de la región— resignados o felicitándonos: aquí estamos, en el plácido suburbio. A salvo, creemos.
Pero no hay salvación posible en ninguna parte y por eso corría yo desaforada por el bosque sin apenas mirar a nadie. Mi aliento, sólo para las bestias, me repetía, una y otra vez dándome de bruces con el carro de la policía. Lentamente siempre. Espantando ardillas.
Yo corriendo con ellas.
Sin aliento.
“Breathing into the Chaos” (Respirando dentro del caos), titulé el curso que enseñaba en aquel febrero que no fue. Había escogido ese título en septiembre del 2019, meses antes de que fuera cocido el mortífero e invisible ente en Wuhan. Me proponía, con aquel curso, entre charlas y lecturas hacerles comprender a mis estudiantes cómo en el Caribe hemos estado siempre buscando formas de existir, dentro de un mundo que nos dice que no nos comportamos según se espera de los ciudadanos de las naciones supuestamente “normales”; cómo nos ingeniamos aquellos a quienes Hegel relegara fuera del “teatro de la Historia Universal”, los pueblos irracionales y caóticos, para mantenernos a flote. ¿Cómo vivir al margen de la Razón?
No recuerdo si eran de Maryse Condé, Díaz Quiñones o Glissant, de Benítez Rojo o Jamaica Kincaid los textos que estudiábamos cuando apareció marzo y, según empezaba a arrasar el virus, se nos prohibió regresar a la Universidad. Hubo, en muy pocos días, que recomponer los programas de clase, cambiar lecturas y exámenes. Sin inspiración alguna, inventar o bregar con lo que había, como dirían cubanos, puertorriqueños.
Todos ahora, caribeños o no, conminados a respirar dentro del caos —y con máscaras.
Todos, caribeños o no, conminados a aprender a vivir de otra manera, que nadie sabe cómo es.
No hay directivas.
No hay un guión.
No hay líder a quien seguir aun si desconfiamos de sus palabras.
Nada ni nadie.
Sólo el virus; y nosotros, todos, sobreviviendo como podemos.
Una pandemia, global por definición, requiere que sus soluciones sean también globales, que vengan de todas las maneras de pensar posibles. Inventar, bregar, se débrouiller… No otra cosa hemos siempre hecho en el Caribe, tomar de aquí y de allá y reacomodarlo, zurcirlo, reinventarlo. Caníbales inveterados, como para la poesía de su isla clamaba Suzanne Césaire.
Pero, aunque contemos con experiencia caníbal, tampoco creo que esté entre nosotros la receta; porque ya no hay más recetas.
Para mis cursos, he prometido escoger títulos más alegres en el futuro. Si queda futuro —oigo una voz que me dice. Pero yo me inclino a pensar que sí; como sea que vaya a terminar esta transición, más allá del color que puedan tener los días de noviembre: respirando dentro del caos, pudiera ser.
El caos, como la muerte, ha permanecido aquí siempre, ante y dentro de todos nosotros.
Poco antes del confinamiento, también en aquel último febrero que ya nadie recuerda, bajé a New York a ver una exposición de Gerhard Richter en el MET Breuer. O el antiguo MET Breuer, pues ya desde entonces se sabía que lo iban a cerrar. ¿Ven? Desde antes de la pandemia, ya estábamos cerrando, ya estábamos muriendo, ya se había desencadenado esta caída.
Richter sabía bien eso, que vivíamos en la muerte. Que éramos todos fantasmas y cuánto nos pide la muerte es escuchar el mensaje que, dadivosa, nos trae. Es el mismo mensaje que emana del inextinguible silencio de las sombras, en lo profundo del bosque, el verde rodeándonos, amenazante, protegiéndonos. No sé, creo que Nina Simone, como Richter, supo escucharlo. Cada cuál a su manera y siguiendo los dolores propios, la furia personal, pero sabían, pero nos advierten: todo tiene que cambiar.