Aunque es chilanga, Z no ha estado nunca en el Mercado Medellín, en la colonia Roma Sur. Por eso la he invitado a encontrarnos allí, a chismosear un poco entre los puestos coloridos y, de paso, a conocernos. ¿Una cita a ciegas? —me pregunta. Le respondo que parcialmente, pues hace meses estamos intercambiando por las redes sociales.
En realidad, Z no tiene por qué conocer el Mercado Medellín. No es uno de los lugares más famosos de Ciudad de México. Sin embargo, está entre mis favoritos, y cada vez que vengo, lo visito. Ella dice no sentirse cómoda en los mercados por la sobre solicitud de los vendedores y el amontonamiento de productos en tan poco espacio. Ese tratamiento directo, a viva voz, conminatorio, dice, la turba.
De modo que negociamos el encuentro para las tres de la tarde en El Patio de los Milagros, conglomerado de islas gastronómicas que se encuentra, justamente, frente al Medellín, y que de algún modo lo extiende en su vocación latinoamericanista. Le digo que podríamos vernos en Ásame Mucho —gastronomía argentina—, Agárrate, Catalina —“pizzas por metros”— o en la barra cevichera de Perú Mío. ¿Insistes en ir al Mercado Medellín? —pregunta. No insisto, estoy aquí —es mi respuesta.
En general, amo los mercados mexicanos, sus colores intensos, su orden dentro del caos aparente, su concentración de energía de gente laboriosa, pícara y atenta: ellos quieren vender a toda costa; y tú, solo comprar lo necesario. Esgrima alegre salpicada de frases populares, zalamería de manual y risa espontánea.
Pero hay un elemento que distingue al Mercado Medellín entre sus iguales: es una lonja de emigrantes latinoamericanos. Allí se comercia con productos y también con evocaciones y nostalgias. Cortes colombianos de carne, harina para arepas, licores ecuatorianos y chilenos, especias del Perú, gastronomía mexicana —por supuesto—, tarjetas para llamar a cualquiera de los países, con tarifas mucho más compasivas que las que imponen las grandes compañías, yerba mate del Paraguay, casetas para envíos de mercancía de cualquier tipo a los lugares de origen de vendedores y compradores, café “cubano” de Miami y cerveza bucanero de Holguín, jugos de frutas amazónicas, artesanía, pisco chileno, vino argentino…
Visito una isla que muestra la bandera de Venezuela. Me atiende un joven que lleva seis meses fuera de su país. Se está adaptando a una nueva vida. Es duro dejarlo todo atrás, lo tangible y lo intangible, la suma de situaciones, objetos, lugares, acentos, personas, sabores y aromas que conforman el complejo entramado de lo que llamamos patria. Está agradecido con México, pero no feliz. Quedó en Carúpano una novia, “la mujer de mi vida” —su vida de dieciocho años—, dice con tristeza. Y lo entiendo. A esa edad todos los amores son eternos.
Quiero comprarle algo. Me llevaría dos paquetes de a kilo de harina Pan, para armar una arepada con los amigos de La Habana, pero la aerolínea de bajo costo en la que he adquirido los pasajes solo admite el equipaje de mano y los efectos personales. Nada, que me he pasado un mes en México con tres pulóveres, tres pares de medias, tres calzoncillos, un pantalón, un abrigo, mi cafetera Invicta y poco más, haciendo la paloma en varias ciudades, rogando porque el clima caprichoso permita que se seque mi desangelada indumentaria.
Entonces, un pomito de salsa de soja fabricada en Maracaibo —me propone. Nos reímos fabulando cómo les quedaría el ojo a los habitantes del Celeste Imperio si se enteran de que hay salsa china… maracucha.
Descubro una heladería cubana. Entre otros sabores, tienen pistacho, avellana, cereza, higo al coñac; también, mamey, coco y fresa. La joven encargada está balanceando la caja, y no la interrumpo. Parece compatriota.
¿Qué es lo característico de los helados cubanos? No lo sé. Antes de Coppelia, hubo en Cuba, entre otros helados muy notables, los de marca Guarina y El Gallito; este último se vendía en un carretón tirado por caballos. Recuerdo los coco glacé, los popsicles, los vasitos de Guarina; y los helados artesanales de fruta de El Gallito, sobre todo por los sabrosísimos barquillos.
Valentín, negro risueño, empujaba su carrito Guarina por la calle 11, en El Vedado. Pasaba por los bajos del edificio donde vivía mi tía Emilia dando campanazos al filo de las 2 de la tarde. Allí lo esperaba. En cuanto a El Gallito, me inicié en su culto en Nuevo Vedado, donde vivían mis tías Elia y Bernardina. Estaba loco por montar en el coche; incluso llegué a creer que mi calidad de cliente asiduo me confería el derecho a un corto paseo. Pero eso nunca sucedió. Ya ven, el Medellín también me pone evocativo.
Hay plátano macho y malanga —el cambure y el ocumo de mi primera infancia—; chiles de los miles de colores, sabores y picores de México; maíz, abalorios, flores, implementos para la limpieza del hogar, comida del Japón, canastos de tejidos delicados, dulces, filtros para fijar el amor, artículos para convocar, alinear y disponer positivamente a las potencias del inframundo; pero, sobre todo, hay un abigarrado paisaje humano.
Me detengo ante una bandera desconocida en un puesto de comidas. Del otro lado del mostrador, unas muchachas “achinadas” bromean entre sí a la espera de que empiecen a caer los primeros clientes. Les pregunto si son tailandesas. Muertas de risa me dicen que no, que son mayas de Yucatán, y me invitan a probar la cochinita pibil, joya gastronómica de sus ancestros. Rehúso con el argumento de que ya tengo un compromiso para comer en otra parte. La más pequeña de las dependientas me pide que traiga a mi compromiso, que me van a hacer una rebaja.
Cifras no oficiales estiman en más de 500 los puestos del Medellín. Aunque el lugar existe desde el último tercio del siglo XIX, es en 1964 que adquiere su fisonomía actual. Tuvo un tercer florecimiento después de 1985, cuando el terremoto dejó devastada la colonia. Los judíos que lo regentaban se desplazaron hacia otras zonas de la ciudad, y los comerciantes colombianos y de otras nacionalidades de la región coparon los espacios. Llegó a haber tantos cubanos allí, que empezaron a llamarle al lugar “la pequeña Habana”; pero ya hoy nadie lo refiere así. Su nombre real es Melchor Ocampo (1), que tampoco se usa entre clientes, vecinos y mercaderes, los cuales prefieren señalarlo con el de la avenida donde está enclavado, justamente en el número 234.
No he podido concluir si la calle se llama Medellín por la urbe colombiana o por la Medellín extremeña, en España, cuna de Hernán Cortés, que dio origen a un municipio del estado de Veracruz. La arteria urbana se extiende por tres kilómetros y cruza la ciudad del noroeste al sureste. Es calle animada, con multitud de comercios e instalaciones de la industria del ocio.
Hay una isla de comida cubana en el mercado. Aún no ha abierto. Una mujer de traje sastre —ponga usted unos 45 años sin desgastes visibles— examina con atención las promociones: bistec de cerdo, chuleta, picadillo de res, vaca frita, ropa vieja…; entre las guarniciones, congrí, yuca, chatinos, arroz blanco… O es una consumidora de comida criolla o le llama mucho la atención.
No me acerco, quiero fotografiar los carteles, pero ella está dentro del campo visual. Igual la observo de espaldas. Tiene piernas bonitas, enfundadas en unas swanklerinas color piel tostada que van a terminar en unos zapatos “serios”, de corte bajo. En dos ocasiones siente que la miran. Vuelve la cabeza, pero no detecta a nadie, o eso creo. A unos veinte pasos de ella, finjo leer en mi teléfono.
En un puesto de frutas compro un níspero, que devoro allí mismo: tiene el sabor de mi niñez en Maracaibo. Armo una bolsita con semillas tostadas, medio kilo: maní, macadamia, pistacho, almendra, avellana y semillas de marañón, que guardo en mi morral colombiano para la lectura de la noche. Leer y comer semillas tostadas, eso debe ser lo más cercano al Paraíso.
Consulto el reloj. Aún faltan 15 minutos para mi cita. Es la primera vez que hago eso, y estoy expectante. Sé de Z lo que saben sus amigos de FB. Quizás un poco más, pues hemos intercambiado directamente. Abogada, un divorcio, sin hijos, le gustan los animales y el jazz americano de los cincuenta, lectora de José Emilio Pacheco y de Juan Gelman, alérgica a la lactosa. No recuerdo qué sabe ella de mí. Seguro me ha googleado. Veremos qué tal nos va cuando constatemos lo que va de lo vivo a lo pintado.
Cruzo Medellín en diagonal, directo al Patio de los Milagros. Una policía joven me requiere. Acepto que he cometido una infracción. Argumenta lo que sé, que es calle con demasiado tránsito, que no todos los choferes van a la velocidad estipulada, que uno se distrae. Es amable. Casi se excusa por el regaño. Gano la acera. Ya hay algunos comensales situados frente a los diversos puestos de comidas. Paseo la vista. Es gente endomingada, sin prisa, que se carga de energía para enfrentar una semana feroz de trabajo, como todas.
Nadie conocido. O sí, en un ángulo, entre Ásame Mucho y Agárrate, Catalina, la mujer del traje sastre. Mira su cel. Tiene un parecido lejano con alguien que conozco y no puedo precisar. Me acerco, la interrumpo. Disculpe, usted no será… No deja que termine la frase. Y tú no serás… Reímos. ¡Somos la cita! Reparo en mis tenis rojos, polvorientos, la chamarra raída, mis pantalones antes negros y hoy grises. Ella nota mi incomodidad. Viene de una reunión con una cliente, por eso la vestimenta “formal”, aclara. Quiero saber si ya eligió qué comer, yo invito. Invitamos los dos, dice. Mi siempre atribulada economía no se opone.
Te vi en el mercado —aventuro un tema para romper el hielo—; ¿venciste la claustrofobia? Se me hizo temprano. A esa hora hay pocos clientes, el ritmo no es tan intenso. Además, quería que me fotografiaran las piernas. Me avergüenzo, caigo en la cuenta de que donde están los carteles de comida cubana hay un cristal que me habría reflejado; trato de explicarme, pero dice que es broma.
No voy a cometer la torpeza de preguntar qué te parezco —me lanzo en un descarado ejercicio de sicología inversa. Me pareces —dice, escueta.
No quiere estar ahí. Pregunta si conozco algún restaurante cubano que no sea el del frente —señala con la barbilla y adelanta los labios; un gesto que le queda bonito—, y que esté cerca. La verdad es que no. Le dio curiosidad lo que leyó en el mercado. Me pregunta si sé cocinar. Me defiendo —respondo. Piensa que podríamos comprar algo de víveres e improvisar una comida en su casa, escuchar música: Miles, Chet Baker, Dave Brubeck. Acepto la propuesta, aunque estoy sintiendo un hambre atroz. Compramos ahí mismo unas empanadas argentinas para entretener el cuerpo. La dejo ante un pisco sour, y cruzo hacia el Medellín, empanada en mano, ahora por la esquina. Compro carne molida, yuca, naranjas agrias, tomates, lechuga y rábanos. En su casa, me dijo, hay todas las especias que pueda necesitar, además de fríjoles negros (así, con el acento corrido), limones, cebollas, pimientos, aceitunas, alcaparras… Hecho.
Al regreso le pregunto si conoce la yuca con mojo. No, no la ha probado. Prepárate —bromeo—, vas a tener una experiencia religiosa.
Su apartamento, en la avenida Ámsterdam de la colonia Condesa, es agradable. Está en un edificio art déco muy bien conservado. Tiene una colección nutrida de alebrijes, y otras piezas de barro, madera y fibras vegetales, todas artesanías mexicanas. Me cede la cocina mientras pone un disco que me mata: Chet Baker Sing, de 1954. Se escuchan las notas de “The Thrill is Gone”. Quiere saber si necesito ayuda. ¿Serías mi pinche? —pregunto. Me mira extrañada. Reparo en mi torpeza.
En México, pinche es un adjetivo repleto de carga negativa. Que si serías mi ayudante —corrijo. Antes debe cambiarse la ropa de… ejecutiva de película. Lo pienso yo. Lo dice ella. Reaparece con sandalias, jean crema y una camisa a cuadros rojos anudada al frente. El cabello, que antes llevaba recogido en una coleta, ahora le cae casi arriba de los hombros. Es una mujer que se ve poderosa en su dominio, que se siente a gusto con su cuerpo, que es proporcionado, armónico.
Al fin comemos. Los distintos platillos me quedaron correctos. Los moros y cristianos los hice con frijoles de lata: faltó el ají cachucha y la cucharada de manteca de puerco. Para el picadillo usé las aceitunas y las alcaparras; también, pasas que había en una cajita en el refrigerador. Me pide la receta, que no es mía, ya no recuerdo quién me la pasó. Sazonar la carne y sofreírla con muy poco aceite, hasta que seque el jugo natural de esta y se consoliden los sabores. Luego, cuando el picadillo está magro, hago una salsa con ajo, cebolla, tomates fritos, algo de pimienta, un chorro de aceite de oliva, ají dulce o morrón, sal y medio vaso de vino seco. Agrego esto a la carne y espero que el alcohol se evapore. Como no había vino seco, le puse rosado, que le sentó de perlas. En este punto la llama es media. Mezclo bien, y sólo queda esperar unos minutos.
Ella está contenta con los resultados. No habla de la yuca con mojo, pero sé que le ha impactado favorablemente, pues se sirvió varias veces. Se nota distendida.
Pasamos a la sala. Chet repite las canciones por tercera vez. Está sonando ahora “Like Someone in Love”. Z me pide que me saque la chamarra. La cuelgo en la percha de los abrigos. Noto que debo hacerle un zurcidito en el puño derecho. Me alegra que mi playera negra sea nueva.
Quiere que lea algo mío. No tengo nada a mano, trato de escaquearme. Tampoco sé “mis cosas” de memoria. Ella ha impreso un puñado de poemas que bajó de algún sitio de Internet; los trae de su estudio. Le advierto que no debe confundir al autor con el sujeto lírico, que no siempre soy yo el que habla en esos ¿versos? Por su cara de burla sé que está gozando con mis explicaciones. No te hagas bolas —me alienta. Busco los más “neutros”, uno de un pez que compré hace años, otro que habla de un pájaro azul que le regalé a la mayor de mis hijas, otro que relata un naufragio emocional. Y así.
Pone una mano sobre la mía que ha quedado libre, me quita los papeles y se acerca más en el sofá. Dice que a nuestra edad —ojo, la suya no es provecta— podemos saltarnos los prolegómenos. Estoy de acuerdo, entonces es cuando yo…
¡Coño! ¡2478 palabras! Me pasé del espacio que me concede mi editora. Lo siento, tengo que dejarlo aquí. De seguro me meten tijera.
Nota:
(1) José Teésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad Ocampo Tapia (México, 1814-1861), abogado, científico y político mexicano.