Europa muere. ¿O ya está muerta y sólo asistimos al último pataleo del ahorcado? La invasión rusa de Ucrania y el posicionamiento internacional en torno al conflicto; la crisis energética y la inflación galopante en todo el continente, atravesando océanos ya; el incremento del poderío político de los partidos de extrema derecha; la extensión y proliferación de huelgas; el rechazo a la migración; la intolerancia. Por doquier, el desastre es inminente.
Europa se deshace y no me alegra, no sólo por las consecuencias globales que acarrea; sino porque, además, ¿a quién no le gusta Europa? Es lo que nos han enseñado. En la gradación de humanidad inventada e implementada globalmente por los propios europeos, lo de ellos es —según ellos mismos han decidido y nos han inculcado— lo máximo. Aunque no sea cierto y lo impugne.
En las Américas nací y me educaron. Cómo interpreto el mundo es en primera instancia determinado por esa cosmología europea. Cimarrona, puedo resistirme e intentar escapármele, pero es lo que ha sucedido. Así, cuando en la juventud descubrí Berlín, Praga, Madrid, quedé fascinada; y no más pisar París en 1993, quise quedarme a vivir allí para siempre. Migrar a Nueva York me pareció entonces una mala jugada del destino. Ya no: me encanta volver a las grandes ciudades europeas; pero, mucho más, regresar a este lado del Atlántico, incluso con todo lo terrible que esto implica, de un extremo al otro de las Américas: nuestra injusticia, las desigualdades, el racismo, la avaricia, la violencia, en resumen, el quítate-tú-pa-ponerme-yo tan nuestro. ¿Realmente? ¿Nuestro?
Porque, ¿de dónde nos llega nuestro desbarajuste si no es de la vieja Europa?
Lo bueno y lo malo. Y tal vez la disyuntiva se vuelve aún más evidente en un sitio como Viena. Ciudad pequeña y bien cuidada. Tan hermosa como rebosante de contradicciones. Con unos 400 kilómetros cuadrados y poco menos de dos millones de habitantes, Viena es en su parte antigua un río de callejuelas sinuosas que lo mismo te acercan que te alejan del Danubio, sin percatarte, obnubilada saltando de un palacio barroco a una pared romana, una iglesia gótica, arquitectura Art Nouveu, diseño Art Deco. Capital durante cinco siglos del Sacro Imperio Romano Germánico, tanto como hogar de una antiquísima y resistente, poderosa comunidad judía. Persecución antisemita y progroms, no se olvide; y delicados valses danzados sobre el mármol infinito, de un palacio a otro. Freud, padre del psicoanálisis, Sissi, ídolo de quinceañeras, Klimt y Schiele, maestros del simbolismo y el expresionismo modernos. De un barrio a otro. Mundanos y genios. Felices y torturados. La rancia aristocracia imperial y la también rancia existencia de una multitud famélica, penosamente sobreviviendo en los arrabales de la majestuosa ciudad. Un imperio ni se construye ni se mantiene sólo: exige la sangre de sus súbditos; ese amasijo de alemanes, checos, húngaros, eslovacos, croatas, eslovenos, polacos, serbios, italianos; todos diferentes, todos juntados por la miseria inapelable; y el odio, a veces, otras, el amor. Desde hace tantos siglos, confluyendo y excluyéndose mutualmente las más diversas etnias, culturas y lenguas de lo que más o menos ha sido con cierta regularidad considerado como Europa, en el centro mismo del continente: Viena.
No es entonces por accidente si, por los 1900, en Viena estaban concentradas, listas a explotar, las fuerzas más radicales que determinarían la experiencia moderna. No es tampoco una casualidad si en las mismas calles por la misma época surgieran y se discutieran las más importantes tendencias científicas, políticas y culturales del momento, del socialismo al psicoanálisis, mientras se iba de una guerra a otra, desaparecía la dinastía de los Habsburg y se creaba la república austríaca. Fueron también aquellos los años en que contó Viena entre sus vecinos al joven Adolf Hitler, quien intentara infructuosamente ser admitido en la academia de Bellas Artes, pero se confirmó antisemita en la ciudad —según admitiese en Mein Kampf— antes de migrar a Alemania en 1913. Pasaría entonces desapercibido, pero no lo será al regresar, vitoreado como Führer del Tercer Reich, en fecha tan temprana como marzo de 1938.
Camino hoy por Viena y los espectros permanecen. Todos y todo: lo bueno y lo malo. El gran desbarajuste europeo de principios del siglo XX sigue ahí, bestia agazapada. Siento la misma Europa que ha tratado tantas veces ya de recomponerse, está a punto de volver a explotar; posiblemente haciéndose añicos en esta ocasión. ¿Qué mejor escenario entonces que Viena para encontrar desplegado lo más poderoso del drama europeo? Y, habiendo sido impuesta la cultura y el pensamiento europeos sobre todo el planeta, también nuestro drama.
Mas no se me reveló revisando la historia de la ciudad, ni recorriendo palacios y castillos; no fue degustando una sacher torte en un elegante café ni en la Ópera ni en los Jardines del Belvedere; no se me dibujó en los destellos imperiales —que emanasen de los diamantes de la corona del último imperio católico o del penacho de plumas de quetzal de Moctezuma, ambos atesorados legítima e ilegítimamente en regios palacios vieneses. La revelación se me hizo posible, en cambio, en el subsuelo del edificio Secession, sede del movimiento fundado por Gustav Klimt y sus allegados al separarse del academicismo vienés, en 1897. “A cada época su arte, al arte su libertad”, reza la inscripción a la entrada del espacio de exposiciones dedicado al arte moderno, al ser fundado y hoy a la creación contemporánea. En 1902, los artistas secesionistas concibieron una exposición en homenaje a Beethoven, para la cual Klimt creo un friso, considerado una de las obras maestras del Art Nouveau vienés.
¿Quién no ha escuchado la Novena Sinfonía de Beethoven? Por lo menos en alguna ocasión, sin querer, en un ascensor o un aeropuerto, vagamente… La melodía nos acompaña siempre, la tarareamos, sin siquiera percatarnos de ello. Sin embargo, no creo haberla escuchado jamás de la manera en que lo hice en el sótano de Secession: verdaderamente, calándome hasta el tuétano: vibrando yo, llorando, esperando, ¿qué? Un milagro, sin dudas.
Fue allí que sentí toda la magnitud del caos que vivimos, a un tiempo que lo aceptaba y, de alguna manera, me reconciliaba con Europa. Sí, yo, mujer negra cubana, hija no deseada de Europa —no olvidemos que mis ancestros fueron traídos a América para que trabajaran y procrearan otros negros que a su vez trabajasen y, una vez inservibles, desaparecieran—, yo me encasqueté los audífonos y me perdí de la mano de Beethoven, según se desenrollaba en mis oídos el cuarto movimiento de su Novena sinfonía y, ante mis ojos, el friso de Klimt. Como un todo inseparable. Los acordes de la orquesta, las voces del solista y el coro, los rostros y el simbolismo de las figuras de pintadas en las paredes.
El friso está animado por el espíritu de la Secession: es una poderosa teatralización acaparando todos los sentidos, destinada a trasmitir la desesperación humana que embargaba al europeo al cruzar el umbral del siglo XX. Y la espera de un milagro. El mismo milagro que inconscientemente esperaba yo: el milagro de la felicidad, buscada por la humanidad según lo representa Klimt a través de un grupo de genios flotantes que recorren todo el friso, desafiando monstruos y la amenaza constante de nuestros instintos destructivos —la ambición, la impudicia, la lujuria, la gula— escoltados por la enfermedad, la muerte y la locura. Pero luchan los hombres y las mujeres, y vencen. El arte es arma aliada, para que al final el triunfo se consagre a través del abrazo sublime, “El beso del mundo entero”, según la “Oda a la alegría”, de Friedrich von Schiller, que versionada por Beethoven domina el último movimiento de la Sinfonía. ¡Euforia! No sé si bailaba o flotaba, con el coro último, yo, cuya mera existencia es precisamente un indicio de la muerte de Europa. Pero me dejé arrastrar por aquel abrazo al final del friso que sentía también creado para mí, convidándome.
Combinados, el fresco de Klimt y la Novena de Beethoven se esfuerzan en defender un proyecto humanista que, cuando es realizado el fresco, ya tambaleaba. Han pasado dos guerras mundiales originadas en Europa, genocidios, la deshumanización y expoliación de poblaciones enteras, y otros tantos desastres en todo el planeta —que hoy se incrementan peligrosamente— llevándonos a la dolorosa convicción de que aquella forma de humanismo no es más operante. Se impone uno nuevo. Habrá que encontrarlo, crearlo. ¿Lo conseguiremos? ¿Servirá de algo el arte? ¿Podremos fundirnos en el abrazo final, panaceico? ¿Está proyectado para reunirnos a todos o sólo a unos escogidos? ¿Nos alcanzará “la alegría, chispa divina”?
La creación moderna concebida por los secesionistas se inspiraba en el concepto de Gesamtkunstwerk (obra de arte total), persiguiendo el ideal de permear todas las esferas de la vida con el arte. Y allí sigue. El arte envuelve. Salva, pero también pierde. La Novena de Beethoven es tal vez la obra que mejor refleja las ambivalencias del humanismo europeo. Registrada como patrimonio mundial de la UNESCO, es el himno oficial de la Unión Europea —por estos días languideciente— en la interpretación del austríaco Herbert von Karajan, afiliado al partido nazi desde 1935; mientras, en 1974, el gobierno apartheid implantado en el actual Zimbabwe (entonces Rodhesia) usó el cuarto movimiento como himno nacional; y Leonard Bernstein condujo la sinfonía en el Muro de Berlín, celebrando su derribo en 1989. Reclamada con igual solemnidad por víctimas y victimarios, pacifistas y beligerantes, todos juntos y revueltos y al mismo tiempo unos contra otros, al unísono creyendo que salvaban la Humanidad. En su tiempo, Richard Wagner, el antisemita alemán nacido en un barrio judío, y Gustav Mahler, el judío austríaco convertido al catolicismo, propusieron ambos sustanciales arreglos a la sinfonía del sordo Beethoven; sus interpretaciones fueron esenciales para Klimt durante el proceso de concepción del fresco. En definitiva, todos Wagner, Malher y Klimt, compartían la misma veneración musical por Beethoven y coincidían en la defensa del concepto de Gesamtkunstwerk. Fue de hecho en Viena que Beethoven estrenó su Novena Sinfonía, en mayo de 1824; y la versión de Malher abrió la exposición secesionista de 1902 donde se exhibía el fresco de Klimt.
¿Caos o cosmos? Debía entonces suceder allí mi reconciliación con Europa, con su grandeza y monstruosidad. Tenía que alcanzarme ahora, al borde del gran desbarajuste —tal vez final; porque no creo que lo que hoy conocemos como Europa dure mucho más. Hemos llegado demasiado lejos en nuestra irrespetuosidad de la vida humana, esa que justo debía fulgir al centro del humanismo moderno. Me ocurre ahora, sacudidos como estamos por guerras y desidia, temerosos del mañana, cuando un proyecto de humanidad está a punto de colapsar. En el centro de Europa, en la vieja y contradictoria Viena, en aquel sótano, entre Klimt y Beethoven, una tarde lluviosa en que lo mejor que podía ocurrirme era sumergirme en la esperanza, aunque sea infundada. Oasis en mitad del caos. Todavía, esperando el milagro.