Las primeras apariciones públicas de Gilda Pérez como fotógrafa datan de la década de los años ochenta del pasado siglo. Esta habanera, que ha desarrollado su obra entre Cuba, Venezuela y Estados Unidos, llamó la atención de los jurados del Salón Juvenil de Artes Plásticas, La Habana, 1980, y del Salón Juvenil de Fotografía, Santiago de Cuba, 1987, quienes premiaron sus primeras obras, cuando aún el mundo digital no había invadido el oficio de fijar la luz. Tuvo la suerte de contar, en su iniciación artística, con la asesoría generosa del maestro Tito Álvarez, y de dos jóvenes que, con el tiempo, llegarían a ser maestros también: Rogelio López Marín (Gory) y Ramón Martínez Grandal.
De allá para acá, son múltiples las muestras colectivas y personales en las que Gilda ha mostrado su trabajo. Baste citar, ente las colectivas: Romper los márgenes. Encuentro Latinoamericano de Fotografía, Caracas, 1993. Museo de Artes Visuales Alejandro Otero. Fotógrafo invitado representando a Cuba; Canto a la realidad. Fotografía latinoamericana 1860-1992. Casa de América, Madrid, España, 1993. Un mundo, varios puntos de vista. Encuentro con fotógrafos notables: Magnum Photos/Venezuela. Museo “Alejandro Otero”, Caracas, 2007; Cuba, Cuba, 65 Years of Photography. International Center of Photography, 2015; y The New Woman, Bienal de la Fotografía Femenina, Mantua, Italia, 2020.
Entre las exhibiciones personales destacan Cuba. Galería Photoforum, Bienn-Biel, Suiza, 1990. Algunas Impresiones. Galería de Exposiciones, La Coruña, España, 1991; Fuera de Casa, Ateneo de Caracas, Venezuela, 2005; y Memorias de la casa. Fototeca de Cuba, La Habana, Cuba, 2008.
De esta forma Gilda Pérez describe lo que para ella representa el arte fotográfico:
“Después de mucho buscar, encontré en la fotografía el medio perfecto para hablar de mí (de mi visión del mundo), a través de lo que pasaba fuera. Fue un descubrimiento asombroso, pues oculta detrás de la cámara (la fotografía es un buen ejercicio para los tímidos, como yo) podía expresarme libremente y a solas en cuestión de segundos. En un instante, lograba componer, encuadrar y darle forma a un discurso a través de una imagen, y las imágenes me permiten siempre acercarme a las cosas, tratar de entenderlas y de entenderme a mí misma. Es paradójico, la fotografía tiene la virtud de no ser solo una respuesta, sino, y sobre todo, una pregunta”.
Tomamos cinco imágenes suyas para que ella las comente.
S/t. Centro Habana, 1986.
La hice en 1986, una tarde en la que acompañé a Grandal, mi esposo y también fotógrafo, a hacer un registro de la exposición Trece escalones, del artista plástico Gustavo Acosta, en la Galería de Arte Galiano. Mientras él tomaba fotos de la exposición y retratos del artista, miré hacia afuera y vi estacionado, frente al teatro América y debajo de su icónico letrero, un viejo carro americano. Su blancura resplandecía al sol de la tarde.
Supe inmediatamente que sería una imagen única, una de esas que dicen todo con muy pocos elementos; que no podía esperar un minuto más o la perdería. Así que corrí a buscar la Leica, salí y capturé la imagen que, hasta el día de hoy, es mi obra más publicada y exhibida. No son pocos los colegas que, con el paso de los años, han intentado “repetir” la foto, algunos inspirados por ella y otros (incluidos amigos) como un homenaje, pero nunca ha sido igual. Tenía razón, era una imagen única.
S/t. Laguna de la Leche, Morón, 1986.
Abrazados y de espaldas, se ve una pareja junto a la laguna. No soy una persona con una idea fácil, común, de lo que significa romántico, pero esa escena me lo parece. Es romántica por los gestos, el ambiente y la luz. Había llegado cerca del mediodía, junto a varias personas, a la llamada Laguna de la Leche, en Morón, llamada así por su color blancuzco, que proviene del yeso y la piedra caliza del fondo.
La pareja se encontraba frente a mí y, al verme adelantarme y alzar la cámara, se dieron vuelta y se sentaron de espaldas. Igualmente me acerqué, con cierto temor, pues era obvio que no querían ser fotografiados. Pero (y como pasa tantas veces con este oficio) lo que sucede, conviene. Fue esa renuencia a dejarse fotografiar, ese gesto de misterio, lo que produjo una imagen del amor mucho más íntima, hermosa e intrigante.
S/t. De la serie Guajiros, Tapaste, 1978.
Aunque no nací campo adentro, me siento guajira. Soy de un pueblo de La Habana y eso, para todo citadino habanero, ya es ser guajiro. Aunque mi pueblo sea un municipio de la Ciudad de La Habana, seguimos siendo guajiros. Es más, a mí me gusta ser guajira; mi familia paterna era guajira, de Tapaste. No del pueblo, sino del monte, de zona de mambises; de San Rafael, donde estuvo asentado un campamento insurrecto al que perteneció mi bisabuelo, y para el que mi abuelo, siendo niño, sirvió de correo muchas veces. Todos padecieron la crueldad de la Reconcentración, los campos de prisión creados por Valeriano Weyler y los españoles para detener la insurgencia cubana.
Así que, a finales de los setenta, hice un trabajo sobre la gente de Tapaste; entre ellos, algunos parientes míos, que son los que están en esta foto (ahí está mi papá) y que aparecen a lo largo de todo el trabajo. La serie es un pequeño homenaje a su historia, que es la mía, y a su amor por una tierra a la que siempre volvieron.
S/t. De la serie Los pasajeros, La Habana, 1993.
Cuando, en el año 1993, decidí hacer un trabajo en el que pudiera acercarme lo suficiente a las personas para hacer primeros planos, la lancha de Regla se presentó como el lugar ideal. Los pasajeros, título que rinde homenaje a la serie que hiciera Walker Evans en el metro de Nueva York, era mi manera de decir cómo afectaba a los cubanos de a pie la dura crisis económica y social que atravesaba el país. Fue mi último trabajo en Cuba.
Para ello, viajé cada semana en la lancha de Regla, que cruza todos los días la Bahía de La Habana; viajes de ida y vuelta, bajo el calor inclemente del verano, en los que me acercaba con un lente gran angular a los viajeros, que ignoraban que estaban siendo fotografiados. Me asombró y golpeó la estoicidad de la gente, la gravedad de sus expresiones ante la “extranjera” (así me percibían) que, sin su permiso, los fotografiaba descaradamente. Al final, no quise continuar. Sentía que los agredía, que violentaba a aquellos cubanos que, incluso pasando por tantas penurias, lograban mantener su dignidad y compostura. El resultado fue un conjunto de imágenes tan asfixiantes como la angustia de esos años. Esta foto, en particular, reúne lo que recogí en ese ensayo: la mujer mayor mira directamente a la cámara, con enojo. A su lado, la mujer más joven se yergue altiva en su belleza.
S/t. De la serie Calle Obispo, La Habana, 1983.
En 1983 trabajé una serie sobre la calle Obispo. Puse el énfasis en los lugares que aún conservaban la apariencia de los tiempos de su mayor esplendor. Realmente estaba enamorada de muchos de los rincones y las fachadas de esa calle convertida en boulevard, y quería hacer un registro que recreara la belleza de algunas de sus tiendas y edificios, de sus vitrales, de los detalles de aceras, vitrinas y otras tantas cosas.
Una tarde me detuve a fotografiar la cerámica en el piso de entrada de la que, entonces, era una librería, cuando una mujer salió. En pocos segundos se creó una imagen repetida, una correspondencia entre ambas figuras. Apreté el obturador sin pensarlo dos veces. Cartier Bresson decía que la cámara era para él “un cuaderno de dibujo, el instrumento de la intuición y la espontaneidad, el maestro del instante que, en términos visuales, cuestiona y a la vez decide”. Tenía toda la razón.
¡Qué maravilla!