El otro día me enteré de que un famoso diccionario británico eligió en 2017 la palabra “populismo” como “Word of the Year”.
A reserva de permanecer siete años después en el bombo, como diríamos aquí, la etiqueta “populista” ha venido usándose para cosas tan diferentes, que a menudo confunde más de lo que explica.
Populistas han sido definidos quienes apelan a una cruzada contra las estructuras políticas establecidas, los partidos de todos los colores, las instituciones del Estado, las elites poderosas, los centros de decisión “arriba”, a nombre de un bloque genérico nombrado “el pueblo”, que reside “abajo”. No importa de cuántos grupos, clases sociales, credos ideológicos o convicciones políticas se trate, ese sujeto múltiple llamado “el demos” o “la plebe” resulta ser “el pueblo”. El líder, el movimiento o el partido que lo encarne, no importa su ideología, se identifica como populista.
Históricamente, el término “populista” se asociaba a los clásicos partidos llamados así en Rusia o EE. UU., claramente de izquierda, o a los movimientos fascistas en Italia y Alemania, claramente lo contrario. Como ha ocurrido con otros conceptos —digamos, totalitarismo, autoritarismo, radicalismo, o incluso fascismo—, su aplicación ha ido estirándose y su sentido se ha difuminado, mientras abarca cada vez casos más diversos.
Como se sabe, el término se extiende a los extremos políticos desde la derecha hasta la izquierda. Dentro de ese gran saco de populistas, han sido puestos, digamos, el neoliberal Alberto Fujimori y el general nacionalista Juan Velasco Alvarado en Perú, Getulio Vargas y Jair Bolsonaro en Brasil, el socialista Marmaduke Grove y el ultraderechista José Antonio Kast en Chile, el dictador Juan Vicente Gómez y el presidente Hugo Chávez en Venezuela, el general Juan Domingo Perón y el ultraliberal Javier Milei en Argentina, el nacionalizador del petróleo mexicano Lázaro Cárdenas y el neoliberal Vicente Fox.
Asimismo, han cabido numerosos líderes de África, desde los anticolonialistas Kwame N´Krumah y Samora Machel, el fundador de No Alienados Gamal Abdel Nasser y el líder antiapartheid Nelson Mandela, hasta militares aliados del neocolonialismo como Mobutu Sese Seko e Idi Amin Dada.
Recuperar el concepto para entender los fenómenos políticos actuales no es un mero ejercicio intelectual o académico. Más allá de su ocurrencia en el lenguaje político y mediático, el concepto sirve para distinguir aristas clave de esos fenómenos ahora mismo.
Con ese fin práctico, la primera precisión tendría que distinguir entre las corrientes políticas enraizadas en movimientos sociales de resistencia, surgidos abajo, entre grupos carentes de medios de poder, en las redes de la sociedad civil y las organizaciones políticas que las articulan, de un lado; y algo tan simple como “un movimiento del pueblo contra la elite”, del otro. Se trata de animales distintos, por su naturaleza.
Si entre los líderes de esos movimientos sociales y políticos surgidos abajo se identifican estilos de liderazgo que puedan calificarse como populistas, esto no reduce el alcance y arraigo de esos movimientos al sello personal de esos líderes. O sea, que encerrar bajo la etiqueta de populismo los procesos revolucionarios, los cambios sociales y culturales de fondo que los acompañan, su alcance y trascendencia, resulta una forma de despacharlos con un palabrazo.
Los estudios sobre el populismo contemporáneo coinciden en que se encarna en líderes que aprovechan circunstancias de crisis y conflictos sociales para capitalizar el malestar de la gente. Estos líderes pueden manifestarse como “caballeros andantes” a la caza de seguidores, sin una organización preestablecida; pero también pueden crearlas ad hoc, a su imagen y semejanza. Asimismo, los populistas con las dotes adecuadas pueden tomar organizaciones existentes previamente y galvanizarlas, insuflándoles una nueva energía, a cambio de ponerlas en función de su agenda e intereses.
En lugar de los países del Tercer Mundo, supuestamente plagados de caudillos, nacionalismos y revoluciones, en los últimos tiempos los populismos han resurgido en espacios geopolíticos en los que se decía que estaban desterrados. Digamos, en países de Europa Occidental, donde el populismo derechista era cosa del pasado, como Alemania; o se atribuía mayoritariamente a las viejas izquierdas, como Francia; o se asociaba con un nacionalismo aislacionista, como el Reino Unido. Son los casos del partido Alternativa para Alemania (AFD), con 83 escaños en las últimas elecciones parlamentarias; el Frente Nacional de Marine Le Pen, que acaba de poner en vilo las últimas elecciones francesas; el Partido de la Independencia británico, que impulsó la campaña del Brexit y logró romper con la Unión Europea.
Aun cuando ese populismo rampante de nuestros días no está confinado a una ideología específica, por lo general tiende a mezclar las antiguas pretensiones de ser la voz del pueblo con los tonos de un autoritarismo casi siempre derechista.
Ahora bien, ¿cuál es el contexto en que emergen los populismos actuales, no solo en América Latina, sino en Europa Occidental y EE. UU.? ¿Qué factores propician su reaparición incluso en sistemas de partidos que se habían mantenido relativamente impermeables a la entrada de “caballeros (o caballeras) andantes”?
Del lado de las instituciones políticas, un factor principal es la caducidad de esos sistemas partidistas, su ineptitud para recoger las demandas e intereses de la gente, y su pérdida de credibilidad.
Las señales de ese anquilosamiento no son nuevas, ni se expresan solo como brechas para el populismo. Entre otros síntomas, se revelan en el rápido desgaste de los gobiernos recién elegidos, la impredecibilidad y estrechos márgenes de los resultados electorales, las prácticas reiteradas de abuso de poder y corrupción, la progresiva legitimación de las salidas autoritarias (o “semi-autoritarias”) como alternativa y, sobre todo, la incapacidad del orden democrático realmente existente para responder a la promesa de nivel de vida, seguridad, bienestar, justicia, derechos ciudadanos.
Del otro lado, aprovechando el efecto de todo lo anterior sobre la gente, los líderes populistas logran sonsacar viejas fobias y enajenaciones desterradas de lo políticamente correcto. Xenofobia, racismo, misoginia, homofobia, intolerancia religiosa, antiintelectualismo, puritanismo, tabúes y prejuicios heredados, latentes en el cascarón de familias y regiones, que subyacen en el lado oscuro de la cultura popular.
A nivel popular, la fatiga de las ceremonias democráticas, la falta de fe en sus representantes, el vaciamiento de las ideas políticas y el descrédito de los políticos (no solo entre las nuevas generaciones), la desconfianza hacia los agentes políticos que manipulan y desinforman, crean el espacio perfecto para que los líderes populistas, con un poco de astucia, se hagan virales, por decirlo así.
Para su estudio como fenómeno actual, algunos autores han recuperado el populismo como concepto diferenciador de un cierto estilo político. Esta actualización del concepto centrándolo en el estilo de liderazgo subraya tres características principales.
La primera se monta en el viejo esquema de apelar al “pueblo” para oponerse a “la elite”. Pero con algunas peculiaridades que la hacen particularmente rasante. Ignorando la diversidad de intereses y actores, sujetos sociales y corrientes políticas que integran el pueblo real, esta visión define dos bloques: “nosotros, el pueblo”, donde radica la única verdad, concebida al modo fundamentalista; y “nuestros adversarios”, epítome de todos los males, que solo merece ser negado. En vez de la confrontación o competencia normal en el teatro de la política, esta negación conduce a la polarización política, con su carga de violencia verbal, psicológica, y aun física.
La segunda característica entroniza un estilo de debate político marcado por la ruptura de las pautas de lo correcto y hasta de lo decente. Derivadas de la polaridad extrema, se vuelven instrumentales la grosería y los “malas maneras”, el desplante y el desafío (la guapería, diríamos). Este estilo incorpora al “pueblo” como público, especie de fanáticos alrededor de un ring de boxeo o de lucha libre, para que animen cada puñetazo al contrincante. De manera que el trato se despoja de todo respeto, o sea, todo se vale, golpes bajos incluidos.
La tercera característica es la de integrar la crisis al ejercicio del liderazgo, para usarla como arma y amenaza. Esta manera de operacionalizar la crisis predica estar dispuestos a todo por la gravedad del momento. Como se diría en Cabaiguán, con un tono menos grandioso, se trata de “poner la cosa mala”, para meter miedo, tanto a los seguidores como a los contrarios. No es extraño que algunos populistas recuerden a predicadores evangélicos, por su tono apocalíptico, a manera de trompeta para salvar “nuestra civilización”, “nuestra nación”, “nuestro legado”. Etcétera.
En esa línea profética y ultranacionalista, desconfían de alianzas y pactos internacionales, defienden políticas aislacionistas, y exaltan un liderazgo fuerte que concentre la autoridad estilo “a grandes males, grandes remedios”. Esa actitud desafiante ante lo establecido y sin pelos políticamente correctos en la lengua dota a los líderes populistas de un aura de coraje, franqueza e invencibilidad que imanta a sus seguidores.
El lector debe estar barruntando que este populismo del liderazgo resulta inseparable de las tecnologías de la información y la comunicación. Y como la política no es cosa aparte, es lógico que todas las características apuntadas arriba se potencien bajo el imperio, el uso y el abuso de las redes sociales.
En la actualidad, algunos autores han acuñado el término populismo digital para estudiar esos usos, y en particular “influir en el electorado, levantar sospechas sobre los procesos electorales y difundir desinformación”.
Si de liderazgo populista se trata, lo que distingue a los medios digitales, además de su escala descomunal en alcance y saturación, serían las posibilidades de multiplicar el espacio de la política, de actuarla en cualquier escenario, borrando o haciendo más tenue la diferencia entre lo real y lo virtual, lo factual y lo representado, a la manera de los artistas performativos.
Así como las ideas y acciones adquieren sentido y razón de ser para quienes participan de ese performance político populista, no es extraño que las fake news resulten tan “objetivas” y funcionales como las demás news.
En este mundo raro que aparentemente compartimos, donde nos hemos habituado a que cualquiera dice cualquier cosa y no pasa nada, no es sorprendente que un intercambio de insultos pueda tomarse como un debate de ideas, que la orientación de la mayoría venga de unos llamados influencers, que la política sea espectáculo, y que su desarrollo dependa más de golpes de efecto y slogans que de la capacidad demostrada y la fuerza de un liderazgo.
¿Cómo construir prácticas alternativas que rescaten el sentido mismo de la política, arriba y abajo, sin retroceder a fórmulas rituales, a ceremonias solemnes y formales, carentes de pasión e interés, para involucrar a gente de todas las edades, y motivarlas a participar de manera consciente? ¿Hay algo que acompañe al populismo que las políticas y los dirigentes de izquierda deberían aprender a ejercer? ¿Alguna manera de desarrollar una conciencia crítica que resista los ardides del populismo en este mundo globalizado y en una sociedad trasnacionalizada como la nuestra?
Deberíamos pensarlo. Digo yo.