Ventisca en Filadelfia. Todo blanco, frígido y desierto afuera. Adentro, el runrún de la calefacción será la única traición a la calma, como no me decida a levantarme y preparar el café. Eso sí sería una nota discordante. Mi café y yo, tan negros, tan excitada yo y excitante él. ¿qué hacemos en medio de la ventisca?
No es ni siquiera la peor. Más de 15 años llevo cada invierno recibiéndolas, resistiéndolas, jurando que esa sería la última, finalmente resignándome y en alguna que otra ocasión incluso disfrutándolas, a pesar de mí misma.
La primera vez que mi cuerpo se descubrió masivamente rodeado de nieve fue en una estación de esquí en los Alpes. Mucho más joven y aventurera de lo que ahora soy, y todavía creyente en las letras de los boleros, pensé que podría aprender a esquiar. Si tanta gente parece gozar de la nieve, ¿por qué no yo? No duré más de 20 minutos en la clase. Al tercer malogrado intento en frenar antes de terminar con la nariz incrustada en un montículo de nieve, me levanté resuelta, entregué los esquíes al instructor —un muchacho delicioso, por cierto— y bolerísticamente le dije que no, que yo no entendía la nieve, que mi especialidad era el mar, el Caribe, para ser precisos. Que ni la pureza del aire en la montaña, ni el sol fogoso sobre la blanca infinitud, el entusiasmo de los experimentados esquiadores y ni siquiera él, tan devorable, me convencían. Y con la misma y sin mirar atrás, así, como buena protagonista de boleros, me alejé rumbo a la cabaña de madera donde gasté el resto del fin de semana durmiendo y bebiendo chocolate.
Sigo siendo caribeña. A las olas me las conozco, cada especie, tamaño y peligrosidad, con sólo escuchar su vaivén; puede que aún quede algo de veneno de medusa en mi savia vital, escondido debajo de un órgano, en algún pliegue del intestino; sé cuando quedarme a jugar con las corrientes de las seis de la tarde o, respetuosa, alejarme de ellas. Conservo el sabor del mar siempre bajo la lengua. Mas es cierto también que ya no me intimidan las tormentas de nieve. No he regresado a una estación de esquí ni me regocijo con la llegada del invierno. Una nevada sigue siendo un fenómeno ajeno a mi naturaleza; sin embargo, sin ser experta, ya las voy conociendo. Comprendo, por ejemplo, por qué es indispensable saber apreciar las diversas texturas de la nieve, el ritmo de los copos al caer en pausa o acelerados, interpretar el sentido del remolino y del hielo desgajándose del tejado, la engañosa presencia del sol; en fin, todos los peligros y placeres reales o imaginarios de la nieve. Muchos inviernos —hasta que mi hijo creció y pudo empuñar una pesada pala— fui yo quien sacaba la nieve de mi acera y mi garaje. Llegué a jugar con él en el patio nevado y juntos nos dejamos caer en un trineo que también él me convenció de comprar, colina abajo. Tampoco me fue siempre posible evitar conducir bajo una ventisca.
No imaginamos todo lo que somos capaces de hacer en los más impensables escenarios. Sobre todo, los emigrados. Para nosotros lo más saludable es no considerar nunca como definitiva ninguna estación de nuestro peregrinaje.
Pero aquí está ahora la nieve cayendo insistente desde ayer y decidida a seguir haciéndolo tal vez hasta mañana. Me encojo de hombros y bajo a la cocina a preparar al fin ese café. Permaneceré sin embargo todo el día acurrucada, mirando la nada blanca a través del cristal de mi ventana. Esta vez puedo abandonarme a la duermevela sin que pese sobre mí el recuerdo de la responsabilidad ciudadana: palear la nieve una vez la tormenta agotada. Me he mudado a un edificio y ya la nieve en las calles puede ser para mí sólo paisaje.
Inmóvil ante la ventana. No me da por limpiar, cocinar lentos potajes o desaparecer dentro de Instagram revisando horóscopos. Ni siquiera enciendo la radio, ritual de cada mañana. Quiero pensar que el mundo, como mi calle, se han paralizado al menos por un día: que los ejércitos no se mueven ni en ofensiva ni en retirada, las bombas no son lanzadas, el nivel del mar no sube más ni arden nuevos bosques, no crece la inflación, las puertas de las cárceles se abren, los vendedores del mercado regalan sus mercancías a la gente que de otro modo volvería a casa con las bolsas vacías y los pasaportes dejan de ser exigidos para atravesar fronteras. Tengo por supuesto los ojos cerrados, pero si los abro mi paisaje seguirá siendo el mismo: la nieve acumulándose sobre los tejados de la ciudad, tapiando el horizonte.
¿Por qué entonces el mundo no podría también mantenerse inmutable, aunque sea por unas horas?
Vuelven a cerrárseme los ojos y pienso en los chinos. Acerca de ellos leía hace poco que, de tanto inventar, se han sacado ahora un nuevo estilo de vida, tang ping, o “echarse en el suelo”. Es una filosofía de vida minimalista que exhorta a mantenerse de manera regular en una especie de dolce far niente, no agotarse en el cumplimiento de esos largos y sustanciosos proyectos con los que rellenamos nuestras vidas, a alejarse de la competitividad. Ni estudiar, ni graduarse, ni casarse. Trabajar lo estrictamente necesario para sobrevivir. Y, muy importante, limitar el consumo: mientras menos se cree necesitar un objeto o un servicio, menos recursos se necesitan para ir de paso por el universo, que es lo que en fin de cuentas hacemos al vivir.
La moda ha prendido con fuerza fundamentalmente entre jóvenes —que no cargan todavía, y probablemente nunca lo hagan— con el peso de una familia sobre sus hombros. Y esto ha enfurecido a las autoridades, que reconocen la defección de estos jóvenes de la maquinaria laboral y consumista como un fuerte desafío a la fórmula de prosperidad exitosamente implementada por el capitalismo chino actual: “trabajar fuerte, casarse, tener hijos”. No hay sociedad que se mantenga si su pueblo, particularmente la juventud, se abstiene de participar en los sistemas de producción y reproducción mercantil y moral.
La rebeldía de los proponentes del tang ping es absoluta. No son manejables por el poder porque han disminuido al máximo posible la dependencia del mismo: viven con lo puesto, la ambición de acumular es nula, los temores de la suerte también se reducen considerablemente. Y ya se sabe que un pueblo sin miedo es el peor enemigo de un gobierno autoritario.
Abro otra vez los ojos y sigue todo igual y sonrío porque soy afortunada en contar con este espacio y este tiempo para permitirme flotar, siguiendo el revoloteo de los copos blancos. Una mujer negra detenida, disfrutando del blanco espectáculo: todo un lujo.
La gente supone que las negras hemos de estar siempre en acción: trabajando, educando, criando, luchando, resistiendo, incluso bailando y cantando o corriendo, o saltando vallas y lanzando jabalinas y pelotas, sí, pero en todo caso entregadas a algún tipo de actividad. Como si sólo dos poses parecieran naturales en nosotras: dobladas bajo el peso del trabajo o con un machete en alto desafiando amos; esclava o rebelde o, a veces, mártir. Nunca serena, creyéndonos o haciendo creer que el Universo también a nosotras nos ama. Como si el ocio y el descanso no compaginasen con el color de nuestra piel. De hecho, de incurrir en ellos, aparece inmediatamente el espectro de la vagancia. No luce del todo correcto que una negra ostente feliz su tranquilidad, echada sin hacer nada sobre una tumbona en la arena o sin motivo ni pena balanceándose en su sillón tras el almuerzo. Alguna sospecha levantamos, alguien se preocupa.
Cada vez que visito el Museo de Bellas Artes en La Habana permanezco algunos minutos ante dos de mis obras preferidas de la colección, “La siesta” de Guillermo Collazo y “Todo lo que Ud. necesita es amor” de Flavio Garciandía. Me apaciguan, me arrancan el cuerpo y se lo llevan lejos: quiero esta allí, adormilada junto al mar o feliz sobre la yerba. ¿Podrían imaginarse a las modelos de estos cuadros como sendas mujeres negras? Pero, ¿es que acaso recuerdan haber visto muchas imágenes de mujeres negras flotando en paz?
Me agarro entonces a las pinturas de la artista negra Uver Solís recreando mujeres negras leyendo, en el baño, recostadas a la baranda de un balcón; porque mi siesta y mi calma son en realidad posibles. Aun más, son necesarias. Las reclaman mi cuerpo y el de mis madres y tantas mujeres negras antes de ellas; comenzando por las africanas secuestradas y arrastradas hasta estas tierras para trabajar sin descanso, cuya sangre aún fluye dentro de mí. Porto su fatiga centenaria y mi descanso complace a sus espíritus, donde quiera que estén. Y con esas negras ancestrales en mente regreso a las tranquilas autorrepresentaciones de María Magdalena Campos-Pons, porque no es necesario siempre empuñar un machete para hacer cimarronaje. También vale elevarse y flotar y en una inmensidad azul y sin testigos desparecer para ser entonces un poco más una misma.
Pero lo cierto es que no son esas imágenes de la mujer negra en calma las que abundan. Tal vez, porque el mundo en movimiento no está concebido para ofrecernos paz. Su movimiento no está precisamente orientado en el mismo sentido de nuestra existencia. Hay que moverse, dicen todos: la sociedad, la familia, y hasta una misma —las voces se nos han colado dentro, son ya internas, y ni cuenta nos damos de cuándo empezó todo, quién empujó por primera vez nuestros cuerpos. No importa si es a favor o en contra de lo que sea. Sólo hay que moverse. Hacer algo.
Pero hoy no. Yo hoy no quiero hacer. Sólo ser. Frente a la ventana. Literalmente, “mirando y dejando”. Prestando atención a mis ritmos internos, a ver qué descubro. Con los ojos cerrados. Sin noticias ni boleros. Sin ojos y sin pensar.