Una política basada en la amenaza y la intimidación puede ser eficaz, incluso si nunca llega a cumplir lo que presagia. No solo por su efecto disuasivo (en inglés, deterrence) —concepto tan viejo como el arte de la guerra—, sino porque puede provocar preocupación, angustia y crispación en el adversario, lo que le dificulta actuar con ecuanimidad, por temor a consecuencias imprevistas, exponerse a represalias por movimientos que se interpreten como hostiles, encerrarse en un modo defensivo (avivado por la mentalidad de fortaleza sitiada), contribuir a una cautela extrema que tiende a ralentizar o incluso paralizar la toma de decisiones, al prolongar la actitud de wait and see, hasta ver por dónde se definen y llegan a ejecutarse esos malos presagios.
Una política de amenaza e intimidación, más creíble mientras mayor es la fuerza y los medios del que la proclama, pende sobre los demás como la clásica espada de Damocles.
Como apunté, nada de eso, estrictamente hablando, es nuevo en esta plaza.
Durante toda la Guerra Fría, EE. UU. y la URSS se estuvieron amenazando, jugando un peligroso póker nuclear, a cuya apuesta abismal se acercaron de manera extrema en la Crisis de octubre de 1962 en torno a Cuba.
La percepción estadounidense acerca de la amenaza soviética ese año fue tan desorbitada como para creer que una URSS con un poder de fuego atómico 16 veces menor iba a intentar un primer golpe nuclear, usando como pretexto estar defendiendo a su aliado en el Caribe. Ese fue el factor determinante en el origen y escalamiento de la crisis. Si esa espiral hacia el enfrentamiento no hubiera sido cortada por el uso de los poderes presidenciales, y si JFK (y Nikita) se hubieran dejado arrastrar por el consenso de su gabinete, asesores y Estado Mayor Conjunto, seríamos todos un montón de cenizas.
Como sabemos hoy, en el resto de la Guerra fría, después de 1962, nunca se rebasó la loca escalada armamentista, ni se descartó el bluff, el ocultamiento, la unilateralidad, el ultimátum, por encima del diálogo, la cooperación, la búsqueda de entendimiento.
Fíjense si eso de la percepción de amenaza es peligroso, como reacción autoinmune, de un lado y de otro. Y fíjense si eso del poder presidencial (más allá del Congreso, de un lobby derechista, de unos fanáticos ideológicos marcados por la obsesión anticomunista en un mundo donde el comunismo brilla por su ausencia) tiene una importancia decisiva, muy particularmente, en materia de seguridad nacional.
En un artículo anterior en esta columna inventarié las políticas del tándem Trump-Biden hacia Cuba. Terminaba diciendo que las medidas de estrangulamiento habían sido tantas y tan variadas, que era difícil imaginar qué más iban a hacer a partir de enero de 2025. Sin embargo, debería haber añadido: qué más iban a hacer que no les fuera contraproducente.
Digamos, los memos de entendimiento (MOU por sus siglas en inglés), acuerdos y arreglos firmados entre los dos lado, casi todos, intactos, desde la época de Obama y Raúl, podrían revertirse.
Los MOU cubrían seguridad de viajeros y comercio, aplicación y cumplimiento de la ley (fraude, falsificación de pasaportes, lavado de dinero), conservación y manejo de áreas marinas protegidas en el estrecho de la Florida, cooperación en áreas de hidrografía y geodesia para seguridad de la navegación marítima, protección de la fauna silvestre y áreas terrestres, intercambio de registro sísmicos, información meteorológica y climática, vuelos regulares, correo directo.
Los acuerdos preveían la cooperación y respuesta ante derrame de hidrocarburos en el Golfo de México y el Estrecho de la Florida, búsqueda y rescate aéreo y marítimo, cooperación en sanidad animal y vegetal, chequeo y coordinación del acuerdo migratorio firmado en 1994-95, la ratificación de un tratado sobre delimitación de las plataformas continentales en el polígono oriental del Golfo más allá de 200 millas.
Los arreglos se referían a enfrentar coordinadamente el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas y la seguridad del transporte (oficiales de seguridad a bordo de aeronaves).
Otros MOU cubrían cooperación en materia de salud, investigaciones y desarrollo contra el cáncer, hermanamiento de zonas protegidas (Zapata y Everglades).
Algunos expertos-de-las-redes en materia de relaciones señalan que “EE. UU. no necesita nada de Cuba”, y que “es absurdo pensar que necesita las relaciones”. Sin embargo, esta lista de acuerdos, arreglos y MOU que datan de 2014-2017 reflejan una simetría de intereses muy concretos.
Una simple inspección muestra que casi todos atañen de manera directa o indirecta a intereses de seguridad nacional. De esos que no cambian con la coyuntura política ni las administraciones.
Si fuera verdad que Cuba no hizo todo lo que estaba a su alcance para avanzar en negociaciones de estos u otros temas, en particular, el otorgamiento de concesiones a empresas de EE. UU. para invertir o comerciar en Cuba, los hechos posteriores justificarían esta reticencia.
Cuba estaba otorgándole una cuota de confianza a EE. UU. al concertar acuerdos que ni la misma Administración Obama podía garantizar —como se demostró luego—. La tímida flexibilización de algunas regulaciones del bloqueo nunca llegó a permitir créditos bancarios a las operaciones comerciales autorizadas (licencias de venta a alimentos y medicinas); ni facilitó el acceso real del sector privado a apertura de cuentas en bancos de allá, mucho menos a financiamiento; ni redujo la persecución a las transacciones cubanas en el resto del mundo, todo lo contrario; ni redujo la vigilancia sobre filiales naturalizadas en terceros países para comerciar con Cuba; ni siquiera dio un trato especial al capital cubanoamericano para realizar operaciones con la isla, bajo una licencia general, como ocurre con las prerrogativas que los nacidos en Cuba o hijos de cubanos tienen para visitar la tierra natal —al menos, hasta ahora—.
De haberlas adoptado, estas medidas de flexibilización habrían puesto la pelota del lado del Gobierno cubano. Y, sobre todo, habrían creado nexos que propiciaran el surgimiento de un lobby de intereses económicos en oposición al embargo, que habría estado ahí cuando Trump llegara a la Casa Blanca en su primera temporada.
En vez de eso, le hicieron sentir al Gobierno cubano que avanzar en una legislación nacional dirigida a acelerar esos vínculos era como jugar a la ruleta rusa, teniendo en la recámara del revólver una bala ignorada (¿plástica o de plata?): lo que haría Donald Trump, o Hillary Clinton, pocos meses después.
En vez de eso, la Administración Obama se mantuvo arguyendo que no podían flexibilizar más las regulaciones, porque eso sería como abolir la ley Helms-Burton, algo que solo podía hacer el Congreso. Sin embargo, el Departamento de Justicia hubiera podido, digamos, someter a la Corte Suprema la inconstitucionalidad de esa Ley, que numerosos expertos en derecho consideran una aberración, y carente de justificación alguna, ya que, desde 1997, la comunidad de inteligencia y seguridad nacional certificaron que Cuba no era una amenaza para EE. UU.
Con esa espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza, Cuba se arriesgó bastante en esos 25 meses del verano de Obama y Raúl. De hecho, la reversión de la política tardó menos de 6 meses en tomar la forma de un Memo presidencial de Seguridad Nacional 5 (NSPM 5) “Fortalecer la política de seguridad nacional de EE. UU. hacia Cuba”. Este negaba el documento que postulaba líneas estratégicas hacia Cuba promulgado por Obama pocas semanas antes de dejar la Casa Blanca, y que se suponía iba a dar continuidad a la política de EE. UU.
La base de este NSPM 5 ponía por delante el fomento de la democracia, la libertad y los derechos humanos en Cuba, así como promover las empresas privadas. Con ese fin, priorizaba la canalización de medios fuera del alcance de las instituciones cubanas, dirigido a respaldar las organizaciones antigobierno aquí, y en espacial, las apalencadas en Miami. Todo eso justificado en la represión de las protestas y el libre culto religioso supuestamente practicado por el Gobierno de Cuba.
Solo como ayuda memoria: el NSPM 5 no se movió un milímetro, ni siquiera cuando, menos de dos años después, se aprobó una nueva Constitución, cuyo artículo 56 preconizaba el derecho a reunión, manifestación pública y asociación; y establecía bases para los negocios privados insólitas en más de medio siglo.
Si hiciera falta más evidencia de que los acuerdos sobre cooperación con EE. UU. padecen de extrema volatilidad, no importa el partido en el poder ni lo que Cuba haga o no, el tándem Trump-Biden practicó todo el tiempo la política de cambio de régimen. Si se revisa la conducta pública de la Embajada estadounidense en La Habana entre fines de 2020 y julio de 2021, se verá que era la misma desde antes de las protestas del 11J.
Sin embargo, durante este periodo de dos Administraciones ocurrió exactamente lo contrario del leitmotiv “Cuba-no-hace-lo-que-tiene-que-hacer-para-contribuir-a-mejorar-las-relaciones-con-EE. UU”. El caso de los 23 acuerdos heredados de la Administración Obama es un perfecto ejemplo. Como apunté, la parte estadounidense fue respondiendo cada vez menos al contenido de esos acuerdos, a pesar de que no fueron cancelados, pues los encuentros bilaterales a su amparo fueron languideciendo, quedando como en hibernación la mayoría. De manera que, si se abolieran ahora mismo, no cambiaría nada en términos prácticos.
Curiosamente, lo que nunca se menciona es que Cuba no ha dejado de cumplirlos.
Los encuentros de coordinación entre Tropas Guardafronteras (TGF) y el Servicio de Guardacostas (SGC), por ejemplo, se han mantenido hasta finales de la administración Biden. Según refieren expertos, “se han realizado (11) Encuentros Técnicos TGF-SGC, donde se han abordado temáticas como el enfrentamiento al narcotráfico internacional y la emigración ilegal por la vía marítima, la coordinación de operaciones de búsqueda y salvamento marítimo, intercambios en materia de seguridad portuaria, y la coordinación de respuesta a derrames de hidrocarburos en el Estrecho de la Florida”.
Sin embargo, aunque las contrapartes cubanas siguen ajustándose a los términos de los acuerdos y arreglos de 2015-2017, la mayoría de las otras agencias involucradas (Seguridad Nacional, Justicia, DEA, FBI, ICE) han dejado de responder, en muchos casos desde la primera administración Trump. Los informes que Cuba ha seguido compartiendo abarcan datos de inteligencia y acciones unilaterales, así como propuestas de coordinación, referidas a temas tan sensibles como enfrentar ciberdelitos, terrorismo, tráfico de drogas, lavado de activos y otros actos ilícitos, asistencia judicial en materia penal, trata de personas. Obviamente, la actitud del alto mando de la Casa Blanca hacia Cuba ha marcado este retraimiento de las agencias que antes mantuvieron una estrecha colaboración con la isla.
Ahora bien, la cancelación de los MOU, acuerdos y arreglos de la era Obama-Raúl podría impedir que esas agencias recibieran una información sobre temas de alta sensibilidad, incluso sin reciprocidad. Tratándose de asuntos de seguridad nacional, mantener ese vínculo sigue siendo de interés para ambas partes; perderlo podría perjudicarlos a ellos más que a Cuba.
¿Qué otra cosa nueva puede sacar de su arsenal la Administración Trump 2.0?
En el Norte hay una frase medio enigmática, que dice chickens come home to roost, literalmente, “los pollos vuelven al gallinero”. Significa que las malas acciones terminan afectando a los pollos del gallinero de uno.
Pues claro que este Gobierno puede suspender las remesas, cancelar los vuelos regulares, trancarles los viajes a Cuba a los que entraron allá como asilados políticos. Todo lo cual sería problemático para muchos cubanos, incluidos quienes votaron o simpatizan con Trump y sus acólitos.
Dado que la política de deportaciones no parece otorgarles privilegios a los nacidos en Cuba, los deportables podrían abarcar no solo a presos, delincuentes, sujetos a procesos judiciales, paroles, u otros sin residencia legal permanente. Digamos, a quienes alguna vez fueron empleados gubernamentales, funcionarios, miembros del PCC y la UJC, del Minint o el Minfar, tuvieron cargos en los CDR, la FEU, la CTC, y cualquier otra organización. A quienes trabajaron en los medios de comunicación oficiales, fueron miembros de las organizaciones de artistas, escritores, periodistas; o actuaron en actos ante figuras del Gobierno y el PCC, o en instituciones y espacios oficiales, incluida la mismísima Plaza de la Revolución.
Si esa política de castigo, amplificada en grado de venganza ideológica contra todos los que “congeniaron con el castrismo”, se aplicara de verdad, como diría un guajiro amigo mío, “créanme que la cosa se va a poner mala, no solo para este gallinero, sino para aquel de allá”.
Observadores del panorama político con quienes converso dicen que esos cubanos afectados por medidas tan drásticas nunca se atreverían a oponerse en público al Gobierno de Trump, ni a salir a la calle en protesta. Supongo que tienen razón. Ellos dicen que eso se debe a que se han acostumbrado a estar callados aquí, a no expresar sus desavenencias con el Gobierno, a resignarse o a “escapar” en modos informales de sobrevivencia.
Confieso que no conozco a cubanos tan silentes aquí, pero concuerdo en que desafiar lo “políticamente correcto” allá podría ser menos probable. Porque esa mayoría, más silenciosa allá que aquí, está hoy respondiendo a un patrón de asimilación imperante de aquel lado: el de una cubanidad ideológicamente intransigente. Aculturación, le llaman los antropólogos.
Sin embargo, hay otras formas de expresión política, más ligadas a las conductas personales que a los discursos. Digamos, el voto en contra de políticos locales que apoyan las medidas que los perjudican a ellos y a sus familiares. Además de violarlas, como ha ocurrido antes. Puesto que, según la experiencia de estos años, cuando se trata de proteger a la familia, el temor al castigo es mucho menos disuasivo.
Para algunos observadores, las brujas de este relato de horror son los políticos estadounidenses Rubio y Claver-Carone, que nunca han puesto los pies en Cuba. Ellos podrían presionar para romper el acuerdo migratorio, a contrapelo de la política de Trump en su primer mandato. Si lo hicieran, se pondría fin al mecanismo de la cooperación en búsqueda y rescate de migrantes y persecución del tráfico de drogas en el Caribe. Pero, sobre todo, se crearía un problema adicional: no poder negociar con el Gobierno cubano la deportación de sus nacionales. Como se sabe, amenazar con subirles los aranceles a los productos cubanos en EE. UU., no tiene sentido, porque ya tenemos un bloqueo.
Finalmente, colocar a Cuba en el contexto de las políticas de EE. UU hacia América Latina y el Caribe permite ponderar mejor lo posible y lo real.
Estás medidas dramáticas de los primeros 100 días, digamos, las deportaciones, pueden resultar eficaces en el corto plazo. Ahora bien, ¿qué pasará con todos aquellos que hoy están siendo deportados a Colombia, México, Venezuela…? ¿Se estarán quietos o tratarán de cruzar la frontera una y otra vez? Según revela la experiencia, la cosa no es tan simple.
En estos tiempos de Armagedón, me imagino a un gran estadista y estratega acostumbrado a mirar el mundo, especialmente nuestra región, contando con la hostilidad de un enemigo formidable. Como un maestro de ajedrez, sin subestimar las amenazas del otro, ni dejarse arrastrar por sus desplantes, calcularía las consecuencias posibles de esas medidas de fuerza, basadas en su poder real, así como en su ilusión de omnipotencia.
Seguramente, Fidel Castro estaría anticipando las variantes en el juego del otro, listo para lidiar con las debilidades de su excesiva confianza. Y, como solía, especialmente bajo condiciones de mal tiempo, estaría tejiendo alianzas ante el enemigo común, sin requisitos ideológicos ni exclusiones partidarias, del lado de acá, y también del lado de allá.
Así como sin dejarse provocar o ensordecer —diría el poeta— por las “voces que presagian la guerra”.