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Estaba dando clases yo por primera vez en Columbia, cuando la primera Guerra del Golfo, en 1991. Mientras la nieve caía sobre Nueva York, durante aquel “semestre de primavera”, como le llaman allá, lo que caía del cielo en Irak eran bombas inteligentes.
Donde yo estaba, era imposible ignorarlo.
Una cadena que rompía los records de teleaudiencia, llamada CNN, reportaba en vivo las imágenes captadas desde las cabinas de los bombarderos, como en una película de ciencia ficción, donde las explosiones tenían cierto colorido distante, las devastaciones parecían efectos especiales, y no se veían las víctimas.
Por otra parte, sin embargo, las protestas antibelicistas de los estudiantes universitarios se multiplicaban, mañana, tarde y noche. Parte de aquellas jornadas incluían seminarios abiertos que no cesaban, con expertos en el Medio Oriente como el palestino Edward Zaid o en política internacional como Richard Betts, quienes dictaban conferencias ante una multitud que colmaba enormes anfiteatros.
Mientras la primera guerra caliente de la posguerra fría se desarrollaba, George H. Bush bautizaría como the New World Order aquel supuesto mundo feliz que estaba llegando, al fin libre de la Unión Soviética, el comunismo y las ideologías extremas, donde la libertad, la democracia y la paz bajo el sello de Occidente iban a constituirse como nuevas reglas de la convivencia internacional. Esas reglas iban a incluir el predominio del multilateralismo, la cooperación, la resolución pacífica de los conflictos, el respeto al derecho internacional, y otras ideas geniales.
A pesar de que la evidencia hubiera demostrado que la posguerra fría no cumplió nunca con aquella anticipada felicidad universal, ese nuevo orden liberal, así caracterizado, siguió siendo un señuelo mental predominante desde entonces para algunos. Más bien abrió una etapa de turbulencia, inseguridad internacional e incertidumbre como no había existido desde el fin de la II Guerra mundial.
Afirmar que ese orden liberal iba de lo más bien hasta que los rusos invadieron Ucrania y Donald Trump se entronizó por segunda vez en la Casa Blanca, parece ignorar las graves tensiones y los profundos desequilibrios en el sistema internacional arrastrados en estas tres décadas y pico. No es ahora que están escuchándose, como diría Coleridge, los ecos de ancestral voices prophesying war.

Demasiado nos separa de aquel ceremonial triunfalista para querer soslayar todo lo que vino después. Lo que predominó no fueron los recursos diplomáticos, la cooperación, la negociación y la búsqueda del equilibrio, sino la lógica de la seguridad nacional y el unilateralismo.
Desde el sur global puede apreciarse que no hay sino dilatación de conflictos, propagados y reproducidos, gracias a la manera en que las grandes potencias han reaccionado frente a ellos. Empezando por guerras que no fueron precisamente “civiles”, conflictos que no fueron “étnico-religiosos” o “tribales”; violaciones flagrantes a los derechos humanos que no fueron cometidas solo por dictaduras o Estados “totalitarios”; uso de la fuerza por parte de Estados hechos y derechos, muy superior y más letal a la que pudieron adoptar redes terroristas o criminales. Guerras que no se han hecho solo mediante misiles y drones, sino con recursos financieros y comerciales, estatales y privados, más poderosos que cualquier cosa al alcance de pequeños Estados y sus asociaciones; medios de comunicación y mercados culturales controlados por oligarquías.

Respecto a la Guerra Fría, se ha multiplicado la cantidad de conflictos de gran escala en los que han intervenido de forma directa países de la OTAN. Desde “la guerra de Bosnia” (1992-95) y la “de Kosovo” (1998-99), la “guerra civil afgana” (1996-2001), la cruzada antiterrorista de la OTAN y aliados (desde 2001), la llamada “guerra de Afganistán” (2001-2021), la intervención en Libia (2011), hasta el renacimiento de los viejos enfrentamientos con Rusia y China, las contradictorias políticas occidentales respecto a la no proliferación nuclear y la securitización de las políticas inmigratorias de la mayoría de los Estados miembros, resulta evidente el crecimiento de la densidad y complejidad de las áreas de conflicto en la posguerra fría y, en ese contexto, la mayor beligerancia de las políticas de los aliados occidentales.
Hay que reconocer, sin embargo, que en la última década se han agudizado los ultranacionalismos, la rigidez ideológica, las políticas de bloques sobrevivientes de la Guerra Fría, la explosividad de los problemas acumulados en áreas como la pobreza, la salud, la violencia, que asuelan no solo continentes enteros como África, sino también impactan en las propias sociedades del Norte.

No se trata ya de religiones y culturas “atrasadas”, como suele calificarse al Islam y los diversos fundamentalismos religiosos, sino manifiestas en corrientes sociales y políticas de la nueva ultraderecha y sus populismos, en el corazón de sociedades occidentales, incluso las que responden a culturas, procesos históricos y contextos geopolíticos diferentes.
En ese contexto adquiere sentido, culturalmente hablando, el carácter extremo que adopta el discurso político dominante en los Estados Unidos, no como simple caso desviante o excéntrico en la figura de su presidente. Esta articulación incluye el estilo descarnado de definición y defensa de sus intereses nacionales, en la forma clásica adoptada por los estrategas geopolíticos de principios del siglo XX, en vez del código liberal sobre paz y derechos humanos puesto en boga por el liderazgo desde la Guerra fría.
La vuelta a esos códigos, su arraigo en segmentos de la elite del poder y su mayor resonancia social, genera contradicciones internas y entre sus aliados, aunque a la vez expresa intereses y visiones afines a lo que algunos identificaban como el Estado de seguridad nacional en el ápice de la Guerra Fría.
No se trata, sin embargo, de que estemos entrando en un reciclaje histórico, sino en un periodo de reorientación donde todo resulta más confuso en todas partes.
En busca de vacunas para aliviar esa confusión, y también la tendencia a un enfoque único o cerrado, he querido encaminar un debate abierto sobre este vasto tema. Con esa intención, les formulé algunas preguntas a cuatro expertos en problemas internacionales, a la manera de un simposio a distancia. Estas fueron:
- ¿Qué ha pasado con el sistema de gravitación de la política internacional, en términos de las fuerzas principales, más poderosas, que lo gobiernan? ¿Se ha vuelto difuso, se ha fragmentado o se ha perdido ese “centro de gravitación”?
- Si es así, ¿resulta consecuencia directa de los cambios en la política doméstica de los EE. UU. en los últimos años, y su impacto global? ¿O responde a la emergencia de otros actores, entre ellos, algunos que no son fuerzas poderosas a nivel global?
- De ahí. ¿cuál puede ser la tendencia en la dinámica de ese “centro de gravedad”, en los próximos años? ¿Podrá articularse uno nuevo? ¿O prevalecerá la “entropía”? ¿De qué depende?
Entre los expertos a los que recurrí, me contestaron cuatro destacados estudiosos de problemas internacionales, dos estadounidenses, un europeo y un cubano: Brantly Womack, Jorge Domínguez, José Antonio Sanahuja y Arturo López-Levy1.
A continuación, algunas de las respuestas, que adelantan sustancialmente el debate.
Brantly Womack
Diría que la transformación global de la comunicación, la información y la logística en los últimos cuarenta años ha aumentado la importancia del campo gravitacional, pero que los cambios en la masa relativa han modificado muchas de las asimetrias que dan forma a las trayectorias relacionales.
El ascenso de China es el cambio más obvio, pero China es solo parte de la historia. En 2008 el PIB del mundo en desarrollo superó al del mundo desarrollado por primera vez desde la década de 1870.
A diferencia de la gravedad, la exposición internacional puede llevar tanto a la repulsión como a la atracción. La interacción no se determina simplemente por la exposición relativa. Está moldeada por la historia y la diplomacia. El planeta puede ser concebido como una red multinodal de relaciones asimétricas, cada nodo ubicado en sus recursos, necesidades y patrones relacionales específicos.
El ”Siglo americano” comenzó a desvanecerse en 2008, y actualmente está en picada en la segunda administración de Trump. Estados Unidos y China están en una competencia asimétrica a largo plazo, y su relación constituye el tercio medio de la economía política global. Sin embargo, el mundo tiene otros dos tercios, que se tendrán que proteger de las incertidumbres en el centro.
EE. UU. está reaccionando a la decreciente efectividad de su control sobre sus socios y sobre el sistema internacional en general. Mientras señala a China como “el desafío a batir”, el problema subyacente es más amplio.

El ambiente político de EE. UU. está en un estado de nostalgia hegemónica, y es probable que eso continúe. Ha pasado de un impulso por mantener y restaurar su postura hegemónica (Obama-Biden) a maximizar las presiones transaccionales en cada relación. El comportamiento de EE. UU. es clave para la respuesta global, pero da lugar a respuestas cautelosas. En última instancia, demuestra la brecha entre la concepción de los intereses de EE. UU. (especialmente la de Trump) y los intereses de sus socios.
Jorge Domínguez
El sistema internacional se parece a una cebolla. Cada capa aporta algo distinto. En el ámbito militar, una primera dimensión es 1+. Como han demostrado la incapacidad de Rusia de aplastar a Ucrania, la prudencia china de no fajarse con Taiwan, Israel que no pudo por sí solo hacer lo que quería en Irán, y como ha demostrado el bombardeo de Irán por EE. UU.: hay solamente una superpotencia.
Una segunda dimensión militar, sin embargo, refleja un cambio importante. El número de países con armas nucleares ha seguido creciendo, con Corea del Norte el más reciente, y con la probabilidad de una aceleración.
La lección comparativa de Ucrania e Irán, ambas agredidas aunque por diferentes enemigos, y de Corea del Norte, que nadie la agrede, es que tener ambas nucleares es deseable. Ese puede ser el futuro de Arabia Saudita, Japón, Corea del Sur, Australia y, por supuesto, Irán.

Sigue trabajando en la cebolla y tropiezas con el sistema financiero. El dólar sigue siendo rey, aunque debilitado paulatinamente, algo más ya bajo Trump. La compra de bonos Federales de EE. UU. ya hace rato depende de los chinos, los japoneses, los europeos. Esta financiación es lo que ha seguido fortaleciendo al dólar; lo que puede ser, pero no es todavía, su talón de Aquiles.
Llegas al sistema comercial, que parecía ordenado y estable. El gran logro de Trump es joderlo, generando incertidumbre día por día. En su dimensión estructural, por supuesto, ya había cambiado mucho por el impresionante auge comercial de China, pero también por el no menos impresionante auge de Corea del Sur, Taiwan, y los del ASEAN.
La política interna de EE. UU. había provisto una cierta estabilidad en los elementos fundamentales de su política exterior. Hubo un gran consenso entre demócratas y republicanos. La OTAN era sagrada. El libre comercio también. La defensa del papel del dólar no había ni que discutirlo. Y de ahí el gran cambio fue el trumpismo, es decir, no solamente Trump sino los cambios en la sociedad que generan los movimientos políticos que han sido el sostén de Trump y de los ya mucho más numerosos trumpistas en el Congreso.
José Antonio Sanahuja
Mi concepción del sistema internacional es histórica y estructural. Presto atención al poder relacional que ejercen actores, como puede ser Estados Unidos, pero también al poder de estructuras económicas, de instituciones y normas, y también de tipo ideacional, aquellas que proporcionan legitimidad y visos de universalidad a un determinado orden.
Veo la hegemonía más como la función del poder estructural, que radica en las estructuras históricas bien trabadas, no tienen que ser necesariamente unipolares. La Guerra Fría fue una estructura histórica hegemónica de naturaleza bipolar, y la globalización ha sido una estructura histórica, que ha regido también por más de cuatro décadas, en la que el poder estaba radicado en redes transnacionales, en una lógica de interdependencia, que constreñía los factores de agencia. Quien se adaptaba a ella, como China, pues le iba bien; quien no podía o quería adaptarse, como fue la Unión Soviética, y después Rusia, no le fue tan bien.
Esa estructura histórica en 2008 llega a su fin. Estaríamos ahora en una fase de interregno en términos gramscianos, donde lo viejo no termina de morir, lo nuevo no puede nacer, y en ese interregno emergen los fenómenos mórbidos más variados, los monstruos, algunos fácilmente reconocibles, Trump es uno de ellos, Putin también lo es; el acceso de las ultraderechas, de los nuevos cesarismos.
No se puede explicar el ascenso de esos fenómenos al margen del agotamiento de la globalización, de esa crisis de expectativas socioeconómicas que ha producido, en la que no se atisba progreso, ni esperanza, ni futuro, para sectores muy amplios de la sociedad.
Ese interregno actual, derivado de la erosión, de la crisis de la globalización y del orden internacional liberal, no se ve todavía lo que puede emerger. Los países emergentes ni tienen la voluntad ni la capacidad de generar un orden mundial alternativo. En ese interregno, la inestabilidad sistémica se convierte en el factor más relevante.
Arturo López-Levy
La mayor transformación del sistema de gravitación de la política internacional es la difusión de poder desde el Atlántico noroccidental hacia el Este de Asia como región y un grupo de estados del llamado Sur Global en el balance mundial.
Es un reto al orden existente, la estructura normativa, los conceptos, y la gestión de la agenda multilateral en términos de justicia, representación y desigualdades, más allá de las diferencias entre los estados. Se trata de una diversidad cultural desconocida hasta hoy en intereses comunes, valores compartidos, y formas de organizarse politicamente.
En términos de gravitación, aquí es importante atender a dos tendencias. Una es la llamada coo-petencia (mezcla de cooperacion y competencia) entre China y Estados Unidos, lo que constituye un eje fundamental de la geopolítica de la próxima década.
Otra es la emergencia de nuevos grandes poderes a nivel regional. Los BRICS parecen más un mecanismo de coordinación de poderes regionales, con China, y Rusia intentando ganar poder frente a Occidente, pero sin ofrecer un régimen de gobernanza global alternativo. Estados Unidos sigue siendo el único superpoder con capacidad de jugar un papel relevante en todos los sistemas regionales.
El trumpismo de “America First” es un síntoma de la incapacidad de administraciones de los dos partidos principales de Clinton a Obama para afrontar y promover una gobernanza sostenible de la globalización que ha terminado por predominar.
Las respuestas a los retos de la globalización han sido muy insuficientes también por la naturaleza anárquica (sin gobierno, no sin gobernanza) del sistema internacional y los cambios en el balance de poder a partir del fin del momento unipolar posguerra fría.
Prevalecerá la entropía, pero sus matices son tan importantes como ese rasgo. La recreación de un momento unipolar o imperial en la sociedad internacional es extremadamente improbable. Estados Unidos, aun siendo el único superpoder efectivo, es menos poderoso que lo que la retórica de Trump asume que es. Ni Estados Unidos como superpoder ni ninguno de los grandes poderes que le siguen o rivalizan pueden erigirse en centro.
- Por razón de espacio, publicaré una versión íntegra del simposio, junto con las otras contribuciones pendientes, en Temas.