La primera visita a Cuba de una institución académica principal de EE. UU., como la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés), tuvo lugar hace en estos días cuarenta años.
A la cabeza de aquella delegación venía la la antropóloga Helen Safa, la segunda mujer elegida presidenta de LASA desde que se había creado la organización, dieciséis años antes. Helen era nada menos que la directora de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de la Florida en Gainesville, la principal universidad pública del estado, cuyo presupuesto lo aprobaba el gobierno local. Para colmo, Safa tenía “fama de izquierdosa”, como que la llamaban the Red Queen of Latin American Studies.
Pero eso de venir a Cuba no era solo un desafío a los poderes de Miami, sino de la propia Casa Blanca. Estábamos en el apogeo de las guerras centroamericanas, y de la ofensiva militar de la Administración Reagan contra Nicaragua, y las guerrillas salvadoreñas y guatemaltecas.
Un general nombrado Alexander Haig, canciller de los EE. UU., había dicho en público pocos meses antes que la solución de aquel “conflicto de baja intensidad”, según la jerga del Pentágono, estaba en “ir a la fuente” (going to the source); o sea, bombardear los aeropuertos cubanos desde los que, según ellos, salían las armas para los combatientes centroamericanos.
En privado, el general Haig le había dicho a Reagan, con una expresión usual entre los militares y políticos que hicieron la guerra de Vietnam, que a una señal del presidente, esos aeropuertos cubanos podrían ser transformados en “un parqueo” (a parking lot) por el poder de la US Air Force.
No era juego.
Conviene recordarlo, porque cuando algunos cronistas actuales evocan aquellos años en que nos dedicábamos a cavar refugios y hacer prácticas de milicia (la Guerra de Todo el Pueblo), parecería que se tratara de una política arbitraria (“una obsesión castrista”), dirigida a “distraer la atención de los problemas del país”.
Solo menciono, de paso, que vivíamos los años de mayor nivel de vida del socialismo cubano, cuando la presión migratoria provenía precisamente de haberse abierto un diálogo con la emigración, y de que irse y volver a cada rato era un nuevo horizonte. Y lo evoco, sobre todo, porque viene al caso para entender la clase de cuestarriba que el intercambio académico tuvo que enfrentar.
En otro artículo he contado parte de esta historia y de sus adalides. Académicos como el historiador Louis A. Pérez, el profesor de literatura Emilio Bejel, el economista agrario William Messina, la profesora María Cristina Herrera, el sociólogo Lisandro Pérez, debían defender los intercambios con Cuba en la capital del anticastrismo (Florida), por lo que sufrieron presiones de los poderes establecidos, amenazas, visitas del FBI, y una que otra bomba frente a sus casas; además del recelo de sus propias instituciones, de las que dependían sus empleos, y la subsistencia de ellos y de sus familias.
Luego vendría la Ley Torricelli (1992) con su política de dos carriles: bloqueo y “apoyar al pueblo cubano”. Este último consistía en una asistencia provista por “oenegés apropiadas, para apoyar a individuos y organizaciones que promuevan el cambio democrático no violento en Cuba”.
En ninguna parte la Ley mencionaba los intercambios académicos y culturales, ni una palabra sobre sectores de la sociedad cubana como los jóvenes, los artistas, los académicos, los científicos, ni tampoco a los periodistas o los militares. Pero la vieja idea de crearle turbulencias al gobierno cubano mediante la promoción de grupos anticomunistas beligerantes, violentos o no, hacía reverberar la imagen de los disidentes de Europa del Este y la URSS, agitaba el reciente escenario del derrumbe del Muro de Berlín y condicionaba un efecto psicológico de zanahoria tan dañino como el propio garrote, por la reacción autoinmune que suscitaba entre nosotros.
En efecto, en la resaca de la Perestroika, algunos en Cuba acuñaron y pusieron a circular el término “partes blandas” para identificar sectores supuestamente más vulnerables a la política de seducción del enemigo. Digo supuestamente porque, como se sabe, los que causaron la debacle del socialismo soviético no fueron precisamente estos sectores.
A pesar de un carril 1 reforzado por la llamada Ley Helms-Burton (1996), y del efecto autoinmune del carril 2, el intercambio cultural y académico contaría con cada vez más instituciones cubanas, como correspondía al principal puente de comunicación con EE. UU., su sociedad e instituciones no gubernamentales.
Una ojeada al estado de las relaciones en los años de Obama puede dar una idea precisa sobre su significado.
Solo en 2016, apenas el segundo año del proceso de normalización, el flujo total de artistas e intelectuales de ambos lados alcanzó una cifra superior a 5 mil. Instituciones de las Artes Plásticas, la Música, las Artes Escénicas, el Icaic, el ISA (hoy Universidad de las Artes), el Instituto Juan Marinello, se hicieron visibles del otro lado. Aunque el peso principal lo tuvo el sector privado de allá, instituciones públicas como Smithsonian, la Fundación Nacional para las Humanidades, el Kennedy Center y hasta el Departamento de Estado y sus programas culturales contaron con interlocutores en la isla. Ninguna de estas instituciones, de allá y de acá, se dedicaron a otra cosa que facilitar el encuentro entre artistas, interflujo que estaba ocurriendo desde años antes.
La actuación de Buena Vista Social Club en la Casa Blanca o los Van Van en un estadio de Miami, un partido de béisbol entre jugadores de los dos lados, o el otorgamiento de un Grammy a los Muñequitos de Matanzas no exigían subtitulaje ni traducción simultánea. Existe una intimidad entre nuestras culturas e historias.
El intercambio entre lo mejor del arte y la academia de ambas orillas tuvo un efecto estimulante en nuestra producción cultural, fortaleció la comunicación y le dio un impulso a la compenetración bilateral. En esa medida, contribuyó al entendimiento de la realidad cubana en el Norte, y viceversa.
En 2015-2016, las visitas de artistas e instituciones estadounidenses convirtieron el sector de la Cultura en el área más activa del entendimiento y el progreso de esas relaciones. Al mismo tiempo, nuevas universidades descendieron a la isla; entre ellas, muchas que no habían soñado con hacerlo, por sus presupuestos bajos, y por las condiciones impuestas en épocas anteriores.
Recorrer La Habana a pie, hablar con jóvenes cubanos, sentarse en el Malecón, tocar al país real en una etapa de transición, fue una oportunidad aprovechada por muchos estudiantes, así como para tender puentes por los que volver al año siguiente. Pareció entonces que al fin habíamos enterrado el hacha de la Guerra fría y su peor herencia: el legado de desconfianza.
No voy a repetir lo que pasó luego entre los dos países, y los costos que hemos tenido que pagar todos, estadounidenses y cubanos de aquí y de allá. La caída de los intercambios académicos y culturales, donde más se había avanzado, fue donde más se retrocedió. La noche del trumpismo más allá de Trump no solo enfrió el clima de las relaciones, sino facilitó que algunos especímenes tomaran vuelo; parte de una epidemia con características estacionales.
Como se sabe, la iniciativa estadounidense de normalizar relaciones trajo consigo un reflujo de la marea anticastrista, hasta en la capital de esa industria. Inversamente, el trumpismo fue un invernadero de especies mutantes, también en el campo de la cultura y la academia.
Artistas que habían cantado en la Plaza de la Revolución; cineastas que habían filmado marchas del primero de mayo en sus películas; profesores de filosofía marxista que invocaban a Rosa Luxemburgo y Haydée Santamaría; veteranos del ateísmo y el comunismo científico; exdirigentes de la FEU y la UJC; graduados de Periodismo, Comunicación Social, Derecho, Psicología, que defendieron sus tesis de licenciatura en universidades cubanas sin problema; que cuando los conocí trabajaban en medios, instituciones académicas y culturales; y que se fueron a becas en el extranjero con el respaldo de esas instituciones. Que no salieron de Cuba escapando de la represión por sus ideas políticas o religiosas, ni indultados después de haber sufrido prisión, ni se refugiaron en una embajada, ni agarraron un bote a medianoche, sino con una visa tramitada normalmente, muchas veces sin haber renunciado a sus trabajos, ni peleados con nadie. En todo caso, sin sufrir actos de repudio, ni huevazos, ni maltratos morales o físicos de ninguna índole, como les pudo ocurrir a otros. Tranquilamente, con un pasaje y por el aeropuerto.
En ninguna parte los llamarían exiliados, ni siquiera disidentes, me parece.
Nada más por ejercer el soberano derecho de haber renunciado a sus ideas anteriores, recapacitado, descreído de lo que antes creían, renegado de lo que hicieron y dijeron, por haber descubierto, ya mayorcitos, la maldad intrínseca no sólo del régimen y sus dirigentes, sino del sistema, una vez que pusieron agua por medio… Todo eso me parece, si no muy respetable en todos los casos, al menos aceptable, pues los seres humanos cambian, y tienen derecho a hacerlo.
Lo que resulta inesperado es que ahora se vuelvan contra sus antiguos compañeros, los llamen testaferros del régimen, intelectuales “autorizados a criticar de vez en cuando al sistema”, pero sujetos al férreo puño del oficialismo; agentes del gobierno cubano encargados de manipular los intercambios, de dejar fuera a quienes no critican la política de EE. UU., si no apoyan la continuidad del aislamiento y las sanciones; en fin, el bloqueo, como instrumento legítimo para “poner de rodillas al régimen”.
Lo que va más allá de las diferencias ideológicas y el respeto a la libertad académica y de expresión es dedicarse a envenenar a otros, que solo conocen de oído la Cuba de hoy y no están al tanto de la historia del puente armado a lo largo de cuarenta años, a base de buena voluntad y de acordar desacuerdos. El objetivo es que contribuyan a minarlo, a establecer requisitos y condiciones para la participación de académicos de toda Cuba, como si la red de controles financieros tejida por EE. UU. contra todo lo que diga “Cuba” pudiera permitirles ingresos en dólares y disponer de cuentas de banco, gestionar visas sin salir del país para participar en eventos en igualdad de condiciones, sin “privilegios” por vivir en Cuba y enseñar en “instituciones del gobierno cubano”.
Lo que va más allá de respetables diferencias es haber convertido algunos de los programas académicos establecidos durante décadas, por los que han desfilado antes intelectuales y artistas cubanos de todos los colores, en cotos de caza de esa clase de disidencia, más recalcitrante que ninguna anterior, privilegiada con el financiamiento de agencias dedicadas a promover el cambio de régimen, y cuyos nombres y fotos pueden encontrarse fácilmente en los sitios web de esas mismas instituciones como becarios, fellows, coordinadores de programas, etc.
A algunos de esos jinetes dedicados a tomar por asalto el intercambio académico los conozco personalmente desde hace tiempo, conservo sus cartas y mensajes afectuosos, con elogios al trabajo de la revista Temas y los debates de Último Jueves, invitándonos a participar en paneles y libros que estaban editando, interviniendo en debates e intercambios, así como, desde luego, los ensayos suyos que publicamos no hace tanto, y que siguen accesibles.
Una relectura de esos “antes y después” podría servir al menos para que otros, menos intoxicados, pudieran aportar la ecuanimidad y el sentido común necesarios para librar a instituciones y organizaciones académicas de EE. UU. de disputas ideológicas interminables y contraproducentes para todos.
A los cubanos de acá y de allá que defienden el intercambio académico y cultural les toca seguir fomentándolo, sin esperar a que se creen condiciones favorables. Hay mucha tela por dónde cortar, especialmente de nuestro lado, incluso si no ocurre un escenario político favorable ni aparecen mecenas que los promuevan.
Un diálogo entre cubanos de los dos lados resultaría inseparable del intercambio cultural y académico. A la inversa, quienes reclaman restricciones y condicionantes para el intercambio intentan convertir el debate de ideas en una ciénaga ideológica, adonde arrastrar todo diálogo y cooperación.
Veremos.
Excelente escrito..Están las palabras precisas . Muy valiente por demás. Considero importante su lectura desde todas las orillas.
Excelente, apena q los q más lo necesitan no lo vayan a leer.
Gracias
Que Intercambio cultural ni la cabeza de un guanajo? Comida es lo que le hace falta a este pueblo. Verdad que los izquierdosos se ponen de madre.
Me parece un magnífico artículo. Mis felicitaciones a este señor Rafael Hernandez. Ojalá muchos pensaran así para hacer de nuestra isla un país mejor para su gente(los de aquí y los de allá). El odio los está cegando es una lástima.
Pero los que confiamos en que un mundo mejor si es posible, seguiremos luchando.
En los años de ” mayor abundancia” ,Profesor ,fue los sucesos de la embajada del Perú y Heigh no estaba errado…o usted cree que si ??