Cuando uno relee el debate sobre qué marxismo se debía enseñar en las universidades cubanas en aquellos remotos 60, tiene la impresión de que sus contendientes no están muertos y enterrados del todo. No solo porque algunos sobreviven, sino porque sus posiciones se replican, como si el debate de ideas políticas en Cuba hoy tuviera algo de déjà vu.
Los editores de la revista Teoría y Práctica, y de las Escuelas de Instrucción Revolucionaria (EIR), que en aquella época se oponían a la enseñanza del marxismo con un enfoque histórico, así como a la línea editorial de Pensamiento crítico (PC) y a algunas expresiones de la política cultural —como la representada por la exhibición cinematográfica del ICAIC—, tenían señas distintivas muy marcadas. Planteaban que la gente no estaba preparada para entender la teoría marxista como proceso acumulativo, en sus diferencias e incluso contradicciones, sino más bien como conjunto de verdades y regularidades establecidas; que no era capaz de leer interpretaciones diversas del marxismo, porque eso los confundía; y que no podía asimilar críticamente a los antihéroes de cierta narrativa de combate y de la malavida del capitalismo expuestos en el cine, porque no iba a respetar a los héroes y algunos más jóvenes podían ponerse a imitar a los delincuentes.
Para ponerlo en los términos de un destacado pedagogo y dirigente sindical de los maestros en Las Villas, con quien tuve el privilegio de trabar amistad, no es buena idea que la gente pruebe café en su estado puro, sino que debería aguarse un poco, en lo que él llamaba cafuá, aunque sin descafeinarlo al punto de volverlo cafunga. Así había que hacer con la filosofía de Marx y sus descendientes.
Contra esa visión se rebelaban los jóvenes marxistas del Departamento de Filosofía y de PC. Quien quiera conocer más de los debates de entonces, puede consultarlos en un volumen compilado por Graziella Pogolotti, y en numerosas publicaciones de los últimos años sobre el marxismo de los 60, así como una serie más reciente escrita por protagonistas sobre aquellas batallas de ideas.
Casi ninguno de quienes defendían el café original de Marx se fueron para ninguna parte, así que el tiempo les alcanzó para ver cómo aquella teoría del todo que contenían los manuales filosóficos caía en descrédito, una vez que las cosas tomaron otro giro en la segunda mitad de los 80, y sobre todo a partir de los 90. Me parece estar viendo las caras de Fernando Martínez y Juan Valdés Paz cuando, 20 años después, me comentaban los elogios que les dedicaban a ellos los defensores del marxismo-leninismo soviético, veteranos y también más jóvenes, como si aquel pasado se hubiera sumido en la neblina del ayer, hasta borrarse. Yo les recordaba, parafraseando a Marx, que la historia se repite: primero como “Siete contra Tebas,” luego como Harry Potter. Y nos reíamos mucho, como siempre.
Cuando empecé a ir a EEUU y a pararme delante de un aula de estudiantes de Harvard y Columbia, a participar en eventos adonde podían asistir funcionarios de alguna administración pasada o presente, a conversar a la hora del almuerzo con coroneles y embajadores de “sabático,” y a trabajar durante meses como Guest Scholar en institutos dependientes del financiamiento del Congreso, comprendí dos cosas básicas sobre el debate intelectual en el campo de la política.
La primera lección fue que para explicar y fundamentar la razón de ser de la política cubana, tenía que usar argumentos y evidencias que no pudieran refutarse como si fueran mis lealtades ideológicas. Ellos las sabían, aunque no podían usarlas como argumentos en el debate. Hasta podían sospechar que yo era un agente “castrista” (no me lo decían, pero lo podían creer). Por mi parte, yo sabía que, si podía transmitir una explicación racional del proceso político cubano, aceptable en el sentido de inteligible para las teorías y la cultura intelectual predominantes en EEUU, aunque no la compartieran, había puesto una pica en Flandes o algo así. Esa pica, por supuesto, no era hacerlos cambiar de manera de pensar, sino apenas situar el conflicto de EEUU con Cuba como parte de un proceso político, social y cultural que ellos no conocían. Porque la verdad es que no lo conocían.
Tuve como estudiantes a hijos de la antigua clase alta cubana, o que trabajaban para la Fundación Nacional Cubano Americana, que, cuando comprobaban que mis cursos no eran instrucción revolucionaria, se sentaban en mi aula a aprender historia de Cuba. Treinta años después, todavía me invitan a desayunar, cada vez que voy de visita, y me siguen llamando “mi profesor.” No se me ocurre pensar que les cambié su ideología. Pero aprendieron mucho de historia y de política que no sabían sobre la Enmienda Teller, la base naval de Guantánamo, la cobertura del NYT acerca de la guerra de independencia, y por qué hubo misiles nucleares en 1962. Y eso les gustó. Y a mí también, sobre todo cuando lo compartí con ellos.
La segunda lección fue que era imposible dividir y separar la lógica de la política cubana hacia afuera y hacia adentro, pues la fuente racional (no solo ideológica) de esa política, era (y es) la misma: el proceso que llamamos la Revolución. Cada vez que la política exterior se contradecía (o parecía que se contradecía) con la política interna, aparecía como incongruente. Y esa incongruencia es una debilidad, en cualquier sistema y circunstancia, políticamente hablando. Así que yo no podía hablar del proceso como igual a sí mismo, inmutable, sino todo lo contrario, explicarlo desde cada circunstancia histórica. De otra manera, Fidel Castro, el Che, Raúl, parecían maletines de dogmas intemporales, y no estrategas políticos.
Para estudiar a Cuba de manera que se puedan entender sus problemas internos y lógicas inseparables de su política exterior era imprescindible, pensaba yo, investigarla, y analizarla con la cabeza, no tocarla de oído. Puede ser que a algún diplomático o editorialista le baste con citar discursos y documentos oficiales, de Fidel Castro o de Raúl Roa, de pactos y tratados internacionales, o del mismísimo José Martí. A un profesor o investigador, no.
Cuando se explica la política exterior de Cuba, y hacia EEUU en particular, a partir de un cuerpo homogéneo llamado “ideología de la Revolución Cubana” se limita a entender esas relaciones exteriores como una proyección de una determinada ideología. En ese enfoque, el tópico vinculante entre política exterior y doméstica se limita al efecto económico del bloqueo. Por lo general, quienes así lo explican, no suelen derivar todas las consecuencias que el peso dominante de la defensa y la seguridad tienen para el sistema político en su conjunto, y también sobre el discurso ideológico. La cuestión es cómo, partiendo de esa adversidad, se hace para luchar los derechos y convertirlos en prácticas reales, democracia y participación de la gente. Para que esos derechos y esas prácticas, se hagan verdaderas en la política todos los días. Como es lógico, esa historia problemática no se cuenta en una pancarta, ni para construirla bastan citas de libros o testimonios. De ningún libro, de nadie.
Antinomias y conflicto en la situación política cubana (III)
Conté aquí mi pequeña experiencia personal con los americanos, porque la conozco de primera mano, pero está claro que la relación con ellos está en la médula de la cultura política cubana, en su sistema nervioso. Para mal y para bien. No es raro que, además de las ciencias del béisbol y de los ciclones, la mayoría de los cubanos dominen las relaciones con los americanos como su tema de tesis en la universidad de la vida. Y así como ocurre con las otras primeras ciencias, esta ofrece el espacio perfecto para hacer aterrizar casi todos nuestros debates políticos, más allá de las fórmulas prestablecidas de la ideología, la ley, la teoría de la conspiración y demás órdenes sustitutos.
Ese condicionamiento geopolítico requeriría empezar por lidiar con nosotros mismos. Por ejemplo, nuestra tendencia sectorial a compartimentar las practicas y el conocimiento. Así, digamos, reforzar la distancia entre medios de comunicación como la prensa, de un lado, y la literatura y el arte, de otro; entre ciencias sociales y naturales; y a convertir a las casamatas de lucha ideológica y política de que hablaba Gramsci en pesados aparatos con escasa capacidad de maniobra. Ese compartimentalismo ha imperado por encima de las “mil flores” que deberían emular entre sí, y en su lugar, ha reflejado la tendencia centralizadora, también en materia de conocimiento, según el principio de “cada oveja con su pareja,” como le orientó Jehová a Noé, cuando lo mandó a construir el Arca.
Por si esos espejuelos que separan a la vida real en “sectores” no bastaran, se han acuñado verdades que tienen curso común, y se repiten. Por ejemplo, que cuando uno acepta debatir en un mismo foro con quienes adoptan otro signo político o ideológico los está “legitimando.” O que presentar batalla solo es recomendable cuando lo favorece “la correlación de fuerzas.” Siempre me he preguntado qué tienen que ver todas esas reglas con el debate real de ideas allá afuera.
Por ejemplo, ¿si a uno lo invitaran a hablarle a un auditorio cuya mitad son ex-propietarios cubanos nacionalizados en 1960 (incluidos unos que hacen como si quisieran conversar) y la otra mitad liberales anticomunistas? ¿Hay que evitarlo porque la correlación “no nos favorece”? ¿Se trata del lugar equivocado?
Por este largo pasado, pasó más de un águila por el mar, de manera que algunas de estas preguntas ya han sido contestadas por los hechos, trayendo un cambio de fondo en las relaciones de Cuba con el mundo y con ella misma. La cooperación, los intercambios culturales, académicos, científicos, así como el turismo, la migración, y otras formas de entra-y-sale, ampliaron y crearon nuevos vínculos con el mundo exterior/interior, que fueron borrando las diferencias entre adentro y afuera. Ya estaban difuminándose, cuando llegó internet, para acabar de borrarlas.
De manera que si alguien se planteara hoy que una cosa es la lógica dialogante con que el gobierno cubano lidia con el de EEUU en un proceso negociador, y otra la que rige el debate de ideas “dentro” de Cuba, revelaría que no entiende ninguna de las dos.
Primero, porque las relaciones cubano-norteamericanas están hechas hoy de una multiplicidad de canales no estatales, que transcurren al margen de las vías inter-gobiernos, y protagonizadas por actores no oficiales. Probablemente no haya nada más importante como factor de cambio que ese contacto people to people. Y el gobierno cubano, según se comporta, lo sabe.
Segundo, porque el debate de ideas en la esfera pública cubana, lo que la gente lee, las películas que ve, con quienes habla, los espacios físicos y virtuales donde intercambia; no está sujeto a lo que está registrado, se imprime y se publica; a lo que ponen por la TV y los cines; a la gente de su barrio. Porque la “población flotante,” los lugares con que se topa, con quienes se coincide en un sitio público, o incluso en espacios institucionales, son otros. El hecho de que algunos de estos medios e instituciones se sigan comportando como si no hubiera cambiado nada, no implica que no puedan advertir esa diferenciación y el ancho de banda al que pertenecen.
Contrastando aquel pasado, confieso que los debates entre los profes de las EIR y los editores de Teoría y práctica, de un lado, y los del Departamento de Filosofía y Pensamiento crítico, por otro, contaban con un apreciable rigor intelectual, un estilo y un tono que no siempre encuentro en algunos tiroteos actuales. Me pregunto qué hallaría una tesis de investigación dedicada a comparar los problemas y las fuentes de aquellos debates en el alba de la Revolución y los de ahora. Solo para tener conciencia de cuánta agua ha corrido bajo estos puentes —y cuánto se ha llevado.
En cualquier caso, aquellos debates de entonces, aunque presentados bajo la forma de materias universitarias, como filosofía, historia, teoría social, literatura, economía, arte, derecho, tenían un sentido eminentemente político en la Cuba de aquella época. Si las corrientes que se cruzaban se ponían mutuamente etiquetas, como “ortodoxos” y “liberales,” “herejes” y “dogmáticos,” o “marxistas-leninistas” y “revisionistas,” y en el calor de la polémica y el furor de la edad se llegaron a detestar, los lances no implicaban acusaciones de deslealtad o de traición a los principios del socialismo revolucionario.
Probablemente haya muchas diferencias lógicas en circunstancias históricas tan alejadas. Me pregunto qué arrojaría la radiografía del debate ideológico en la Cuba actual. ¿Se trata realmente de un déjà vu? ¿O a diferencia de los 60, existe una sola izquierda? ¿Es posible deslindar la gama de esa izquierda cubana hoy? ¿Vale la pena? ¿Por qué?