Para no desviarme por preferencias ideológicas o influencers recién enchapados, le hice la pregunta a esa versión robótica de la sibila de Delfos llamada ChatGPT: ¿Qué es el extremismo?
Me dijo así: “El extremismo es una ideología o conjunto de creencias que se caracteriza por mantener posiciones radicales, inflexibles y a menudo violentas en relación con ciertas ideas, creencias políticas, religiosas o sociales. Los extremistas tienden a rechazar compromisos o negociaciones y buscan imponer sus puntos de vista de manera absoluta”.
“Puede surgir en cualquier extremo del espectro político o religioso, y no está necesariamente ligado a una ideología específica. Por ejemplo, puede haber extremismo de derecha, de izquierda, religioso, nacionalista, entre otros”.
“El extremismo es a menudo objeto de preocupación en la sociedad debido a su capacidad para generar conflictos, violencia y división”.
Cuando le pregunté por ejemplos de extremistas en el mundo, me mencionó un catálogo de terroristas, supremacistas, nazis, fundamentalistas religiosos, organizaciones izquierdistas o derechistas, y al final añadió: “movimientos de odio en línea que promueven la violencia contra individuos o grupos específicos a través de plataformas digitales”.
Por último, la inteligencia artificial me recordó que “el extremismo puede manifestarse en muchas formas y contextos diferentes, y siempre es importante abordarlo con seriedad y sensatez para prevenir la violencia y promover la tolerancia y el entendimiento entre las personas”.
Entonces, ¿cómo identificar las subespecies de extremistas entre nosotros? He conocido misóginos que exaltan la virilidad y denuestan abiertamente a las mujeres, así como militantes de la sororidad que predican el recelo hacia los varones; habanocéntricos que descalifican como palestinos a los orientales, y orientales que se proclaman anticapitalinos de corazón; supremacistas confesos, blancos y no tanto, que les atribuyen defectos a los demás solo por su color más oscuro.
No es difícil hallar a algunos prestos a proclamar que sus padres les pegaban y los hicieron personas de bien; calificar de bárbaros y atrasados a los practicantes de religiones africanas por creer en los poderes de Ifá o porque sacrifican animales; apoyar la pena de muerte como medio para acabar con la violencia o erradicar la corrupción; llamar policía a quien no comparta sus ideas en las redes sociales y censor a quien le impugne argumentos en un debate público; afirmar que quien no siga al pie de la letra todo lo que dice la Biblia arderá en el fuego del infierno para siempre. Sin embargo, nunca me he topado con quien se reconozca a sí mismo como un extremista.
Si el extremismo está formado por creencias y apoyo a ideas muy alejadas de lo que muchos consideran correcto o razonable, como sugiere la Enciclopedia Británica, ¿cuáles son las aceptables por la mayoría? ¿Lo correcto o razonable lo es respecto a qué? ¿Cuán invariable o movediza es esa zona convergente de lo que piensa la mayoría llamada el mainstream?
Si aceptáramos, por ejemplo, que el consenso político —o sea, las ideas predominantes sobre el sistema o sobre las acciones del Gobierno— ha mutado, y que hoy ese conglomerado de ideas y sentimientos se ha vuelto más heterogéneo, contradictorio, problemático, ¿dónde queda lo que hoy se considera discrepancia, disentimiento, juicio crítico, cuestionamiento, respecto a lo que antes era oposición o beligerancia en contra?
Digamos, cuando el liderazgo convoca a discutir tal o cual ley o política, e incluso admite decir lo que se piensa y debatir a fondo de modo sistemático, ¿no está naturalizando de hecho el disenso? Si así fuera, ese mainstream, atravesado ahora por el disenso, ¿no se acerca al punto de confundirse con la confrontación política antagónica? Así que, ¿dónde termina el disenso y empieza la disidencia?
Responder estas preguntas podría redefinir el espacio de la confrontación ideológica, y enmarcar de otra manera el debate de ideas. Decantar, por ejemplo, la oposición política y las actitudes extremistas. Pero, aunque estas últimas pudieran enmascararse por la bruma que la polarización ideológica levanta, a la larga se harían visibles. Como diría un químico, el peso atómico que distingue las tierras raras seguiría marcando su traza en la pantalla. Sobre todo cuando se aceleran.
Naturalmente, no pretendo una escala científicamente medible, como la de los elementos de la tabla periódica, para clasificar el extremismo y a los extremistas. Apenas intento acercarme a la problemática del extremismo por lo que no es.
De entrada, no es lo mismo ser extremista que radical. En la tradición occidental, en Francia e Inglaterra, donde se asocia con las reformas y la defensa de los trabajadores, radicalismo no es una mala palabra, como en EE. UU., donde se le confunde con violencia, anarquía y con todo lo que el anticomunismo prevaleciente sataniza.
En América Latina, el Caribe y Cuba, por el contrario, el radicalismo ha estado presente desde las luchas por la independencia. Como se sabe, Martí lo reivindicaba: “Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres”. Como han señalado algunos autores, Martí es radical por sus fines políticos, no porque privilegiara métodos violentos o una voz única, de manera que la falta de democracia y diálogo no caracterizaban su radicalismo.
Claro que ni los sectarios de un signo ni los del opuesto representan una alternativa radical, sino más ben reciclan el extremismo. Quienes terminan cada razonamiento reproduciendo moralejas antigobierno, como en el cuento de los fenicios, son tanto o más sectarios, es decir, extremistas, que los ideólogos a quienes pretenden desafiar. Nada que ver con la radicalidad martiana, y menos con la de Gramsci, el Che, ni ninguno de los íconos que pretenden venerar.
Volviendo al resumen del ChatGPT, tendríamos un puñado de rasgos que vendrían al caso aquí y ahora: posiciones inflexibles surgidas en cualquier extremo del espectro político, sin estar ligadas a una ideología específica; rechazar compromisos o negociaciones y buscar imponer sus puntos de vista; objeto de preocupación en la sociedad debido a su capacidad para generar conflictos y división; formas alternativas de violencia, como las propagadas por movimientos de odio en línea contra individuos o grupos a través de plataformas digitales. De ahí que fomentar diálogo y entendimiento sería la prueba diferencial de lo que no es extremismo.
Considerándolo con ecuanimidad y realismo, sería difícil erradicar en el corto plazo nuestro extremismo ingénito, el que no es culpa de la Unión Soviética, sino de nuestra propia cultura y hábitos mentales.
“No hay peor cuña”, repetía mi abuelo Benito, quien, además de trabajar en el campo, había estudiado en un seminario católico. En efecto, los renegados son extremistas que siguen siéndolo, porque niegan en bloque todo aquello en lo que creyeron a ciegas; a diferencia de los herejes, que enriquecen la doctrina, porque la ensanchan. Lo malo es que abundan los renegados con camiseta de herejes (Isaac Deutscher dixit).
Así que no solo son extremistas los que fueron militantes del PCC, funcionarios, oficiales acostumbrados a obedecer; sino además los creyentes en la filosofía del DiaMat, porque la enseñaron o la aprendieron como catecismo, en la tradición más ortodoxa de los viejos partidos, y de aquellos ejercicios escolares para “exámenes mínimos” de filosofía, en pos de una categoría o un grado. Se acostumbraron a respuestas únicas para preguntas fijas, dicotomía de sí o no que sigue impregnando la cultura del extremismo.
Aunque hay curiosas subespecies de renegados, como la de los hijos de papá, que nutren las filas de la disidencia intelectual y el periodismo, hay otras condicionadas por las circunstancias. Digamos, quienes nunca se manifestaron en contra ni tuvieron una posición cuestionadora o polémica, y al emigrar se reconocen de pronto en el espejo del viejo exilio, en especial cuando se posan en un entorno en el que no abundan el diálogo y la tolerancia.
Como he anotado antes, sin embargo, no se trata de liquidar a los extremistas, ni de declararlos persona non grata. Quizá por el momento no pueda lograrse otra cosa que minimizar sus costos. Adelantar una cultura política heredera de cualidades cívicas y también de atavismos, que arrastra extremismos y polaridades, puede ser una destilación a más largo plazo; una cultura política en la que se multipliquen observatorios y se rectifiquen laboratorios donde puedan surgir mutaciones imprevistas.
Lo primero a mirar sería el espejo de los que piensan diferente, incluso de los extremistas, para poder reconocer en ellos nuestro propio extremismo larvado.
Si la lucha es más contra el extremismo que contra los extremistas, habría que fomentar un debate genuino, que escuche al otro, en vez de reaccionar con el machete en alto. Un debate que alterne realmente con la discrepancia, y no la tome como ofensa; que no vea falta de respeto donde no hay más que desacuerdo, y que haga verdad eso de acordar el desacuerdo, para mantener el diálogo, en vez de confundirlo con un intercambio de peroratas interminable, que entroniza el encono y pugna por decir la última palabra.
Invocar la intransigencia como virtud patriótica no es lo mismo que exaltarla como condición cívica, que tranque el dominó del diálogo y lo sustituya por un pugilato de diatribas. Defender el espacio para la democracia empieza por facilitar la convivencia; en vez de hacer del odio y los desplantes en las redes sociales y medios que comparten el mismo discurso un modo barato de conseguir popularidad, predicando el pluralismo y disparando a todo lo que se mueve, en el mejor estilo del peor populismo. Me refiero al de aquellos que se auto titulan representantes del pueblo, de la gente de abajo, confundiéndola con sus seguidores en Facebook.
Querer distanciarse del extremismo poniendo una de cal y otra de arena, con una especie de equilibrismo para quedar bien con tirios y troyanos, tiene otro nombre, que no es extremismo, naturalmente. Ese acomodamiento pseudoliberal, que flota como los corchos en la corriente, es quizá peor que algunos extremismos.
La primera baja en una guerra es la verdad, decía el clásico griego. La primera baja en un choque de extremismos es que su forcejeo nubla la comprensión sobre lo que nos está pasando. That’s the question.
También está el tema del clientelismo, aquéllos que por unas pocas prebendas le venden su alma al diablo, intelectuales orgánicos haciendo malabarismos retóricos, prestidigitación verbal tratando de confundir, de tergiversar.