Félix Julio Alfonso (Santa Clara, 1972) es Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana (2011). Ostenta la categoría docente de profesor titular de esa misma casa de altos estudios. Fue, además, profesor adjunto del Departamento New College, Universidad de Alabama, Tuscaloosa, Alabama, en el curso 2019-2020. Por años se ha desempeñado como académico en la Universidad Marta Abreu, de Las Villas, y en el Colegio Universitario San Gerónimo, en La Habana. En la actualidad labora en la Casa de Altos Estudios Don Fernando Ortiz, adscrita a la Facultad de Filosofía, Sociología e Historia de la Universidad de La Habana, donde se desempeña, además, como investigador.
Consigno aquí parte de su nutrido catálogo de autor: El puñal en el pecho: imaginarios políticos y rebeldía anticolonial en Puerto Príncipe (1848-1853), Editora Historia, La Habana, 2023; Murmullos de la historia, Ediciones Bachiller/Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, 2023, La Habana; El béisbol en el alma de Cuba, Casa Editora Abril/Editorial Universitaria, La Habana/Cartagena de Indias, 2022; Contrapunteos habaneros, Ediciones Boloña, La Habana, 2022; Exceso de historia, Ediciones Extramuros, La Habana, 2018; Las tramas de la historia: apuntes sobre historiografía y revolución en Cuba, Ediciones Caserón, Santiago de Cuba, 2016; El juego galante: béisbol y sociedad en La Habana (1864-1895), Editorial Letras Cubanas/Ediciones Boloña, La Habana, 2016; Los placeres de la historia, Ediciones Unión, La Habana, 2010, y Sociedad, cultura y deporte, Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2010.
Las inquietudes intelectuales de Félix Julio desbordan, como debe ser, los particulares saberes de su profesión. Es un voraz consumidor de cultura y un activo polemista en los círculos de amigos. Sus respuestas dan fe de ello.
¿Por qué decidiste estudiar historia?
Quizá haya intervenido en esa vocación el hecho de que durante un periodo largo de la niñez mi pasatiempo favorito fue leer con entusiasmo los entretenidos tomos ilustrados de El tesoro de la juventud, junto a volúmenes impropios de la edad, como las historias picantes de El Decamerón, para escándalo de mi profesora de primaria. También leí todo Verne, Salgari y Alejandro Dumas en el departamento juvenil de la Biblioteca Martí de Santa Clara, cuyo carnet de usuario todavía conservo.
Pero al margen de este “azar de lecturas”, como diría el gran Samuel Feijóo, no adquirí conciencia de que quería ser historiador hasta que entré al bachillerato en el IPVCE Jesús Menéndez. Allí tuve dos excelentes profesores de Historia, Jorge Gilete y Héctor Bosch, quienes me motivaron a leer, investigar y, eventualmente, a concursar en la asignatura a nivel nacional, lo que me permitió acceder a libros de mayor horizonte de conocimientos que los del plan de estudios; en este caso, el Manual de Historia de Cuba de Ramiro Guerra y la Historia de la Enmienda Platt de Emilio Roig de Leuchsenring.
En uno de esos concursos nos llevaron al antiguo Palacio Presidencial y allí disfruté la oportunidad de conocer a dos importantes docentes universitarios, Alejandro García Álvarez y Horacio Díaz Pendás (Alejandro, hombre de gran bondad y sabiduría, fue luego mi profesor en la carrera y colega en el Dpto. de Historia de Cuba de la Universidad de La Habana), y también de escuchar por primera vez el verbo embriagador de Eusebio Leal.
En grado 12 llegaron a Villa Clara dos plazas para estudiar la Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana y, afortunadamente, pude acceder a una de ellas.
Es una frase antigua eso de que la Historia la escriben los vencedores. Si la tomamos al pie de la letra, cabría concluir que la historia es cualquier cosa menos objetiva. ¿Qué piensas sobre esto? ¿Qué es la objetividad histórica?
La Historia como sucesión de hechos únicos e irrepetibles de los grandes hombres, que ocurrieron en un tiempo pretérito y cuyo devenir cronológico el historiador debía exponer, era el gran tema de la historiografía positivista, una de cuyas frases favoritas era mostrar los hechos “como efectivamente sucedieron”. Esta operación simple arrojaba una “verdad histórica” elemental y bastante aburrida.
El (los) marxismo(s), la corriente francesa de la revista Annales, el estructuralismo, la microhistoria, la cliometría y las teorías del lenguaje han puesto de cabeza una y otra vez esa tradición positivista durante más de un siglo, y hoy día nadie cree que las cosas con el conocimiento histórico sean tan sencillas. Coexisten visiones divergentes de la historiografía, que van desde los que la consideran una forma “pirata” de los discursos de ficción, con énfasis en su incapacidad de aprehender el pasado, hasta los que reivindican su condición de saber científico, esto es, sujeto a determinadas reglas de investigación y métodos de control de datos, que elude su carácter memorioso o erudito y privilegia el aspecto de la interpretación o reconstrucción retrospectiva.
En cualquier caso, una vez reunidas las disímiles fuentes y reliquias parciales que nos han llegado desde un pasado más o menos remoto e imposible de reproducir, comienza la compleja operación de descifrar, articular y explicar de la manera lo más coherente y veraz posible ese rompecabezas, y luego hacerlo inteligible a través de un dispositivo escrito, un relato que puede usar diferentes técnicas narrativas (memorias, ensayo, artículo, tratado, monografía), cuyas implicaciones de orden estético y valorativo dependen de múltiples variables, y todas ellas, en última instancia, pasan por la experiencia vivida, capacidad de análisis, formación intelectual, la ideología y el talento del historiador.
Hagamos un ejercicio de síntesis. Voy a citarte los títulos de cinco de tus libros. El reto consiste en contar, en no más de diez líneas por cada uno, de qué van. El puñal en el pecho, Murmullos de la historia, Archivos de cubanía, La Habana, ciudad mágica y La esfera y el tiempo.
No quisiera robarle espacio a esta entrevista hablando de esos títulos que mencionas, algo que pueden hacer mejor que yo lectores y críticos; aunque, como sabes, esta última disciplina acusa una sensible falta de interés por los libros de Historia.
De cualquier modo, en esos textos se revela mi estilo, más de ensayista con ciertas pretensiones estéticas que de cronista erudito, y también la variedad de mis intereses, que van desde la historia del anexionismo en Puerto Príncipe a mediados del siglo XIX (El puñal en el pecho) y el devenir de La Habana colonial (La Habana, ciudad mágica), hasta las polémicas historiográficas y culturales del siglo XX y las relaciones de la literatura con la historia (Murmullos de la historia, Archivos de cubanía), pasando por los avatares culturales del juego de pelota en esos mismos siglos (La esfera y el tiempo).
Desde tu punto de vista, ¿cuál es el principal problema que enfrenta la historiografía cubana hoy?
Habría que convenir en que el corpus totalizador de la historiografía cubana es amplio y heterogéneo, que conviven varias generaciones de historiadores cuyas obras están en efervescencia, y que ese grupo incluye, al igual que sucede con la literatura, el cine, la música o las artes plásticas, a figuras que viven y trabajan fuera de Cuba, algunas con resultados científicos muy valiosos.
De todos modos, creo igual que Ambrosio Fornet en relación con la literatura, que el Aleph de la creación y la reflexión sobre nuestro pasado está en la isla. Si en décadas anteriores esa producción historiográfica presentaba evidentes rémoras de esquematismo, desaliño estético y camisas de fuerza ideológicas, con excepciones notables como El Ingenio de Manuel Moreno Fraginals o El Barracón de Juan Pérez de la Riva, desde hace algún tiempo la obra de los historiadores cubanos vivos de mayor notoriedad, como Eduardo Torres Cuevas, María del Carmen Barcia, Olga Portuondo, Pedro Pablo Rodríguez, Oscar Zanetti, Hernán Venegas, Rolando Rodríguez, Alejandro de la Fuente, Rafael Rojas, Rafael Acosta de Arriba, Sergio Guerra y Alberto Prieto (varios de ellos fueron mis maestros), es mucho más diversa y atractiva en sus temas, está mejor pensada y escrita en sentido general y es capaz de dialogar en perspectiva polémica con las corrientes contemporáneas del pensamiento histórico, sociológico y etnográfico, aun sin tener acceso pleno a la ingente masa de conocimiento que se produce en la historiografía a nivel mundial.
Hay asuntos de gran urgencia que amenazan el trabajo de los historiadores cubanos, y uno de ellos es la conservación de los documentos, libros, revistas y periódicos que atesoran archivos y bibliotecas, parte de los cuales se ha perdido irremediablemente.
¿Quién es tu personaje histórico cubano favorito? ¿Cuál señalarías como el más enigmático? De la inmensa galería de próceres cubanos de todas las épocas, ¿quién es para ti el más injustamente olvidado?
El personaje histórico cubano que más me atrae es Antonio Maceo, una rara combinación de inteligencia natural, intuición moral, decencia, buen gusto, olfato político y valor personal.
El más enigmático sigue siendo para mí Narciso López; hombre lleno de contradicciones, espíritu aventurero (su secretario particular fue, nada menos, Cirilo Villaverde) y que murió profiriendo estas misteriosas palabras: “Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba”.
El más injustamente olvidado es, en mi opinión, el camagüeyano Joaquín de Agüero, nuestro primer abolicionista práctico y mártir de un malogrado intento separatista, muchos de cuyos postulados teóricos fueron retomados por Carlos Manuel de Céspedes años más tarde. Le he dedicado un estudio a él y a su mentor, Gaspar Betancourt Cisneros, El Lugareño (otro personaje apasionante), que ojalá pueda tener existencia impresa en algún momento.
¿Qué opinión tienes de la enseñanza de la Historia en Cuba en general, y de la universitaria en particular? ¿El ciudadano promedio tiene un conocimiento instrumental de esta?
De la enseñanza de la Historia en el nivel general poseo un conocimiento más bien anecdótico, por el hecho de tener un hijo que acaba de terminar el bachillerato y una hija que cursa el 5to grado de primaria.
En ambos casos se trata de experiencias diferentes. Mi hijo tuvo buenos maestros de Historia en su preuniversitario del barrio de La Víbora (Raúl Cepero Bonilla, nombre de un polémico historiador y economista), que lograron despertarle interés por la asignatura y sentido crítico para valorar el presente. En el caso de la niña, lo más preocupante es la intermitencia y escasa preparación de sus profesores, algunos francamente incompetentes.
En la educación superior, a la que he dedicado la mayor parte de mi vida profesional, tengo otras vivencias y, aunque el nivel cultural del alumnado que se interesa por estudiar Historia es bastante deficiente, el claustro de profesores de la carrera en la Universidad de La Habana ha logrado mantener una tradición de calidad y diálogo generacional fluido con los docentes más jóvenes.
En cuanto a lo que podríamos llamar el “ciudadano promedio”, no podría dar ninguna opinión concluyente, aunque si tuviera que acudir a algún indicador, te diría que es muy notable, desde mi percepción, la pérdida de interés en consumir literatura histórica, algo que en otras épocas solía ser diferente.
Hay quienes piensan que Cuba es una nación que no termina de ser: la colonia, la república mediatizada, los años convulsos de los intentos de implementación del socialismo… ¿Compartes el criterio? ¿Cuándo se podría fijar el nacimiento de un sentido de nacionalidad, de cubanía?
Es evidente que eso que llamamos “sentido de lo cubano” o cubanía, para decirlo con palabras de Fernando Ortiz, es algo que emerge en el siglo XIX y que se da de manera acumulativa, a partir de múltiples sedimentos de carácter político, económico, social y cultural.
Sin embargo, la peculiar manera de advenir la nación insurrecta a un Estado moderno en el tránsito del siglo XIX al XX, con ese hiato de la ocupación militar estadounidense y sus consecuencias hostiles a la soberanía nacional, hizo que algunos intelectuales republicanos (entre ellos quizá el más dotado fue Jorge Mañach) hablaran de una nación inconclusa o ausente, con ese tono pesimista de nación “que nos falta”.
La ausencia mayor, desde luego, se cifraba en el deber ser de la república martiana y su famoso enunciado: “Con todos y para el bien de todos”. Alcanzar ese ideal inclusivo y de contenido social fue el deseo pospuesto de sectores preteridos de la vida republicana, y promovió sucesivos intentos de transformar la realidad desde configuraciones políticas de mayor o menor radicalismo.
En el ámbito del orden jurídico constitucional está claro dónde termina la colonia y dónde empieza el periodo republicano, que en la larga duración histórica llega hasta el presente como forma de organización del Estado, aunque sus clases dirigentes y orientación ideológica hayan mutado en el tiempo.
Otra cosa es que desde el punto de vista cultural, o incluso moral, muchas taras del pasado colonial sobreviven entre nosotros, como el racismo, el machismo, la vagancia, la desfachatez; sin contar aquellos elementos de corrupción o cierta incuria en cumplir cabalmente con algún propósito. Desde luego, hay ejemplos que podrían citarse de aspectos más nobles, como el altruismo, la hospitalidad, la gallardía o la generosidad del cubano.
¿Qué tema de la Historia de Cuba te apasiona al punto de que estarías dispuesto a dedicarle a su estudio todos los años de tu vida?
Francamente, no me considero el tipo de historiador que se apasiona por un solo tema entre los numerosos argumentos que forman la trama de la Historia. Respeto a quienes se adscriben a una parcela y la trabajan per secula seculorum. No es mi caso. Me reconozco mejor como un investigador versátil, que siente curiosidad y se interesa en asuntos, personajes y épocas diversas, como ha quedado evidenciado en mi obra.
De todos modos, me atrae la idea de hacer una historia intelectual de Cuba republicana, con énfasis en el pensamiento historiográfico y cultural, donde dialogan figuras del calibre de Fernando Ortiz y Ramiro Guerra, Emilio Roig y Herminio Portell Vilá, Jorge Mañach y José María Chacón y Calvo, Gerardo Castellanos y Emeterio Santovenia, Enrique Gay Calbó y Elías Entralgo, Leví Marrero y Medardo Vitier. A cada uno de ellos me gustaría dedicarle un ensayo personalizado.
Fuiste muy cercano a Eusebio Leal. ¿Cómo definirías su personalidad? ¿Piensas que está en peligro su legado referido a la restauración y revitalización de La Habana Vieja?
Trabajé durante veinte años en la Oficina del Historiador de la Ciudad, seducido por el proyecto de Leal de configurar un modelo de desarrollo autóctono en La Habana Vieja, cuyo norte debía ser la cultura en su sentido más amplio y trascendente.
Primero conocí el proyecto por dentro, mientras estuve en el Plan Maestro, conducido por una arquitecta de gran sensibilidad, Patricia Rodríguez Alomá, y luego, durante más de una década, asumí la responsabilidad de dirigir, en nombre de Eusebio, uno de sus sueños más queridos: el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, donde ayudé a formar diez cohortes de graduados.
Pienso que Eusebio Leal ha sido una de las mentes más brillantes y originales que ha dado Cuba en el último medio siglo, y se le puede aplicar sin temor aquel juicio de Martí sobre Domingo del Monte de ser “el cubano más real y útil de su tiempo”. Fue hombre de extraordinaria capacidad de trabajo y un autodidacta que llegó a dominar la cultura universal; a ello unía su temperamento inquieto, pensamiento antidogmático y ética ecumenista que bebía de su formación de católico practicante. Estaba dotado de una imaginación exuberante y poseía, como pocos, una ambición creadora sin límites. Y todo eso era capaz de expresarlo con una oratoria vibrante y conmovedora, que hechizaba a cuantos lo escucharon. Como todo individuo de esa estatura moral, tuvo enemigos deletéreos, a los que neutralizó con paciencia y honradez magnánima. Solía decir al respecto que era “una paloma artillada”. Entre amigos hacía gala de un sentido del humor criollo y picaresco.
Lo sobrevive la institución, varios colaboradores cercanos y cierta mística inefable, reconocible en el legado de todo cuanto hizo por devolver el antiguo esplendor a esa parte de la ciudad como un organismo vivo y no una escenografía teatral; y en el empeño que puso en dignificar la vida cotidiana de sus habitantes más humildes, mujeres, niños y ancianos, en todo lo cual siempre se reconoció discípulo aventajado de su predecesor, Emilio Roig.
Algunas veces le escuché decir que necesitaba muchas vidas para culminar su empeño, y esa imagen de la fugacidad del tiempo vital de una persona puede ilustrar bien lo que queda por realizar a las futuras generaciones. Haciendo una paráfrasis de aquellas palabras martianas sobre Bolívar: “Eusebio tiene mucho que hacer en La Habana Vieja todavía…”.
¿Cuál es tu relación, como aficionado, con el béisbol? ¿Fuiste de los niños que llevaban en un cuaderno los rosters de tu equipo, los récords individuales de los jugadores y otros datos de interés? ¿Alcanzaste la etapa de las postalitas de peloteros?
En mi infancia, que transcurrió en la década de 1970 en un barrio rural de la ciudad de Santa Clara, colindante con la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, la principal diversión de los chamas de mi generación era jugar béisbol de manigua, con bates improvisados, guantes remendados y pelotas viejas forradas con teipe o esparadrapo. Yo no era de los mejores, pero me las ingeniaba para que me dejaran jugar en los pitenes de menor categoría.
Un hermano de mi padre era entrenador de béisbol en el estadio Sandino, y recuerdo que visitaban mi casa algunos ex integrantes del equipo Las Villas, como Lázaro Pérez y Reinaldo Díaz (Macho Colás).
Mi pelotero favorito, desde que tuve uso de razón beisbolera, fue Pedro José Rodríguez (Cheito), y una de las tristezas más grandes de mi educación sentimental fue la sanción que lo separó de manera injusta y desmedida del deporte.
Luego seguí a otros jugadores de mi provincia, como Víctor Mesa, Alejo O’Reilly, Amado Zamora, Oscar Machado y Rolando Arrojo, pero ninguno me hechizó tanto como Cheíto, ese héroe trágico del béisbol, como lo llamó Leonardo Padura.
Has dedicado varios títulos a lo que podríamos llamar, grosso modo, los vínculos entre béisbol y nacionalidad en Cuba. ¿Qué crees haber aportado? ¿Por qué la pelota es más que un pasatiempo para nosotros?
Mi obra centrada en el juego de pelota, sobre todo en sus orígenes en el siglo XIX, es deudora del gran libro de Roberto González Echevarría La Gloria de Cuba. A Roberto, una de las cumbres intelectuales de América, no lo conozco personalmente, pero hemos mantenido durante años un fluido intercambio epistolar (vía correo electrónico) de criterios y hallazgos peloteros; también me he beneficiado de la exégesis beisbolera que aparece en los trabajos de Leonardo Padura y Norberto Codina, quien publicó mi primer ensayo sobre el tema en La Gaceta de Cuba hace veinte años.
Mi objeto ha sido reflexionar sobre el juego desde la perspectiva de la historia cultural, como un fenómeno que se imbrica con otras manifestaciones de la sociedad, la economía y la política, para conformar un poderoso dispositivo de identidad nacional.
Los clubes de pelota del siglo XIX eran sociedades de instrucción y recreo que realizaban muchísimas otras funciones además de participar en los campeonatos organizados; celebraban bailes, cenas, representaciones de teatro (hay varias óperas bufas cuyo asunto es el béisbol), veladas literarias y organizaban partidos benéficos para instituciones culturales y asilos de pobres; o en apoyo al Partido Liberal Autonomista, que fue el que más promovió el juego de pelota como parte de su agenda modernizadora, evolutiva y reformista.
En este sentido, el béisbol era el deporte progresista, higiénico y saludable que los ilustrados criollos pensaban debía sustituir a los bárbaros y sangrientos pasatiempos españoles, como las corridas de toros. Se trataba de una lucha simbólica de imaginarios culturales, en que el juego de pelota se impuso con rapidez y eficacia, en buena medida porque transitó de un paradigma de juego amateur de las elites blancas a una práctica democrática, profesional e inclusiva de todos los sectores sociales, incluidos los negros liberados de la esclavitud, que presentaron sus primeros equipos en junio de 1887.
La prensa fue un factor decisivo en este proceso de popularización del juego, sus páginas están inundadas de gacetillas beisboleras. Revistas tan influyentes como El Fígaro fueron originalmente publicaciones de literatura y deportes, y Cuba llegó a tener la revista deportiva más importante de Hispanoamérica: El Sport. Es impresionante la lista de literatos, pensadores y científicos que escribieron sobre pelota en el siglo XIX: Julián del Casal, Enrique Hernández Miyares, Bonifacio Byrne, Raimundo Cabrera, Manuel Serafín Pichardo (El Conde Fabián), Ignacio Sarachaga, Aniceto Valdivia (Conde Kostia), José de Armas y Cárdenas (Justo de Lara), Emilio Bobadilla (Fray Candil), Nicolás Heredia (César de Hinolia), Carlos Juan Finlay, Benjamín de Céspedes y Enrique José Varona.
Ya que hablamos del tema, me gustaría que te refirieras a algunas de las singularidades del béisbol como deporte: a) el mejor partido es en el que suceden menos cosas: duelo de pícheres, 0 hits, 0 carreras; b) el buen aficionado a este deporte está “cargado”, como ningún otro, de estadísticas, es un historiador a su medida; c) el aficionado —mal llamado fanático por los comentaristas— es muchísimo menos violento que el del fútbol.
Nada hay más impredecible que un juego de pelota, y su feeling depende mucho de ese factor de incertidumbre. Un duelo de lanzadores puede resultar tan interesante o conmovedor como un partido en el que el protagonismo lo tenga el bateo, pero eso depende de infinitas variables y recónditas circunstancias.
En lo personal, me gusta llevar algunos números de mis peloteros favoritos (el béisbol es el deporte de las estadísticas por antonomasia y la sabermetría lo demuestra de modo irrebatible), pero dominar las cifras no es imprescindible para disfrutar de un buen juego. Por estos días dedico mi tiempo de ver deportes a las series de campeonato de Grandes Ligas, donde un puñado de cubanos —Yordan Álvarez, José Abreu, Aroldis Chapman, José Adolis García y Lourdes Gurriel Jr.— están haciendo historia en el mejor béisbol del mundo.
En la Liga Cubana (ignoro si este fenómeno ocurre en otras ligas foráneas), una parte de los aficionados que acuden a los estadios son portadores de una violencia más bien simbólica, de gestos y frases altisonantes, algunas de franco mal gusto, y de una inveterada costumbre de injuriar, sobre todo a los árbitros, pero sin llegar a la intimidación y las peleas mortales de las barras bravas sudamericanas o los hooligans británicos.
Estuviste muy activo como promotor de un hall de la fama del béisbol cubano. ¿En qué ha quedado el proyecto? ¿Cuáles han sido los principales obstáculos para su creación y feliz funcionamiento?
La idea de recuperar el Salón de la Fama del béisbol cubano, que data de 1939 y existió de manera ininterrumpida hasta 1961, fue iniciativa de un grupo de amigos, amantes y estudiosos del juego (algunos ya fallecidos, como Ismael Sené, Martín Socarrás y Sigfredo Barros) liderada por el cineasta Ian Padrón. La propuesta iba acompañada, en mi caso y el de otros colegas, por el argumento trascendente de declarar el béisbol patrimonio cultural de la nación cubana. Lo segundo se logró en octubre de 2021 en el Palmar de Junco, con el apoyo del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y la colaboración del Inder, y el juego de pelota, sus saberes y prácticas asociadas están hoy reconocidas y protegidas por la ley patrimonial de Cuba. En todo ese proceso conformé un equipo de trabajo muy cercano con Norberto Codina y Omar Valiño, al punto que nos decían “Los tres mosqueteros”, en alusión al mítico triunvirato matancero de Wilfredo Sánchez, Rigoberto Rosique y Félix Isasi.
En el caso del Salón de la Fama, se alcanzó consenso para crear un comité de selección y elegir diez nuevos integrantes en 2014 (cinco anteriores a 1961 y cinco de las series nacionales), pero luego no ha existido la misma voluntad en las autoridades pertinentes para darle continuidad, ya sea por subestimación de lo que representa en el orden histórico y simbólico para el béisbol cubano o por criterios extradeportivos que resultan inconvenientes, si queremos que ese proyecto sea verdaderamente ecuménico y creíble. Por cierto, en el Palmar de Junco existe la experiencia positiva de un Salón con una dimensión más modesta que, sin embargo, ha logrado realizar varias exaltaciones en los últimos años como parte de un proyecto de desarrollo local.
Mi contribución personal ha sido acompañar desde el saber científico estas labores y ejecutar acciones de rescate y salvaguarda del patrimonio, como la restauración de las placas de mármol, que se encontraban deterioradas y ocultas dentro del estadio Latinoamericano, y que recuerdan a los miembros del salón originario y a los peloteros mambises del siglo XIX. También colocamos en el Latino una tarja dedicada a las pioneras del béisbol femenino. Finalmente, logramos exponer en una plaza pública de El Vedado (Línea y H) un marcador histórico que refiere el origen de la pelota cubana en un colegio de Mobile y la imagen en bronce de Emilio Sabourín, gran jugador y patriota que murió en el presidio de Ceuta por sus labores independentistas, del que se conmemoró este año su 170 aniversario.
Como diríamos en la jerga deportiva, todavía hay muchas bolas en el aire, pero la pelota está viva y en juego…
Sabiduría, cubanidad, decencia infinitas. Gracias
Creo que Félix Julio es una esperanza,