Ahora que China (y Vietnam) se han vuelto referentes del debate político en Cuba, echar una mirada a los avatares de las relaciones con la República Popular y a su presencia en el proceso cubano podría contribuir a un debate más ilustrado sobre su significado real.
Dejada atrás la invasión china a Vietnam (1979), a raíz de la intervención vietnamita en la Kampuchea de los khmers rojos, y la encendida confrontación política que esta provocó entre los gobiernos de Cuba y China; finalizado el conflicto en el suroeste de África (1988), donde ambas naciones socialistas se llegaron a alinear con actores políticos opuestos; y avanzada la transición post-Mao y post-Deng (1989), las relaciones bilaterales iniciarían un camino ascendente, que las llevaría a su nivel más alto desde los primeros años sesenta.
El eco de aquellas divergencias ideológicas y políticas resonaría todavía, sin embargo, a 20 años del colapso de la URSS, cuando Cuba ya había lanzado la Actualización del modelo socialista (VI Congreso del PCC, 2011), y a 15 años de la muerte de Deng Xiao Ping, cuando Fidel Castro lo recordara por última vez en sus “Reflexiones” (14 de junio de 2012): «Presumía de hombre sabio y, sin duda, lo era. Pero incurrió en un pequeño error. “Hay que castigar a Cuba”, dijo un día. Nuestro país nunca pronunció siquiera su nombre. Fue una ofensa absolutamente gratuita.»
Esta especie de epitafio, que muchos cubanos ajenos a sus antecedentes no entendieron, refleja la naturaleza contradictoria y muy compleja de las relaciones entre los dos países, que a menudo se simplifica.
Algunos historiadores ilustres de la economía cubana le han llamado “etapa sino-guevarista” a la segunda mitad de los años sesenta, como si lo que pasó realmente en la política económica entonces se explicara por la influencia de Mao o del propio Che, un supuesto “maoísta” (quien estaba ya fuera de Cuba en 1965). Según otros, por el contrario, las diferencias cubanas con China se explican por su alineamiento con la URSS en el diferendo que separaba a las dos potencias socialistas. Para esta visión, las nacionalizaciones de casi 60 mil pequeños negocios en la Ofensiva revolucionaria (1968) respondieron a la influencia del estalinismo; y aun la propia concepción estadocéntrica del socialismo no fue sino su reflejo ideológico en la Cuba de entonces.
Según todo lo anterior, los errores o excesos de la política cubana se debieron a que, en aquellos sesenta, Cuba se había alineado (¡¿simultáneamente?!) con un concepto de socialismo propio del Gran Salto Adelante de China y del marxismo-leninismo estalinista. Este relato peculiar soslaya las discrepancias públicas de Fidel con Mao (desde 1966) y con la política y la ideología soviéticas (desde 1962); y parece ignorar que la Ofensiva tuvo lugar apenas tres meses después del proceso contra un grupo prosoviético del viejo Partido Socialista Popular (llamado la Microfracción), en el que había estado envuelta la embajada de la URSS. También resulta inconsistente con la abierta oposición cubana (Fidel y el Che) a la discrepancia sino-soviética, y a sus presiones sobre terceros para que se convirtieran en clientela de uno u otro.
Entender la relación cubana con las dos potencias socialistas requiere no solo colocarlas en las polaridades de la Guerra fría, sino una cuarta pata: el Tercer Mundo. Este representaba desde entonces un eje estratégico, que Cuba veía como imprescindible para balancear la enorme asimetría geopolítica con EEUU, así como para construir un espacio de autonomía en sus alianzas necesarias, aunque no suficientes, con la URSS y la República Popular China.
El acceso a la documentación desclasificada de la Conferencia Tricontinental (enero, 1966) proporciona una vista de alta definición sobre las relaciones reales de Cuba con estas dos potencias, presentes ambas en el encuentro, y participantes, mediante sus “organizaciones no gubernamentales”, en la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL).
Para Cuba, el proyecto de construir la OSPAAAL se enfrentaba a varios problemas, en especial a la concertación de una agenda común, y a reducir el impacto de la discrepancia sino-soviética, especialmente su efecto multiplicado en los estados y organizaciones políticas de las tres regiones. Según los informes internos cubanos, las dos grandes potencias socialistas habían convertido la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia y Africa (OSPAA) en una “arena de confrontación”, cuyo rumbo se inclinaba a un lado u otro según la mayoría se alineara con alguna de las dos, así como en una estructura “burocrática, inepta e ineficaz para la liberación nacional.” Así, la República Árabe Unida (Egipto) bajo Nasser, se alineaba típicamente con la URSS; mientras, Pakistán y Corea del Norte lo hacían con China. Los estados africanos, por su parte, se asociaban a una u otra de acuerdo con la coyuntura, y en muchos casos los seguían los movimientos de liberación nacional,
La estrategia cubana en el arduo proceso de construcción de la OSPAAAL consistía en negociar bilateralmente con actores clave, incluidos los grandes (URSS, China), los medianos (RAU/Egipto), y los pequeños (africanos y Movimiento de Liberación Nacional), así como con aliados (República Democrática de Vietnam, Vietnam del Sur, Laos). En esa línea, Cuba se vería obligada a desplegar una diplomacia flexible para ganarse el apoyo de prochinos (Indonesia) y prosoviéticos (Guinea).
Aunque algunos intérpretes de oído de la política cubana identifican todavía aquellos años con “la etapa en que andábamos de tiratiros,” el principal objetivo cubano en este encuentro tricontinental no era el apoyo a la lucha armada, sino una alianza contra el imperialismo, el colonialismo, el neocolonialismo; y la reafirmación de una agenda de paz, desarme y coexistencia pacífica para todos, no solo las grandes potencias, según había preconizado desde su fundación el movimiento de No Alineados. También era, desde luego, conseguir el apoyo para lograr y defender la liberación nacional.
Pero ni este concepto se reducía a la lucha armada, ni las diferencias surgidas en el debate de la Tricontinenal en torno a esta giraban en torno a aceptarla o negarla. Estos debates solo reflejaron la renuencia por parte de algunas organizaciones y gobiernos a adoptar una posición excluyente de otras formas de lucha política. De hecho, numerosos movimientos identificados con la liberación nacional, que no preconizaban la guerra de guerrillas, participaron en la fundación de la OSPAAAL, como los representados por los socialistas Salvador Allende (Chile), Heberto Castillo (México), John William Cooke (Argentina), Cheddi Jagan (Guyana), o por las delegaciones provenientes de Uruguay, Costa Rica, Honduras o Haití, para solo hablar de América Latina y el Caribe.
Por todo lo anterior, las diferencias con China y la URSS resultaban neurálgicas para la cuestión central de la unidad, en un movimiento caracterizado por su muy diversa y plural composición.
Este rápido e incompleto vistazo a algunas aristas de las relaciones chino-cubanas es solo un botón de muestra, o más bien, la punta del iceberg en una historia de encuentros y desencuentros que está por hacerse.
Mientras esa historia llega, hay que ir avanzando en una comprensión más sustancial de la política –la cubana, la china, la de todos–, que rebase el imperio de los lugares comunes. Identificar el análisis de la política con sus contenidos ideológicos, reducir esos contenidos a una doctrina filosófica como el marxismo-leninismo, y meter en el mismo saco de sistemas políticos comunistas a todos los que tienen un partido único, no permite entenderla en perspectiva, en particular, apreciar la índole de las alianzas y divergencias pasadas entre Cuba y las dos potencias socialistas, así como tampoco, digamos, las discrepancias actuales entre Vietnam y la República Popular China.
Tampoco permite comprender, por cierto, que la normalización de las relaciones diplomáticas y comerciales de estos regímenes socialistas con los EEUU no se derivan simplemente de haber iniciado un proceso de reformas, que no ha avanzado lo suficiente en Cuba. Tanto China como Vietnam siguieron su propia ruta, motivaciones e intereses para ese acercamiento, no exento de tensiones, y muy distinto del conflicto que separa la Isla de su vecino. Las razones y lógicas políticas que llevaron a Nixon (1972) y Carter (1978), así como a Clinton (1996) a normalizar con la República Popular China y con Vietnam no se gestaron con la Reforma y Apertura o el Doi Moi.
Por otra parte, sin embargo, vale la pena preguntarse en qué medida el triángulo Cuba-China-EEUU, en una foto ampliada de sus interrelaciones actuales, tiene una significación para las dos potencias, y también para el trazado de la política exterior cubana.
Para finalizar, claro que el fin de la URSS y de las guerras africanas, la crisis del Periodo especial y sus consecuencias, el sucesivo relevo del liderazgo chino, y también del cubano, son parte del contexto de acercamiento chino-cubano, que puso en marcha lo que un periódico chino llamó un “período de desarrollo completamente nuevo y constante,” y ha convertido a la República Popular China en el primer socio comercial de la Isla.
Resulta evidente también que, para Cuba, actualizar el modelo socialista no significa simplemente ponerse al día con China y Vietnam, sino evaluar las prácticas pasadas, para poder formular las nuevas, incluyendo la participación ciudadana, la expansión de la esfera pública, la revitalización institucional, y muy especialmente, aprovechar sus propias potencialidades sociales y culturales. En qué medida estos otros rasgos la acercan o la distancian de las experiencias históricas particulares, culturas heredadas, estructuras sociales, demografía, contextos geopolíticos y geoeconómicos, en que se desarrollan los procesos de reformas en China y en Vietnam, resulta clave para interpretar las lecciones que los tres puedan aprender, tanto en sus éxitos como en sus errores.