Siempre que hablo sobre Cuba-EE. UU., advierto que si se trata de ciclones, juego de pelota y relaciones con el Norte, todos los cubanos sabemos muchísimo.
No obstante, surgen diferencias a la hora de situarse ante estos temas. Cuando se acerca un ciclón nadie duda en escuchar a los meteorólogos. Los únicos vaticinios atendibles sobre el béisbol los hacen veteranos expertos. Cuando se trata de la relación con Estados Unidos, cualquiera tira los caracoles. Lo mismo en medios oficiales, estatales, no estatales, privados, antigobierno, progobierno. Literalmente.
Quizá porque la política y las relaciones internacionales son más pasto de la conversadera que del conocimiento. O tal vez por corrientes globales, como son la devaluación de lo político, su reducción al contenido de los discursos, el rechazo a todo lo que huela a retórica, el crédito decreciente de las instituciones de Gobierno. En nuestro caso, podría deberse también a la cubanísima tendencia a confundir las causas de todo (lo que no se sabe explicar) con motivaciones ideológicas, de acá o de allá.
Si un físico, un cineasta, un médico, un ingeniero, un chef de cocina, dicen un disparate en sus propios campos, se arriesgan al descrédito. Cuando cualquiera de ellos juzga la política, no pasa lo mismo. Como si se tratara de simples opiniones o creencias. Y en materia de creencias, no hay verdad o falsedad.
Después de haber investigado durante algún tiempo las relaciones EE. UU.-Cuba, y de haberme equivocado muchas veces, he descubierto que lo más parecido a examinarlas en frío es pelar una cebolla.
Lo primero es ponerse espejuelos, contra el lagrimeo; e ir quitándole la cáscara, y separando sus sucesivas capas. La cáscara viene a ser la lista de deseos que cada cual tiene el derecho soberano de hacerse respecto a esas relaciones y su futuro; pero mejor reserva para otro momento. Para razonarlas, el siguiente paso es separar el cúmulo de tópicos en torno a los cuales Cuba y EE. UU. tienen políticas convergentes o divergentes, que podrían llenar gavetas. Luego habría que pelar el repertorio de problemas acumulados, una lista larga que se identifica como “el diferendo”. Para llegar a la lista corta, que es la agenda negociable del momento.
En la gaveta de los tópicos está, pongamos por caso, la cuestión nuclear. Habiendo sido el único país de la región amenazado por un ataque nuclear, Cuba se negó durante mucho tiempo a renunciar a armarse, con el mismo derecho de EE. UU. ¿Por qué ellos sí y nosotros no? Al cabo, firmaría el Tratado de Tlatelolco, que proscribe las armas nucleares en la región, en 1995, casi veinte años después de proclamado. No lo hizo precisamente para irle a la contraria a EE. UU., sino respondiendo al llamado de los latinoamericanos, y de México en particular. Y lo decidió, por cierto, en un mundo en el que la proliferación de armas nucleares fuera de las grandes potencias se extiende como la verdolaga.
En la lista larga del “diferendo bilateral” ha estado siempre, por ejemplo, la base naval de Guantánamo. En rigor, algunos otros tópicos de ese “diferendo” no son exactamente bilaterales. Por ejemplo, la relación Cuba-Venezuela, puesta como motivo de las medidas de aislamiento reforzado aplicadas por la administración Trump. Digamos que, para discernir si esos problemas acumulados forman parte o no de una agenda negociable, hay que relacionarlos con la escala de prioridades, y además con el espectro de lo real.
Por ejemplo, la parte cubana ha dicho que Guantánamo es irrenunciable; pero no es su prioridad. En cuanto a las relaciones con Venezuela en la agenda EE. UU.-Cuba, la evolución del conflicto EE. UU.-Venezuela se ha encargado de ponerlas donde van. Según se ha visto, la pelota no estaba precisamente del lado de Cuba, donde la retórica marca Bolton-Claver Carone-Rubio la había querido colocar.
A pesar de cuán evidente pueda ser todo lo anterior, algunos observadores confunden el contenido de las agendas negociables con listas de deseos o pronunciamientos. Así, ponen arriba en la agenda de negociación de Estados Unidos hacia Cuba “derechos humanos y libertades individuales”, “apertura económica y seguridad jurídica”, “ver con buenos ojos (sic) una mayor e irreversible apertura”; “reconocimiento formal, legal y real de entidades y organizaciones de la sociedad civil”. El enfoque les atribuye a los equipos de diplomáticos que se reúnen con Cuba una ineptitud para diferenciar entre puntos prioritarios en una agenda negociable y metas políticas a perseguir.
Si, por el contrario, uno se decide a aprender de lo ocurrido, verá que Obama afirmó desde el inicio que EE. UU. no pretendía intervenir en cambios internos, que eran solo “cosa de los cubanos”, aunque a EE. UU. le gustaría que Cuba fuera más democrática, plural, etcétera. Raúl Castro, por su parte, había declarado mucho antes que estaba listo para “dialogar sobre cualquier tema con EE. UU.” Claro que no es lo mismo dialogar o discutir, que negociar, y mucho menos alcanzar acuerdos. Empezar por lo más difícil no es lo que hace un negociador.
Si para analizar la dinámica de una negociación posible uno se tomara el trabajo de apreciar lo ocurrido entre los dos lados en el pasado reciente, comprobaría, en primer lugar, que casi todos los memorandos de entendimiento (2015-2017) siguen vivos, aunque se mantienen en hibernación. Y si se mira de cerca las principales capas de esa cebolla, verá que más de la tercera parte de los acuerdos se centró en cuestiones de seguridad nacional.
Por supuesto, no hay que remontarse a diciembre de 2014, ni asumir que estamos de vuelta al futuro en que creímos entonces. Ahora bien, ¿es que aquella dinámica consistió nada más en la voluntad de los presidentes Obama y Raúl Castro? ¿En una coyuntura irrepetible? ¿No reflejó intereses nacionales en juego que siguen estando ahí?
En otras palabras, ¿esos 23 memorandos de entendimiento ya no se refieren a problemas prioritarios para los dos lados? ¿Le interesa a EE. UU. preservar áreas de cooperación con Cuba en los términos que prevén esos acuerdos? Nada menos que sobre migración, intercepción del narcotráfico, seguridad aérea y naval; persecusión del delito, el lavado de dinero, la falsificación de pasaportes, el tráfico de personas; la coordinación entre el Servicio de Guardacostas (USCG) y las Tropas Guardafronteras (TG), incluida la acción conjunta para prever y actuar contra derrames de petróleo en aguas profundas.
Dado que it takes two to tango, como dicen allá, ¿está Cuba dispuesta a responder a cualquier acción, por parcial o restringida que sea, que libere o disminuya el cerco de hierro del embargo multilateral y global (i.e., el bloqueo), aunque fuera limitada o parcial? ¿A hacerlo incluso cuando el objetivo declarado de esas exenciones sea erosionar el socialismo por dentro, y fortalecer a un sector que ellos ven como heraldo del capitalismo (los emprendedores privados), su principal beneficiario? ¿Incluso si admitir un trato privilegiado para estos actores tuviera el rechazo de quienes, del lado de acá, también los recelan como aliados potenciales de EE. UU.? ¿De quienes los toleran apenas como un “mal necesario” extraño al sistema, a pesar de que la Constitución y las leyes los identifican como sujetos legítimos de un nuevo orden económico y social socialista?
Dado que todos estos acuerdos equivalen a medidas de confianza mutua (MCM), como las llaman los expertos en estrategia, ¿está dispuesta Cuba a seguir confiando en instituciones del establishment de seguridad nacional, como Homeland Security, FBI, DEA, USCG? ¿A entenderse con las fuerzas armadas de EE. UU. que ocupan la base naval de Guantánamo, al punto de dialogar, coordinar y cooperar, en ejercicios conjuntos que preserven la seguridad de los dos lados? ¿A actualizar acuerdos y firmar otros nuevos, dándoles el beneficio de la confianza? ¿A pesar de que una eventual administración estadounidense pudiera echarlos todos para atrás, o ponerlos en hibernación nuevamente?
En vez de especular sobre lo posible, lo próximo, o lo deseable de parte de Cuba, se podría escuchar las respuestas a estas interrogantes de un viceministro del Minrex y de altos oficiales del Minint en un evento académico sobre relaciones bilaterales celebrado en La Habana, la semana pasada.
En el panel sobre temas de seguridad, se mostró con lujo de detalles la cooperación alcanzada hasta mediados de 2018, fecha de cese de los contactos, bajo presión de la Casa Blanca y el Departamento de Estado de Trump. Para quienes pensamos que la política consiste más en acciones que en frases, lo más impresionante fue el grado de compenetración entre instituciones de ambos lados. Por momentos, tuve la sensación de que se trataba de dos países con relaciones no solo normales, sino muy buenas.
A pesar de todo, todavía algunos comentaristas de allá y sus epígonos suelen preguntarse qué cedió Cuba, en respuesta a “todo lo concedido por EE. UU.” bajo Obama. Para comprobarlo, basta con ver el saldo de la incertidumbre de ambos lados.
Esas instituciones de seguridad nacional que han llevado la voz cantante hacia Cuba desde 1960, a pesar de la presión del lobby anticomunista cubanoamericano dentro y fuera del Congreso, han alcanzado acuerdos con menos temor a que se cancelen o se congelen del lado de acá.
En cambio, como le ocurre a toda América Latina y el Caribe, Cuba ha tenido que acostumbrarse a que sus relaciones con EE. UU. sufran “daños colaterales” por los vaivenes entre administraciones, y según los ciclos electorales generales o parciales, que bien podrían llamarse “el síndrome de los años pares”. Los acuerdos se pueden volver agua con sal en virtud de unas próximas elecciones.
¿Tendremos una garantía de que esa inercia no siga su curso en 2023, un año impar?
El principal obstáculo entre Cuba y EE. UU. no es el bloqueo, sino el legado de desconfianza. Algún lector podria preguntar: ¿Si fuera probable que se retomara la cooperación en torno a estos temas de interés común, los progresos en la agenda negociable nos retrotraerán adonde estábamos en 2017, cuando finalizó el corto verano de Obama? ¿Se encarrilará la construcción de confianza? Una respuesta conservadora sería: muy pronto para saberlo. La mía es: depende de corrientes invisibles de los dos lados.
Cuando me preguntan cuál es el eslabón más débil del bloqueo, digo que el contacto pueblo a pueblo —o sea, los viajes. Primero, porque la prohibición al freedom to travel es la más absurda de las prohibiciones, en términos de la cultura política estadunidense. Segundo, porque no conozco a nadie que venga a Cuba que no termine revisando sus estereotipos sobre el país y su gente, incluyendo sus ideas y comportamientos. Tercero, porque si quienes se van “votan con los pies”, según el adagio popular en los estudios migratorios, los que visitan también expresan intereses y motivaciones muy tangibles, aunque no precisamente ideológicas.
Si sabemos que de 2017 a 2019, por primera vez, más de un millón de visitantes anuales llegaron de EE. UU. a la isla, la mayoría de los cuales no fueron cubanoamericanos, las cifras de 2022, el primer año post COVID-19, resultan elocuentes. Según datos del Mintur, hasta noviembre los cubanos de allá fueron el segundo grupo de visitantes más numeroso después de los canadienses, con un cuarto de millón; y el tercero fueron los demás estadunidenses, más de 85 mil; por encima de españoles, alemanes, franceses, y de cubanos en otros países.
A pesar del deterioro en las relaciones bilaterales, la crisis económica rampante y sus efectos en la vida cotidiana, la prohibición a alojarse en muchísimos hoteles, la colocación de Cuba en la lista de países terroristas del Departamento de Estado, y demás adversidades, visitaron la isla más residentes en EE. UU., cubanos y no cubanos, que provenientes de cualquier otro país de Europa, América Latina, o el resto del mundo.
¿Qué significan esos datos para evaluar tendencias en las relaciones entre los dos países, que puedan continuar en 2023? Aunque las políticas en Cuba no tengan como brújula la lógica de la relación con EE. UU., sino la búsqueda de respuestas eficaces a la crisis, a los problemas y las necesidades de la transición al nuevo orden, ¿en qué medida lo que pase en Cuba —no solo en la economía, sino en la política, la cultura, el debate público, las leyes— puede incidir directamente en estas relaciones?
Para llegar a esas capas de la cebolla se requiere, naturalmente, pelarla despacio.
Puedes leer la segunda y última entrega de esta serie aquí.