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Diez años tendría mi mamá cuando echaron a la familia al camino real.
Mi abuelo, que cultivaba una vega cerca del pueblo de Cabaiguán, se había negado a vender dos cosechas seguidas, por los precios abusivo que le ofrecían los mercaderes de tabaco. Por desgracia, cuando la crisis de 1929 provocó la quiebra del banco en el que tenía sus ahorros, se vio forzado a vender aquellas cosechas acumuladas, a precios peores todavía. Así y todo no le alcanzó para pagar la renta de la finca. De manera que el propietario de la tierra los desahució sin más contemplaciones, “echándolos al camino real”, como se decía entonces, y quedándose con todo lo invertido por mi abuelo en la finca, incluidas vivienda, siembras y animales. Mi mamá, quien evocaba aquella finca Los Valles como si fuera el huerto del Edén, me narraba aquel día aciago, imborrable en la memoria familiar, desde que tuve uso de razón.
Cuento esta historia cada vez que tengo que explicar cómo la reforma agraria se metió con los intereses creados y conmovió el sentido común, sacando a flote una visión ancestral de la justicia bastante anterior al comunismo, incluso entre gente nada revolucionaria, y que se decían ajenos a la política, católicos y de clase media muy bajita, como los siete hermanos de mi mamá.
La traigo a colación aquí y ahora para ilustrar la diversidad de sujetos y actitudes en ese saco llamado “el sector privado”. Ahí estaba mi abuelo, guajiro poseedor de una parcela, propiedad de un terrateniente que contaba con la ley y el orden de su lado, y de un pequeño capital puesto en manos de un banquero que se podía declarar en quiebra, así como de una producción de tabaco en rama que unos especuladores podían saquearle aprovechando las coyundas del “libre mercado”.
No hace falta un doctorado para saber que aquellos cuatro sujetos del “sector privado” ocupaban puestos muy diferentes en la estructura social, y padecían la gran crisis de modos radicalmente distintos, desde arriba hasta abajo.
No es casual que más de 200 años antes de nuestro éxodo familiar de finca Los Valles, miles de vegueros rebelados protagonizaran los primeros levantamientos contra el imperio español y su monopolio comercial al sur de La Habana y otras provincias. Y que muchos de ellos se convirtieran en proscritos, alzados en zonas adonde no podían alcanzarlos las tropas de la corona; para fundar enclaves de hombres libres, autónomos, alejados de los centros de poder colonial, que pudieran defender, si fuera necesario, con las armas. Entre aquellas zonas distantes emergería Vueltabajo, el lugar legendario del tabaco negro, adonde llegaría mi abuelo en víspera de la ultima Guerra de independencia.
Además de primeros rebeldes, aquellos emprendedores criollos se resistían a las reglas del poder colonial con aquello de “se acata, pero no se cumple”. Contrabandeando carne ahumada y cueros con navegantes a lo largo de la costa interminable de la isla, incluyendo corsarios y piratas, violaban las reglas del monopolio comercial estatal todo el tiempo que podían, desde el siglo XVI.
No es extraño que la primera obra literaria identificada como cubana, que da cuenta de la naturaleza, los animalitos y las frutas de aquí, tenga como trama central un acontecimiento protagonizado por comerciantes criollos de Bayamo, dedicados al noble oficio del contrabando, y que defienden su plaza del asalto y secuestro intentado por el pirata Gilberto Girón.
Al margen del valor literario o de documento histórico atribuible al poema Espejo de paciencia, de Silvestre de Balboa (1606), el hecho de que sus héroes sean negociantes de la villa de Bayamo, un esclavo negro y un obispo español que hace causa común con ellos, nos dice más acerca de la sociedad colonial, sus estratos y compenetraciones, el sentido de pertenencia al país natal, y la anticipación de las identidades cubanas que las claves literarias hispanodescendientes con que se escribió.
Trabajador por cuenta propia (carpintero y escultor) era José Antonio Aponte, la figura emblemática de las luchas de negros y mestizos por la independencia y la emancipaciòn sociales. Pequeños agricultores fueron la familia Maceo-Grajales, donde se formaron grandes jefes mambises, entre ellos el propio Antonio, quien gestionaría una pequeña hacienda y fábrica de azúcar en su exilio de Costa Rica. A esa misma actividad agrícola se dedicaba el general Máximo Gómez y otros héroes de la independencia, o ejercían por su cuenta profesiones como abogados, médicos, dentistas, veterinarios.
A pesar de que la sacarocracia cubana fue más bien anexionista y autonomista, de la elite criolla salieron figuras ilustradas en las ideas de la revolución como Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Francisco Vicente Aguilera. Salvador Cisneros Betancourt, uno de los patriotas más acaudalados, también fue lideró, junto a Juan Gualberto Gómez, la resistencia contra la Enmienda Platt hasta el final.
Más allá de cualquier inventario de rebeldes y patriotas destacados, la presencia de la clase media en las luchas sociales y en la construcción de la cultura política cubana, incluida la más radical, así como entre sus más destacados políticos, intelectuales y artistas orgánicos abarca un arco de corrientes de pensamiento y acción, desde Antonio Guiteras hasta Juan Marinello, y que va mucho más allá de un determinado espectro ideológico.
La expresión más clara de esa pluralidad revolucionaria de base está plasmada en la convocatoria de Fidel Castro a una diversidad de los grupos sociales concernidos por la transformación del orden establecido. “Llamamos pueblo, si de lucha se trata” es el párrafo más importante en el largo alegato conocido como La historia me absolverá.
Entre esos sujetos del cambio revolucionario, Fidel identifica a “los 100 mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya”, y “que no pueden amarla, ni mejorarla, porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse”; “a los 30 mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga”; “a los 20 mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los 10 mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida”.
El pueblo no es una clase social determinada, ni los pobres y desamparados a quienes los políticos hacen promesas de redención, sino todos aquellos en capacidad de luchar por un orden más justo que represente “la libertad y la felicidad”. Y en la médula de esa fuerza está la clase media.
Debí haber empezado por aclarar que clase media no se debe confundir con un segmento de traficantes y bodegueros afanados en extraer plusvalía de sus trabajadores, sacarle el jugo a todo lo que le pase por delante o especular en el mercado negro. Naturalmente que incluye a emprendedores, productores autónomos y comerciantes, pero su núcleo está formado por profesionales. Es este nivel educacional el que la distingue en su conciencia social y en su proyección sobre el conjunto de la vida nacional. Especialmente, en su papel en los procesos de transformación.
Un análisis crítico de esta condición en la Cuba actual requeriría un debate más amplio del que podemos hacer aquí. Para los fines de este artículo solo quiero terminar diciendo que el socialismo cubano ha creado una clase media como parte de sus logros en el desarrollo social. La urbanización de 76 % de la población, el acceso a la educación de todos los cubanos, la graduación de millones de profesionales y su presencia no solo en la fuerza laboral calificada sino en las instituciones estatales y políticas, las organizaciones sociales y la esfera pública es demasiado obvia para requerir demostración.
Una parte no despreciable del sector privado se nutre de esos profesionales, los mismos que integran la mayoría de la Asamblea Nacional y el CC del PCC, dan clases en las universidades, atienden los servicios de salud en hospitales y politécnicos, producen obras de arte y escriben libros, o generan los contenidos de los medios de comunicación. Considerar esos espacios como compartimientos estancos en vez de segmentos unidos por vasos comunicantes limita nuestra comprensión de la dinámica social real.
Quienes hasta ayer fueron médicos o diplomáticos pueden haberse convertido en emprendedores, así como algunos que ejercen como profesores mantienen al mismo tiempo una actividad privada. Aunque no tengamos esas cifras a mano, podemos dar testimonio de esos vínculos y redes sociales reales nada más que mirando a nuestro alrededor. Esos que nos representamos como sectores separados, estatales-privados o cooperativos-públicos, están interrelacionados en un grupo social más amplio, cuyos rasgos comunes pueden ser mayores que sus visibles diferencias.
Repensarnos como sociedad requiere ese examen ecuánime, en vez de lamentarnos por una migración laboral inevitable o de estigmatizar a un sector que ha salido de la misma fábrica social que los demás. Entender esa sociedad real puede contribuir disipar telarañas mentales y otras talanquera atravesadas en el camino de la “unidad en la diversidad” de que tanto hablamos. En vez de querer mirarnos por el espejo retrovisor de lo que fuimos, y lograr caminar en el único sentido en que podemos: hacia adelante.