La tarde del lunes 23 de octubre de 2017 fue normal para esa época del año en Miami: 31 grados centígrados, y aunque el sol era escamoteado por algunas nubes, el efecto sauna se hacía sentir con asfixiante rigor.
Éramos tres y nos dirigíamos al Universitary of Miami Hospital, donde un viejo amigo peleaba por su vida. Jorge de Armas había comprado un sándwich cubano por el camino: su contribución, decía, al restablecimiento de la salud del hermano quebrado. Tratamos de hacer bromas sobre las propiedades curativas del jamón de pierna, pero no salieron bien. Íbamos tristes.
Encontramos a Grandal con cara de jodío. Eso no me asombró. Lo recordaba belicoso, amplio de gesto, atronador, siempre en contradicción con todo y con todos. Treinta años atrás, los amigos de La Habana nos burlábamos de su apariencia de “coro griego”: “Este no puede mirarse al espejo porque se va pa’rriba…”
Estaba macilento, menos alto de lo que lo recordaba; y en los ojos, el mismo fulgor de entonces, aunque muy al fondo de las cuencas.
Protestaba constantemente. Quería regresar a su casa. Se zampó el sándwich con hambre adolescente. Dijo que no podía con el café del hospital; pero no de esa forma, sino: “¡clase ‘e mierda el café de aquí”! Nuvia Estévez y yo fuimos al Starbucks del lobby y cargamos con un expreso doble, que celebró hasta la última gota. Cambiamos chistes, hablamos de futuras exposiciones, pactamos el próximo encuentro en cualquier orilla del mundo. Nos despedimos con fingida alegría.
La madrugada del martes 24 de octubre falleció.
Ramón Grandal (La Habana, 1950-Miami, 2017) estuvo entre los jóvenes fotógrafos cubanos que en la década de los ochenta del pasado siglo salieron a contar con imágenes el país que existía más allá del consignismo y la simplificación maniquea. Eran fotorreporteros que asumieron sin complejos las posibilidades artísticas de su trabajo. Hacían obras para las publicaciones periódicas y para las galerías, sin distinguir uno y otro propósito. Trataban de estar en el ahí y el ahora de esos años, alertas, obstinados, risueños.
El lugar que ocupa Grandal dentro del arte contemporáneo cubano aún no ha terminado de fijarse. Ese, como el de la canonización de los santos, es un proceso lento y tortuoso.
He usado el símil con toda intención para que allí donde esté se desternille de risa, él que no fue nada convencional, ni solemne, y mucho menos santo. En cualquier caso, cabe decir que nos legó una obra notable que nos muestra, nos enfrenta, nos explica.
Grandal tuvo como maestros y mentores a los cubanos Raúl Martínez, Loló Soldevilla, Tito Álvarez y al suizo Luc Chessex. En lo estético se propuso emular nada menos que a Robert Frank, el herético autor de ese prodigio de colección de imágenes documentales que es The Americans.
Su obra, expuesta en infinidad de países, se encuentra en las colecciones del Musée de L’Elysée, Suiza; Photoforum Pasquart, Suiza; Consejo Mexicano de Fotografía, Casa de las Américas, Museo de Bellas Artes de La Habana; Museo de Bellas Artes de Caracas, Galería de Arte Nacional de Venezuela y Fundación para la Cultura Urbana, entre otras.
Kelly Martínez-Grandal (La Habana, 1980) es hija de Grandal y de la también fotógrafa cubana Gilda Pérez. Les salió poeta, feminista, contestona, docente, editora y –¿cómo iba a ser de otro modo?– amante de la fotografía. Es autora de los libros de versos Medulla Oblongata (2017) y Zugunruhe (2020), ambos traducidos al inglés por Margaret Randall.
Le he pedido que comparta con nosotros algunos recuerdos sobre su padre, que seleccione y comente seis fotos de él que le resulten entrañables. Es un ejercicio de generosidad dolorosa el suyo, que revive estremecimientos antiguos.
Allá vamos.
Traza, desde lo afectivo, una semblanza de Grandal.
Era un hombre monumental. Nada en él era sencillo, leve; una de esas presencias que ocupan todo. Su estatura, su voz, la intensidad de sus emociones o la agudeza de sus pensamientos; todo en él era grandilocuente. Así también era capaz de la ternura más honda y de un sentido del humor inigualable. Además, de una honestidad bárbara, a veces hiriente. Los amigos bromeaban: Grandal viene de grande. A Grandal lo amabas o lo odiabas, pero no lo olvidabas nunca.
¿Era fácil ser su hija?
Mi relación con papá fue difícil, porque los dos nos parecíamos mucho. En juego, lo llamábamos “el gen gallego”. Somos hijos de la misma terquedad, y nuestras peleas eran las de dos cabras dándose cabezazos en la montaña. Él, además, venía de una generación, una crianza y una cultura muy machistas, y yo no soy lo que se considera una mujer “bien portada”. En realidad, era un hombre contradictorio: ideas muy conservadoras y otras muy liberales, que adquirió cuando empezó a codearse con el mundo intelectual. Me educó para ser independiente y, a la vez, le hacía ruido que aquello se le escapara de las manos.
Sin embargo, hay momentos de nuestra relación que atesoro. Por ejemplo, un consejo que me dio cuando yo tenía ocho años y que es mi mantra: “tienes que estar tan limpia adentro, que si te echan un cubo de mierda eso resbale y quedes tan limpia como antes”. También echo de menos lo mucho que me hacía reír, o nuestros largos paseos por La Habana o Caracas.
Creo que la anécdota que mejor define nuestra relación es esta: cuando empecé a practicar boxeo tailandés, puso el grito en el cielo, pero luego él mismo (que había practicado artes marciales en su juventud) se aseguró de que estuviese dando correctamente los golpes. Extraño nuestras conversaciones sobre fotografía. En ese momento no había distancia entre nosotros.
Grandal era temperamental, peleonero –en el sentido de polémico, levantisco–. ¿Te sobrecogía o esa cualidades te “arropaban”?
Ambas cosas. A veces era muy intimidante, y siempre me molestó que anduviera peleando con todo el mundo, y no supiera resolver las cosas de otra forma. A mucha gente, además, luego le costaba separar su relación conmigo de su relación con él, yo pagaba los platos rotos. Por otro lado, siempre fue magnífico saber que estaba ahí para defenderme, como tantas veces hizo. No solo eso: me mostró cómo defenderme. Siendo niña, me enseñó a devolver el golpe y, aunque quizás no fue una educación muy ortodoxa, eso me salvó varias veces en situaciones de peligro.
¿Cuándo tuviste conciencia de que tu padre era una personalidad importante dentro del arte cubano?
Hay dos momentos que fueron cruciales y ambos están relacionados con el Museo de Bellas Artes de La Habana. Uno fue su exposición En el camino, de 1986; la primera vez que el museo hacía una muestra individual de un fotógrafo en su sala principal, con curaduría de José Antonio Navarrete. Yo tenía seis años y, claro, no estaba muy consciente de la importancia de la muestra, pero recuerdo entrar muy orgullosa a la sala, y la efervescencia del ambiente esa noche.
El otro fue dos o tres años después. La escuela nos llevó de visita al Museo, y entre las piezas que había en la exhibición en curso, estaba una cerámica de Sosabravo que era parte de la colección de artistas cubanos que teníamos en casa; papá la había prestado. Yo no lo sabía, así que me sorprendió tremendamente verla y que, además, dijese “Colección Ramón Grandal”. Me creí muy importante, sentí que mi papá era muy importante. Le conté a mis compañeritos, pero nadie me creyó. Además, yo era Kelly Martínez y ahí decía Ramón Grandal. Él era Martínez Grandal, pero no usaba su primer apellido. Yo ahora uso ambos.
¿Crees que llegaste a hablarlo todo con tu padre? Cuándo piensas en él, ¿hay alguna imagen recurrente?
Se quedaron miles de cosas por decirnos y a veces nos dijimos cosas terribles, que no sentíamos. No obstante, a casi cuatro años de su muerte, entiendo que hablamos lo más importante; que ambos sabíamos que nos amábamos, y con eso basta. Cuando pienso en él viene siempre la imagen de un caminante con una cámara.
Durante la primera parte de tu vida, en Cuba, estuviste rodeada de amigos y colegas de tu padre. ¿Algunos de ellos dejaron una impresión significativa en ti?
Los primeros nombres que vienen a mi cabeza son los de Margaret Randall, Gory y Pedro Abascal, a quienes considero mi familia, pero es una lista muy larga: Tito Trelles, Gustavo Acosta, José Alberto Figueroa y Cristina Vives, Martha Limia y Nicolás Lara, Alfredito Sarabia, Jorge Macías, Raúl Corrales, Abelardo Rodríguez, son personas esenciales en mi memoria afectiva.
¿Piensas/sueñas en/con Cuba?
Sí, pienso en Cuba; jamás he dejado de sentirme cubana, a pesar de que crecí en otra parte. No sé si pensar sea la palabra. Diría que la llevo conmigo de la misma forma en que uno lleva el recuerdo de sus padres o sus abuelos. Está todo el tiempo: un telón de fondo, una savia, una canción adentro. Así también sueño con ella.
Hija de fotógrafos, ¿crees que haberte desarrollado en un ambiente donde la “aprehensión del instante” fuera tema recurrente, ayudó a conformar tu visión del mundo?
Totalmente. Es, tal vez, lo que más me interesa y lo que más hago: estar atenta a lo que sucede y es irrepetible, a lo que se esconde tras la apariencia del mundo.
¿Qué tiene que ver tu vocación poética con la fotografía?
Mucho. En primera instancia, porque fue a través de la fotografía que aprendí observar desde un lugar otro. Huidobro decía que la palabra poética está detrás de las palabras que usamos para hacer inventario del mundo, y lo mismo pienso de la fotografía: está detrás de las imágenes con las que inventariamos la realidad. Además, mis padres siempre leían poesía. Eliseo Diego, Dulce María Loynaz o Jorge Luis Borges eran parte de nuestro universo doméstico de la misma forma en que lo eran Cartier Bresson o Robert Frank.
Mi sentido de la poesía está muy marcado por la fotografía, especialmente la documental o la de calle. Me interesa lo que sucede fuera de mí, lo que les sucede a otros, y eso que llamamos realidad me resulta fascinante, siempre desdoblándose, siempre sorprendiendo.
¿Tienes a la fotografía como medio personal de expresión?
Sí, porque también hago mis pequeñas fotos, porque hay cosas que solo puedo decir a través de imágenes fotográficas, y me gusta lo que se conjura a través del visor de una cámara. No, porque no es mi oficio. No soy fotógrafa, aunque tanta gente insista en lo contrario solo porque tengo un sentido de la imagen. Es decir, no tengo la disciplina, el compromiso que implica ser fotógrafo. No es mi centro, y decir lo contrario me parece irrespetuoso. No basta con hacer fotos, se necesita algo más: una vocación y una práctica; un vivir para, en y desde la fotografía.
Vamos a las imágenes. Toma un grupo de fotos de Grandal que tenga particular significación para ti, y dinos por qué seleccionas cada una.
Lo primero es aclarar que estas fotos, en realidad, no tienen títulos, pero así las llamamos en la familia.
Las patas peludas
Era mi foto favorita en la infancia. Me fascinaba el retrato de esa muchacha de otro tiempo, tan hermosa y lejana. A la vez, me hacía reír muchísimo que le hubieran dibujado unas paticas peludas. Ahora pienso que es como un Duchamp popular y cubano. Dice mucho de nuestro sentido del humor y del sentido del humor de él, esa tendencia suya a desacralizarlo todo (en primer lugar, a sí mismo) que también heredé.
El tren
Recuerdo la emoción con que reveló el negativo e imprimió esa foto. La hizo al regreso de una visita a Santa Clara. Sabía, desde el principio, que era una buena foto, así que estaba ansioso por verla. Y es una gran imagen; me gusta también porque esa mujer soy yo, siempre soñando durante un viaje.
La mano de Alfredito
Ese día habíamos ido a la playa (creo que a Guanabo) con Alfredito Sarabia, en aquel Volkswagen fabuloso que tenía. Allí nos encontramos con Tito Trelles, que estaba pasando una semana con una novia suiza que tenía en esa época. Así que fue un día de fotógrafos y mar. Luego papá hizo la foto, que es una de sus imágenes icónicas y que me recuerda el lado más luminoso de mi infancia. De hecho, yo aparezco en la captura, soy esa figura pequeña que sale del mar. Alfredito murió en México, poco después. Ese día de playa es mi última memoria de él.
El marinero
Es una de sus fotos más conocidas. La hizo en Puerto Cabello, que era uno de sus lugares favoritos en Venezuela, tal vez porque su arquitectura y el malecón le recordaban a La Habana. Decía que, en realidad, era un autorretrato. Ahora entiendo que tenía razón: él es ese hombre solitario que mira con nostalgia el mar.
Retrato
Tendría unos cuatro años cuando me hizo ese retrato. Me gusta mucho el gesto, entre tímido y pícaro, de la niña que fui, y me gusta, sobre todo, el ambiente detrás: nuestro pequeño apartamento en Centro Habana. Fue un lugar fundamental para mi crecimiento, no solo porque era mi hogar, sino por todo lo que se cocinaba entre esas cuatro paredes: las películas, las cartulinas y creyones para dibujar, los muchos libros de fotografía o literatura que eran para mí otro juego; los cuadros de artistas cubanos en las paredes, las maravillosas conversaciones sobre arte que mis padres mantenían con los amigos y que yo escuchaba atenta.
Si la casa de mis abuelos maternos, en El Cotorro, fue el lugar de lo físico y del contacto con la naturaleza, el apartamento de la calle Salud fue el lugar de la autonomía intelectual. Allí aprendí que la libertad es primero un estado interno.
Autorretrato caleidoscopio
A pesar de lo que dije antes, del marinero solitario, si me pidieran que defina con una imagen cómo veo y recuerdo a mi papá, sin dudarlo escogería esta (además, estábamos juntos cuando la hizo). Él era esa complejidad y esa belleza; un Grandal siempre otro y, paradójicamente, siempre igual a sí mismo, multiplicado en el espejo infinito que es la fotografía.