Volviendo a ver Milagro en Milán (Vittorio de Sica, 1951), una de esas joyas del cine que llaman “pelis viejas”, recuperé una escena casi olvidada. Entre la tropa loca de pobres que piden sus más secretos anhelos a una santa patrona, unos enamorados que nunca se hablan, ella blanca y él negro, cruzan sus deseos, de manera que ambos cambian de color al mismo tiempo. La parábola de la pareja transracial parece decirnos que el amor no requiere volverse igual al otro, porque ambos van a seguir siendo distintos; radica más bien en la unión de seres diferentes.
Además de su imaginación delirante, esta comedia clásica del neorrealismo impresiona como una gran caricatura mural de la sociedad italiana. Terratenientes, policías, burócratas, y un contingente frondoso de pobres; desde pícaros y muchachas inocentes, hasta burgueses en la ruina que siguen creyéndose superiores, pasando por líderes sindicales y guapos de barrio. Cada uno con su modo de pensar y hablar peculiares.
Ese habla, sus diversos discursos, son el espejo de representaciones y autopercepciones, y también de alienaciones.
Un espejo como ese entre nosotros es el léxico que recoge las diferencias de color de la piel, forma y color del pelo, de los ojos, y otros rasgos fisionómicos asociados a las llamadas “diferencias raciales”. Atendiendo a la combinación de estos rasgos, el Premio Nacional de Ciencias Sociales y destacado antropólogo Jesús Guanche, reunió hace casi tres décadas un repertorio de 20 fenotipos cubanos extraídos del habla popular, muestra de que el racismo se manifiesta de la manera más cruda en las expresiones cotidianas:
Negro-azul (piel muy morena y mate; pelo muy rizado y negro; ojos negros); color teléfono (piel muy morena y brillosa; pelo muy rizado; ojos negros); coco timba (piel muy morena; pelo muy rizado, como granos de pimienta y separados entre sí; ojos negros); cabeza de puntilla (piel muy morena, pelo muy rizado y negro; ojos negros; prominente dolicocefalia); negro (piel canela de variada intensidad; pelo rizado y negro; ojos castaño oscuro o negros); moro (piel morena, pelo poco rizado y ojos negros); mulato (piel canela de variada intensidad; pelo rizado y negro; ojos castaño oscuro o negros); indio (piel canela o bronceada; pelo lacio muy negro y brillante; ojos negros y rasgados por pliegue epicántico); mulato chino (piel canela o canela clara; pelo algo rizado; ojos negros rasgados por pliegue epicántico); mulato color cartucho (piel canela clara; pelo poco rizado y negro; ojos castaño oscuro o negros); mulato blanconazo (piel canela muy clara; pelo ligeramente rizado y castaño o negro; ojos castaños o negros); trigueño (piel bronceada; pelo algo rizado y negro; ojos negros); jabao (piel canela u ocre; pelo rizado y amarillo; ojos castaños o verde claro); colorao (piel rojiza y pecosa; pelo rizado u ondulado y rojizo; ojos castaños); chino (piel amarillenta; pelo muy lacio y negro; ojos negros rasgados por pliegue epicántico); blanco (piel clara; pelo lacio u ondulado, y ojos castaños o negros); rubio (piel clara; pelo lacio u ondulado y amarillo; ojos verdes, azules o castaño claro); blanco orillero (connotación de “marginal” o de “mestizo”: piel clara resistente al sol; pelo ondulado o rizado, negro; ojos castaño oscuro o negros); blanco lechoso (piel muy clara y pecosa; pelo lacio u ondulado, castaño claro; ojos castaños o negros); albino (piel despigmentada; pelo rizado o muy rizado y amarillo claro; ojos claros).
“Todas estas denominaciones pueden tener, de acuerdo con el contexto, una connotación afectiva o despectiva” [Jesús Guanche, “Etnicidad y racialidad en la Cuba actual”, Temas, # 7, jul-sept, 1996].
Prohibir esos fenotipos llamados raciales que “todo el mundo usa” entre nosotros podría resultar estéril e incluso contraproducente. Como ocurre a menudo con muchas cosas mandadas a quitar con la mejor intención. Digamos, la pregunta sobre raza o color de la piel del censo de 1970, para evitar, supuestamente, que esas diferencias se perpetuaran en prejuicios y estereotipos racistas.
Lo que quiero decir es que proscribir discursos de sesgo racista, sexista, homofóbico, que devalúan a los guajiros o a la gente pobre, en espacios públicos, no basta para que estos tiendan a desaparecer, por desuso. La experiencia acumulada demuestra más bien que estos discursos sobreviven con buena salud en comunidades de todo tipo, grupos y redes sociales reales (menos visibles que las digitales), espacios informales como son la mayoría de los privados, generacionales y familiares, en los cuales lo correcto-incorrecto se redefine según códigos asumidos. En esos intersticios, que abarcan al conjunto de la sociedad real, las virtudes sociales y las alienaciones cohabitan.
Si fuera poco, la propia norma aceptada o considerada correcta puede resultar problemática. Por ejemplo, cuando promueve prácticas tales como que se llame “marginales” a los pobres y su cultura, que los coloquialismos de origen africano se califiquen de “jerga” y “mal uso del idioma”, que las personas con ciertas características sean clasificadas como “minusválidas”.
¿Qué hacer con el discurso donde se replican esos veinte sintagmas del habla popular? ¿Es posible exorcizarlos de su carga alienante, negativa? ¿Hay manera de lidiar con ellos sin pretender ignorarlos o directamente proscribirlos, sin reforzar su arraigo y proliferación? Para lo que nos interesa aquí y ahora: ¿puede el arte contribuir a manejarlas de una manera inteligente y convertirlas en puertas que faciliten el acceso a una toma de conciencia social crítica, generada desde abajo, no desde arriba?
A partir de todo lo anterior, quiero apenas esbozar tres problemas.
Primero: ¿podemos fomentar y producir un humor antirracista sin haber comprendido las causas que reproducen el racismo aquí y ahora?
Una vez hice una serie de videos sobre el racismo, entrevistando a un grupo de antropólogos y activistas de Brasil, EE. UU. y Cuba. Sus análisis elaboraban un grupo de problemas acerca de la complejidad del racismo, su intersección con otras desigualdades (de clase, de género), su instilación en la cultura familiar y comunitaria, su trasvase no siempre visible a otras formas de exclusión cívica o política.
Cuando se lo mostré a un amigo dirigente, reaccionó diciendo que esos enfoques eran superficiales porque obviaban lo más importante: que la discriminación racial proviene de la esclavitud.
Naturalmente, le dije. Pero esa es también una manera simple de desentenderse del problema. Si lo reducimos a un rezago del pasado, una especie de enfermedad hereditaria, que nos viene de la barbarie de unos españoles ajenos a nosotros, ¿estamos entendiéndolo para transformarlo? ¿Puede eso explicar que siga ahí 140 años después de la abolición, de tres revoluciones que conmovieron las relaciones sociales y la política, de nueve generaciones de cubanos, de 65 años de educación socialista?
Para ser eficaz, el humor antirracista o anticolonialista no puede basarse en un mal del siglo XIX, ni en replicar a las contraculturas de los años 60, ni quedarse en la acción afirmativa (política de cuotas). Sino, más bien, ejercerse sobre ese racista y ese fan de lo americano que tenemos en las tripas. Extirparlo, a nombre de un nativismo propio de culturas originarias, en vez de transformarlo con los recursos disponibles hoy, es como querer librarse de una infección intestinal con purgantes que arrasan con el microbioma, esos bichitos que nos defienden de casi todas las enfermedades.
La experiencia con otras infecciones infantiles de nuestra cultura política e ideología nos demuestra que un paradigma eficaz para tratarlas no es la cirugía, los antibióticos o el condón, sino la vacuna. Una vacuna antirracista y anticolonial —para toda la población, no solo para la parte con síntomas— que el humor y otras artes pueden contribuir a aplicar, quizá de modo más flexible e inmediato que el propio sistema educativo, con recursos más eficaces y atractivos que las comisiones y conferencias académicas, que campañas y consignas promovidas una y otra vez arriba o abajo.
Segundo: ¿en qué medida un humor que aborde el tópico racial puede contribuir a tomar conciencia del racismo?
Como ocurre con tantos otros problemas en nuestra sociedad, economía, cultura, políticas, el estereotipo de vernos como “los raros” no sirve para pensarnos e imaginar alternativas.
Si uno busca “racismo en chistes” en Bing o Google, verá que es un tema debatido en Perú, México, España, Reino Unido, Colombia, ahora mismo. Si en algo nos diferenciamos en Cuba, es que no hay debates equivalentes en nuestros medios.
Según apuntaba hace poco una humorista mexicana, Mónica Escobedo:
Nadie ha hecho una rutina que nos haga pensar, que nos haga ver a nosotros mismos lo ridículo que es discriminar lo que sea… El humor corrosivo me hace mirar el racismo del que soy objeto; también el que ejerzo sin darme cuenta y el escondido racismo en el humor que no había visto.
Considerando la experiencia de esos comediantes mexicanos y de otros de EE. UU., el manejo del humor puede partir precisamente de hacer estallar los estereotipos sobre negros e indígenas. Justamente porque los ponen a prueba, en contraste con la sociedad real, a la manera, digamos, de Richard Pryor o Chris Rock.
Los tópicos para ese humor entre nosotros son legión. Los estereotipos y prejuicios que atraviesan nuestras vidas cotidianas, y que nos hacen comportarnos de maneras contradictorias, diciendo una cosa y haciendo otra; los hábitos mentales y respuestas prefabricadas de quienes dialogan sin muchas ganas, y atribuyen las líneas raciales de la pobreza a la crisis económica; los estereotipos sobre los barrios pobres y la idealización de los programas sociales como panacea; la manipulación del tópico racial por quienes lo halan a la brasa de sus agendas políticas antigobierno. Etcétera.
Tercero: ¿Qué y cómo aprender de nuestro legado cultural?
Pototo y Filomeno, Chicharito y Sopeira, La tremenda corte, son parte de ese legado, igual que el teatro bufo, las películas de Ramón Peón, las guarachas de Ñico Saquito. Pero una cosa es recuperarlos y otra reivindicar patrones estéticos y sensibilidades para hacer arte aquí y ahora. En especial, un humor que exorcice las representaciones estereotipadas.
Ese legado del humor cubano encierra, sin embargo, algunas lecciones útiles. Cuando oímos a Bola de Nieve cantar “Mesié Julián” o “Mamá Perfecta”, a Luis Carbonell declamar “Negra Fuló”, “Y tu abuela dónde está”, “Los quince de Florita”, y al propio Nicolás Guillén en “Negro bembón” y “Victor Manue tú no sabe inglé”, la tenue línea entre el humor desalienante y el estereotipo se hace muy nítida.
Esos mismos ejemplos parecen revelar que no se trata del tono humorístico ni de la carga negativa de temas y personajes, sino de la función desalienante del arte. Volvemos al problema central entre Alfredo Guevara y Blas Roca en 1963, sobre el sentido de exhibir películas como Accatone y Alias Gardelito, cuyos protagonistas son delincuentes, en lugar de héroes positivos. Si hablamos de un cine que no idealiza a sus personajes, sino revela sus enajenaciones, ¿por qué asumir que los espectadores son consumidores pasivos, ineptos para juzgar con su cabeza?
Esa función desalienante no consiste en retratar un mundo como debería ser, sino en facilitar que los espectadores juzguen por sí mismos los defectos de una sociedad que no se ha librado de la desigualdad y la injusticia, ni de las conductas enajenadas. De cierta manera (1974) y Techo de vidrio (1981), obras de dos cineastas negros y enfocados en esas desventajas, podrían servir de ejemplo sobre cómo atreverse a hacerlo bien, aun enfrentando censuras.
En un debate reciente dedicado a lo correcto y lo incorrecto en el humor, mencioné que comedias como La muerte de un burócrata (1966) y Aventuras de Juan Quin Quin (1967), exhibidas con gran éxito de público y crítica, hacían, en aquellos años tan difíciles y polarizados, un humor corrosivo con los defectos del aparato del Estado socialista y con la doctrina del foco guerrillero. Un veterano humorista me comentó, no sin un dejo de nostalgia, que aquellos fueron años gloriosos para el humor en el cine, como nunca después.
Valdría la pena conmemorarlo, diría yo, con obras que asuman a fondo ese legado.
Comparto plenamente la idea de que el humor puede ser un gran aliado para enfrentar las raices y las expresiones culturales del racismo, que lamentablemente muchas veces terminan por materializarse en conductas racistas y tributan a la permanencia, reproducción y naturalización del racismo.
Guillén tenia una comprensión muy clara de eso y utilizaba conscientemente el humor para enfrentar el racismo. Ademas de los poemas que mencionas es emblemático en ese sentido el soneto El abuelo.
Hace varios años hablé con un humorista muy popular , que había expresado en algún evento sus ideas sobre los límites permitidos por la corrección política para el humor, pero no se entusiasmó con mi propuesta por los problemas que pensaba podría ocasionarle.
Ojalá tu texto anime a nuestros humoristas a asumir el tema.