Cuando tenía 21 años descubrí Juan de Mairena, de Antonio Machado, una mezcla fascinante de todos los temas (sociedad, política, cultura) y de áreas del conocimiento, como filosofía, literatura, arte, que más me interesaban. Ahora sé que la mirada múltiple de aquel profesor que conversaba socráticamente con sus alumnos, caminando las veredas del pensamiento crítico, me marcó para siempre.
En uno de sus pasajes más citados aparece la siguiente parábola. Dice Mairena : “La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Agamenón responde: “Tiene razón”. El porquero replica: “Ya veremos”.
Con un estilo epigramático frecuente en el libro, aparece ahí, como en una nuez, la vasta cuestión del conocimiento, el consenso, el poder y la jerarquía social. Quiero comentarla brevemente desde la perspectiva de una cultura política en transición.
Espacio conquistado
Dentro de poco se cumplen treinta años del estreno de Manteca, obra de Alberto Pedro en la que una familia cría un puerco en una bañadera y debate sobre el momento oportuno para sacrificarlo. La obra fue estrenada en el momento más tenso del Periodo Especial.
Si de crónicas de la realidad se trata, esta fue (o es) una especialmente trágica y audaz. Ya Pedro había escrito Weekend en Bahía (1987), sobre los desgarramientos humanos de la emigración, y luego Delirio habanero (1994), donde reivindicaba a una gran artista exiliada y a la música que nos une sin sensacionalismo ni gran resonancia de prensa extranjera, por cierto.
Todas sus obras se pusieron a sala llena. Recuerdo que vi Mar nuestro (1997), un drama épico en el que tres mujeres comandan una balsa, en el Mella, uno de los teatros más grandes de la capital. Manteca, que no ha dejado de ponerse dentro y fuera de Cuba, parecería tan actual como entonces.
La lista de obras y grupos teatrales metidos en honduras sociales y políticas ha sido parte de la vida cultural cotidiana, y reseñarlas no cabría aquí. Desde Molinos de viento (1984), El grito (1988), La familia de Benjamín García (1990), Los equívocos morales (1994) hasta Mecánica (2015), Cuban Coffee CCPC (2015), Diez millones (2016), las obras del teatro cubano contemporáneo son un conjunto tan variado como intenso.
Argos Teatro, El Público, Teatro de la Luna, Buendía, El Ciervo Encantado, han puesto y dicho en escena de todo, según mi humilde experiencia como espectador. Así como, en otras provincias, Escambray, Teatro del Viento, El Portazo, La Fortaleza, Trébol Teatro, Espacio Interior, y muchos otros. Han tenido que bregar con las autoridades, claro que sí, pero su sola trayectoria y su producción evidencian la capacidad para prevalecer, sin renunciar a sus valores y empeño artístico.
Algunos cronistas habituales de la realidad cubana parecen ignorar el alcance artístico y polémico de esa manifestación, con grupos independientes que utilizan salas estatales. Su relación con las instituciones es continua, incluidas confrontaciones, desacuerdos y negociaciones. No se reduce a un fenómeno habanocéntrico, pues se extiende a todo el país. Aunque muchos entran y salen, se han ido a vivir a otra parte o han regresado después de una temporada, según fuentes del Mincult, los artistas escénicos (contando danza, teatro lírico, ballet) son unos 8 mil, entre el sector presupuestado (6 mil) y el comercial (2 mil).
En un campo – vaso comunicante con las artes escénicas —el del cine— el patrón de relaciones de producción cambió sustancialmente desde el Periodo Especial. Aunque el Icaic los protegió de las consecuencias más nefastas del Quinquenio gris (1971-76), sufridas sobre todo por el teatro, la enseñanza artística, una parte de la literatura, los cineastas empezaron a diversificar su relación con las instituciones estatales en los 90.
Primero, porque desde entonces la economía del cine cubano se hizo mixta; segundo, porque los creadores audiovisuales se propusieron reestructurar esas relaciones y asegurar un grado de autonomía, en una industria y un arte dependientes de tantos factores.
Entre esos cineastas se cuentan los realizadores más prestigiosos del cine cubano en cualquier parte. Ninguno de ellos me parece que cuadra con el estereotipo estalinista de “asalariados dóciles al pensamiento oficial” (Che Guevara dixit), “autocensurados”, o que se han emancipado simplemente porque sus películas se producen y exhiben afuera.
Si fuera así, si hubieran decidido irse a hacer “cine totalmente independiente” en “el mundo libre”, o hubieran renunciado a seguir haciendo cine en Cuba, ninguno de los acontecimientos en pleno desarrollo de las últimas semanas en el ámbito del cine cubano tendría sentido.
Según fuente oficial del Icaic, la lista de creadores audiovisuales independientes alcanza la cifra actual de 3 381, residentes dentro o fuera de Cuba. Sin espacio para ilustrarlo con detalles, invito a ver todo el cine cubano, en especial desde 1990 y no solo el puñado de cintas censuradas, para hacerse una idea de su contenido social y político.
Aquí van algunas de mis preferidas de la última década: La emboscada (Alejandro Gil, 2015), Esther en ninguna parte (Gerardo Chijona, 2013), La película de Ana (Daniel Díaz Torres, 2013), Conducta (Ernesto Daranas, 2014), Últimos días en La Habana (Fernando Pérez, 2016), Melaza (Carlos Lechuga, 2012), Vestido de novia (Marilyn Solaya, 2014), La pared de las palabras (Fernando Pérez, 2014).
Como no estoy escribiendo un libro de historia, y como mi punto se refiere al espacio conquistado entre las manifestaciones artísticas para el debate de ideas, no me detendré en lo que han hecho y hacen los 14 mil artistas plásticos, los 10 mil músicos, o los más de mil escritores registrados en instituciones como el Mincult o que pertenecen a la Uneac. Apenas quiero apuntar telegráficamente algunas cosas.
La primera, que la inmensa mayoría de ellos hace rato no dependen de un salario estatal, sino que trabajan por su cuenta (artista independiente, no se cuenta como TCP) o en contrato temporal, en una relación muy diferente con las instituciones.
La segunda, que los más de 5 mil plásticos que integran la manifestación junto a los “artesanos artistas” (más de la mitad de los 14 mil) también han tenido una historia de polémica, diálogo y negociación con las instituciones, desde los años 80. No por gusto integraron buena parte del grupo que protagonizó la sentada ante el Mincult el 27N. Muchos de ellos exponen obras no precisamente complacientes con el Gobierno, en museos, galerías y bienales, viven dentro, fuera, o en los dos lados, y algunos hasta han recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas.
La tercera, que entre esos premiados están Pedro Pablo Oliva, René de la Nuez, René Francisco, Eduardo Ponjuán, Lázaro Saavedra, José Angel Toirac, y otros muchos que nadie con una noción mínima de su obra identificaría como oficialistas.
Afirmar que estos artistas y escritores cubanos se han callado en un acto de “autocastración”, que viven bajo el férreo “control y el miedo” impuestos por un “Estado totalitario”, que tienen que recurrir a “simbolismos y metáforas” para escurrirse de la censura y poder expresar los problemas de la sociedad y la política, como en la España franquista, es un mal reflejo de la compleja producción artística y de su consumo por buena parte de la sociedad cubana aquí y ahora.
Esa visión subvalora la enorme presencia del arte, la literatura y el pensamiento en la esfera pública, a pesar de las circunstancias materiales reinantes, en un país en el que el acceso a las artes visuales, el teatro, la danza, los conciertos, el libro, sigue estando altamente subsidiado. Pero, sobre todo, menosprecia la capacidad de esos artistas y escritores para defender su obra en el espacio cubano actual, como algo bastante más valioso y cuestionador que “propaganda política”.
En ese retablo más bien grotesco con que algunos construyen a Cuba, el público termina siendo una muchedumbre temerosa de que la sorprenda la Seguridad del Estado leyendo obras impresas en el exterior, como aquellos samizdats (literatura clandestina) de la época soviética, pues lo que editoriales y revistas cubanas difunden es poco menos que basura ideológica.
Por último, y hablando del papel de la cultura como espejo y trascendencia del presente, no olvidar que esta no se reduce al arte y la literatura. De manera que cuando los historiadores del futuro quieran reconstruir la sociedad de la transición, a partir del Período Especial, no solo contarán con obras de teatro, películas y novelas; eso es seguro.
Para apreciar la dinámica de los cambios dispondrán de las obras de las ciencias sociales, no solo de economistas y politólogos, sino sobre todo de sociólogos, psicólogos sociales, antropólogos, que han estado investigando durante décadas a las familias reales, la vida comunitaria, las relaciones interraciales, la desigualdad y la pobreza, las causas y azares de la emigración, el auge de ciertas iglesias y religiones, el racismo y otras formas de discriminación, el delito y sus causas, la vida cotidiana, las transformaciones en la conciencia y en las conductas de los seres humanos. Y que han encontrado revistas y editoriales en los que publicar sus resultados, si no en papel, que no hay desde 2019, en formato digital.
Dado que La Habana y sus barrios, donde casi siempre ocurren las tramas de las novelas y las películas cubanas, es apenas el 20 % de la sociedad real de la isla, esos historiadores podrán consultar además todo lo producido en universidades e instituciones culturales en zonas que nunca aparecen en el mapa de los cronistas del Occidente, y que para algunos a menudo no son más que “paisaje”.
Aunque resulte inconcebible para muchos, no todos los cubanos se mueren por el equipo Industriales; dato relevante, dicho sea de paso, para la cultura y también para la política, si de entenderlas se trata. Y lo digo con todo respeto, yo, que no le voy a ningún equipo, salvo al Cuba dondequiera que juegue.
La política y los “hábitos de mando”
Fue en el momento más comprometido de la crisis de los 90 que Fidel Castro volvió a reunirse a menudo con artistas e intelectuales. Los temas suscitados en aquellos encuentros no se referían tanto a libertad de expresión, sino a cuestiones sociales y políticas, como la pervivencia de formas de racismo (prejuicios, estereotipos, discriminación), tanto en las mentes como en conductas institucionales, en el control de hoteles y del orden público, en la selección de personal para el turismo, así como en la identificación de los barrios pobres como marginales, y de los marginales como delincuentes, etc.
En esos debates, que se extendían durante horas, Fidel empezó pensando de una manera, y finalizó compartiendo otras visiones. Lo mismo pasó cuando se discutieron algunas opiniones negativas sobre una película polémica, puesta en los cines, y de las que él se había hecho eco, llevado por algunos allegados.
El valor principal de aquellos intercambios, naturalmente, no había consistido en compartir catarsis colectivas, sino en aclaraciones mutuas sobre conceptos esenciales para la política y la cultura, haber adoptado decisiones sin esperar a que los problemas fermentaran, y haber propiciado espacios de diálogo en los que canalizarlos. Han pasado treinta años.
Sin esa producción de sentido que caracterizaba el estilo de Fidel, el ejercicio de la política se reduce a aparatos y mecanismos, a “perfeccionar” su funcionamiento, a construir un sistema de normas y regulaciones y aplicarlas; en resumen, al lado administrativo y legislativo de la institucionalidad; o bien a un cierto manejo de medios, que a menudo consiste en editorializar sobre problemas de todo tipo mediante frases y adjetivos.
La política termina así sumergida en una piscina de ideologemas, de verdades secadas a fuerza de machacarse, en confundir “los principios” con una tabla de mandamientos donde se asume que “si la justicia está de nuestra parte”, todo lo que hagamos estará bien encaminado y prevalecerá. Visto así, hacer política se restringe a usar los mecanismos del poder del Estado; y a concebir ese poder para imponer decisiones, no para construir hegemonía.
Cuando se dice y se repite que tenemos “problemas en el conocimiento de la historia”, o se relacionan los “déficits culturales en la educación”, cualquiera puede pensar que se trata de un asunto escolar, consistente en revisar programas, etc. Ojalá fuera nada más eso.
La visión omisa y encartonada del proceso revolucionario, la que se reproduce en los medios y en los discursos de aniversario, el tono hagiográfico y ritual con que se recrea el pasado, está expresando un déficit cultural de fondo, que repercute en el sentido de la política como actividad social, y en su reproducción. O sea, en cómo se aprende a ejercerla y a verla desde abajo.
Para quienes, socializados en esa cultura política, ejercen el poder pensando que hacen política o la practican, y para los que la ven “desde abajo” como ajena o inexpugnable, es lógico que lo político termine percibiéndose como “hábitos de mando” (Martí dixit), estructuras, dispositivos, rutinas, con las que ni arriba ni abajo se construye un vínculo personal, una relación subjetiva, de pertenencia o participación, porque es difícil prendarse de un aparato, un plan o unos estatutos que se caracterizan por su rigidez.
Aunque muchos no lo vean así, el barómetro de nuestras deficiencias no es tanto la carne de puerco como esa cultura política, cuyos déficits nos impiden pensar con otra cabeza los desafíos del presente, arriba y abajo.
Sus síntomas son legión: adoptar programas de recuperación económica que se tienen que modificar antes de que la mayoría de sus líneas se hayan aplicado; falta de la transparencia necesaria para argumentar ante otros la justicia de las políticas cubanas de cooperación médica y de los fallos de los tribunales; vacíos ideológicos que, como burbujas, terminan llenos de cualquier cosa. El modo en que la política se proyecta en los medios, en las arengas, en el espejo de la calle, revela un déficit de fondo para reproducirla, analizarla, procesarla, transformarla; en vez de justificarla o negarla.
Tomemos, como botón de muestra, lo que se define como dentro o fuera “del sistema socialista”. Si seguimos llamando “el sector socialista de la economía” a las empresas estatales, donde labora 28,8 % de todos los ocupados, ¿el 34,9 % de los que integran el sector no estatal en qué sistema se ocupan? ¿Creen que que ya el capitalismo ha tomado las riendas, mediante sus “quintacolumnas”, las pymes, a las que habría que cortar las alas y todo lo que se les pueda cortar? Si crece la impresión, entre tirios y también entre algunos troyanos, de que aunque se cierra la puerta al capitalismo, se facilita que dentro se multiplique, es por causa de la brecha entre la política acordada y la aplicada. El costo de ese desfase siempre es muy alto, porque afecta la credibilidad de la política.
No debería ser tan difícil explicar que la Revolución cubana, en su etapa de despegue y radicalización más intensas, no solo mantuvo, sino utilizó con éxito y creatividad recursos originados en el capitalismo y el liberalismo, porque no todo es funesto en ningún sistema.
De la tradición liberal salió lo más avanzado de nuestro pensamiento político, igual que las revoluciones anteriores produjeron una cultura política, en medio de un capitalismo más dependiente de EE. UU. que ninguno, de la cual germinó el propio proceso revolucionario, “tan cubano como las palmas”, como decíamos en 1961. Suele olvidarse que después de los cambios más radicales desde 1960, las empresas estatales convivieron con 58 mil pequeñas empresas privadas, hasta 1968.
El proceso político y social que llamamos socialismo se ha devaluado más que el peso cubano frente a las divisas; y no podrá recuperarse tan rápido como quisiéramos, porque no se remite a técnicas de política monetaria, ni siquiera a una simple recuperación económica.
Lo peligroso no es que crezcan las pymes y sus trabajadores, sino que lo hagan en los márgenes de un proyecto de nuevo socialismo plagado de resabios, que las trata con recelo, como criaturas espúreas, ilegítimas, invitadas de última hora a ocuparse de lo que le ha salido mal al socialismo Estadocéntrico “por culpa del bloqueo”.
Lo fatal es el arraigo de una actitud conservadora, de mente cerrada, que pretende defender el viejo socialismo como si fuera la sangre y el cuerpo de nuestros fundadores; y cuya versión antisistema se descompone en actitudes ultraconservadoras e imbecilizantes, en el delirio acerca de un mundo inexistente allá afuera, que opera por contagio en grupos, y en redes sociales reales y digitales. Lo peor es que esa cultura política socialista haya fermentado, por falta de cultivo inteligente, al punto de dar retoños capaces de respirar en la misma cámara hiperbárica que Donald Trump y el Partido Republicano.
Unas palabras más
Los demócratas con todos y para bien de todos aquellos que piensen como ellos; los burócratas arrogantes e ignorantes; los intelectuales sabelotodo y superficiales; los artistas en busca de censura y notoriedad; los nuevos ricos todavía más ignorantes e igual de prepotentes; los que fabrican un arte político dirigido a manipular los malestares de un público exasperado o ignorante; los que prefieren gobernar por decreto en vez de por consenso; los que sueñan reconciliar ranas y alacranes; los contagiados por cuanto leen en las redes sociales… ¿Qué hacemos con ellos y ellas? ¿Los ponemos en una isla de hielo, como los esquimales, para que se sigan retroalimentando entre sí hasta que se derritan los glaciares?
No me parece.
Convivir requiere que el diálogo y el debate de ideas sean la norma, no la excepción ni el recurso apagafuegos. Que se cumplan a partir de una voluntad política ejercida y vigilada de arriba abajo, para que no se devalúen por el camino. Recordar que, digamos, Fidel Castro nunca confió en los informes que le llegaban de los territorios, y por eso, no solo por el estilo estratégico guerrillero que lo acompañó, gobernaba desde un jeep que se metía en todas partes, sin avisar. Los que dirigen no deben olvidar esas lecciones, en especial si la descentralización permite que gobernantes y ciudadanos conversen a diario, sin necesidad de un jeep.
Si el Partido considera una práctica esencial para la arquitectura del consenso socialista mantener un diálogo con artistas e intelectuales, y prestar oído a sus opiniones, quizás fuera recomendable que ministros y secretarios del PCC no se perdieran una obra de teatro, una exposición de arte, un concierto de esos que se comentan en las redes más que en el Granma, una película polémica vista en un cine, donde las reacciones del público se palpan sin necesidad de intermediarios.
Si los artistas, escritores, científicos sociales y otros intelectuales fueran invitados a las sesiones de las asambleas municipales, o a las comisiones de la ANPP, podrían tener una experiencia de qué problemas y cómo se discuten, qué se dice y se hace allá dentro, y la oportunidad única de presenciar la política en vivo y directo. Aunque no tengan voto, sino solo voz, sus comentarios podrían resultar útiles. La política en cámara cerrada es como una planta fuera del ambiente en que se mantiene viva.
De manera inusitada, la última sesión de la ANPP fue transmitida íntegramente por TV. No recuerdo si alguno de los 17 artistas diputados intervinieron en los debates. De los 21 profesores universitarios, algunos mencionaron experiencias de cooperación como las que menciono arriba entre instituciones académicas y poderes locales. La más insólita de todas las intervenciones, sin embargo, fue la del único emprendedor diputado.
Su discurso cuestionó las premisas de las que partieron varios miembros del Consejo de Ministros, y dirigentes de la propia Asamblea; con dominio y coherencia, sin disquisiciones ideológicas sobre la vieja mentalidad ni abandonar su tono ponderado y ecuánime. Les dijo de todo.
No sé si quienes escriben sobre la libertad de expresión, lo que piensan los jóvenes, y el espacio para el disentimiento en Cuba pueden interesarse en las palabras de este diputado; o las de un joven profesor de Historia que habló de desesperanza entre los jóvenes en una Mesa Redonda de la Televisión Cubana; o las de un consultor de empresas que polemiza con los discursos económicos gubernamentales pronunciados en la ANPP.
Todos ellos se exponen más que quienes tiran piedras todos los días en las redes sociales; muchos de ellos desde ciudades distantes. Fuera de aquí nadie sabe quiénes son, porque no los entrevista El País ni el Washington Post. Quizá sea porque, a pesar de sus críticas de fondo, ninguno adopta poses antigobierno. Sin embargo, con su coraje y determinación están contribuyendo más que otros a transformar el sistema desde adentro.
Como diría el porquero de Agamenón: “Ya veremos”.
Profesor, excelencia todo lo que usted ha escrito.
¿Por qué después del punto y aparte del párrafo que termina con “hasta 1968” el artículo presupone que el lector tiene más de 65 años y conoce el DESASTRE que se cometió?
Un ejercicio eltista-dialectico propio de la izquierda para tratar de demostarr que un pueblo que no puede decidir desde el 1959 tiene que estar agradecido por las dadivas de su Iuminado y su cohorte de Academicos e intelectuales.
Estás en talla, Rafael! Los obstinados persisten en que la luna es una bola de mantecado! Excelente tu exposición. Te felicito!