Tonel lo dijo todo en fecha muy temprana:
“El arte de Luis Enrique Camejo emerge de La Habana, no sólo porque muchos de sus cuadros hayan sido pintados entre el ruido, el humo de motores exhaustos y los olores fuertes que envuelven a la esquina de Tejas. La pintura de Camejo está hecha de una sustancia acuosa que el artista más que aplicar, deposita sobre lienzos y papeles y deja secar luego, en coágulos brillantes o agrisados y en planos nebulosos sobre superficies vastas y maleables. Parecería que lo sedimentado en sus obras es la humedad sucia, cargada de premoniciones, brillos falsos, polvo de escombros y nocturnidad que flota hoy sobre esta urbe de belleza convulsa.” 1
Desde entonces, su trabajo, no importa la ciudad objeto de representación, es un empeño casi febril por atrapar lo inefable, aquel instante todo fugacidad, todo desvanecimiento en el que somos de un modo irrepetible. La obra se construye sobre, en, para, con el entorno que nos contiene. Tengo para mí que uno de sus ejes temáticos es la idea de que lo que permanece está en un eterno transcurrir hacia la disolución. Le valdría a Camejo el viejo adagio atribuido a un pensador chino anónimo: “todo lo que tiene fin es breve”; también esos versos de Octavio Paz que a él, al pintor, le gusta recordar: “Y apenas digo es real, se disipa.” 2
La más reciente muestra de Luis E. Camejo (Pinar del Río, 1971) es de este año: Del espejo y la paciencia, Galería Máxima, La Habana. Se trata de siete dípticos a la acuarela sobre cartulina (76 x 56 cm.), donde pone a la ciudad a mirarse a sí misma: imágenes de La Habana que fue frente a la que sucede ahora, reconocibles espacios de la urbe adolorida y, no obstante, hermosa, que el tiempo y el salitre han ido erosionando. El arte, lo sabemos, tiene un escaso poder transformador de la realidad, en cambio puede operar de una forma nada desdeñable en los sujetos que deberán hacerlo. Y él intenta ofrecer sus argumentos en el debate de nuestra contemporaneidad. Camejo no puede ser un nostálgico de un tiempo que no vivió. Su participación en el diálogo es con el presente: está aquí para dar testimonio y —¿por qué no?— para “meter espada”.
Entre 1990 y 2022 Camejo ha realizado alrededor de cincuenta exhibiciones personales. Sus obras se han visto en galerías y espacios públicos de Suiza, Estados Unidos, República Popular China, Perú, España, Líbano, Panamá, Holanda, México y, por supuesto, Cuba: La Habana, Santiago de Cuba, Trinidad, Cienfuegos, Camagüey, Pinar del Río y Ciego de Ávila. Es graduado del Instituto Superior de Arte, institución en la que, además, sirvió como docente por diez años. Se encuentra representado en importantes colecciones públicas y privadas de Cuba, Panamá, Estados Unidos, Suiza, Italia, España, Holanda, Líbano, Canadá y Francia.
Presentado el artista, vayamos al diálogo.
Pinareño de nacimiento, una parte importante de tu vida ha transcurrido en La Habana; y tanto, que se ha convertido en un personaje importantísimo de tu obra.
Llegué a La Habana con apenas 15 años, y, aunque ya venía de una academia con conocimientos básicos de la cultura y el arte, aquí comencé a formar mis valores. Fue una apertura total de imaginación y experiencia, no sólo en mi especialidad; también al estar en contacto con la música, la literatura, el cine de autor (Fellini, Tarkovsky, Bergman), me fui nutriendo de conocimientos estéticos que me ayudaron a formar un discurso propio. Poco a poco La Habana se convirtió en parte de mi manera de pensar. Aprendí a amar cada rincón. Quizás por eso hago hoy estas pinturas nostálgicas que hablan de la pérdida del esplendor que un día vivió la ciudad.
¿Es La Habana tu sitio de poder, el lugar donde puedes tensar al máximo tus energías creativas? ¿Puedes trabajar fuera de tu estudio, en hoteles, otros países? ¿Tienes manías a la hora de pintar?
En La Habana tengo mi estudio-taller, pero cuando viajo por un tiempo prolongado me pongo a trabajar (no puedo estar mucho tiempo sin hacerlo); me gusta crear condiciones de iluminación. Siempre pongo música según la obra que estoy realizando, a veces barroco, clásico o impresionista, a veces jazz o rock.
Me demoro para comenzar un nuevo proyecto. Pinto más con la mente que con la mano. Estoy mucho tiempo frente a la tela o el papel en blanco imaginando los resultados.
Eres parte de una generación de artistas que no ven con buenos ojos algunos géneros tradicionales de la pintura, como las naturalezas muertas, los bodegones y los paisajes, aunque estos últimos sean urbanos. ¿Crees que esos géneros están agotados en sí mismos? ¿Por qué te decidiste por el paisaje como modo principal de expresión?
No creo que algún género de la pintura esté agotado; siempre hay algo nuevo que aportar. En la pintura, al igual que en otras manifestaciones del arte, el juicio o la interpretación están sujetas al contexto histórico. Lo que vemos hoy en Caravaggio o en Borromini, no es lo mismo que veía el público de su tiempo. Lo percibimos ahora con toda la carga semántica que aportaron los años y los movimientos sucesores.
Al paisaje llegué a partir de la fotografía. Cuando tuve mi primera cámara y tomé mis primeras fotos, me interesó traducir en la pintura el efecto del movimiento y el “fuera de foco”. Son imágenes congeladas en el tiempo que contienen un antes y un después. No era el paisaje como tal lo que me importaba. Era el momento, la composición, ese acto de atrapar lo inatrapable, como la luz en los impresionistas. Por esto no me considero un paisajista, o que el paisaje urbano sea el detonante de mi obra. Lo que intento es perpetuar un momento, como un recuerdo que trae una fragancia. No pretendo hacer paisajes, sino más bien provocar una emoción.
Existe una idea preconcebida del “color cubano”, una paleta cálida con predominio del rojo. Sin embargo, artistas cubanísimos como Carlos Enríquez “velaban” la paleta bajo diversas transparencias, lo que hace pensar que la intensa luz cubana, antes de exaltar los colores, los nubla. ¿Qué piensas sobre esto?
Me gustaría pensar que existe una “luz cubana”, así como hubo una “luz valenciana” que contrastó los cuerpos en las playas de Sorolla, o una “luz de Giverny”, que difuminaba la pincelada de Monet. Nuestra luz, cargada de salitre y premoniciones, carcome los colores pero exalta las formas; nos ilumina a la vez que nos abrasa. La misma luz que dibuja las columnas en una pequeña catedral barroca, desintegra una sábana que cuelga en un balcón. La veladura y el pigmento han aprendido a convivir en esta disyuntiva, como un acto de reconstrucción, de resistencia.
Desde que el primer humano intentó representar su espiritualidad en las paredes de una caverna, usó el pigmento que tenía a mano; la tierra, la ceniza o los minerales que conocía. Con el avance del conocimiento fueron descubriendo la manera de interpretar el mar, el cielo, la vegetación. Si revisamos la literatura épica, Homero, en La Odisea, describe el mar con un color rojo vino. ¿Eran daltónicos los griegos? No sé. Los egipcios descubrieron en el 2200 a.n.e. un color azul (cerúleo), a partir de la mezcla de la piedra caliza y un mineral derivado del cobre que calentaban y dio lugar a este tono. En las montañas de Afganistán estaba el lapislázuli (piedra semipreciosa), que se pulverizó y usó como pigmento en los templos budistas de Bamiyan, y fue nombrado “azul de ultramar” por los comerciantes italianos del siglo XIV. El “azul de Prusia” se descubrió por accidente en la Alemania del 1704, o el “Índigo” que se extraía de una especie de planta en el sur de Asia.
Cada pigmento contiene una historia, y producto de esa historia viene también su significado. Pero lo que tienen en común los colores en la pintura es que cada uno provoca una percepción psicológica que va más allá de la representación. Bajo este concepto empleo el color en mi trabajo. Generalmente utilizo un solo color y el blanco. Es una manera de condicionar la mirada, de provocar una sensación en el observador.
Percibo en tus obras un contrapunto entre el gesto espontáneo y la cuidada composición. ¿Es un efecto buscado? ¿Cómo deberían leerse en tu caso esos brochazos aparentemente automáticos, el goteo de pigmentos…?
Pinto como un realista, pero pienso como un abstracto. Cuando concibo la idea de un cuadro, sé que habrá personas, autos, edificios; para mí son figuras, manchas, gestos. Me interesa que descubras una ciudad, detenida o en movimiento, pero la pintura también es un lenguaje en sí misma. Si alguna mancha se sale de lugar, o al hacer un trazo caen gotas en un plano limpio, muchas veces lo dejo así; es parte del contenido. Lo “accidental” también forma parte del mensaje. Al final estoy hablando de lo fugaz, de lo inasible.
Por momentos, tus obras presentan recursos expresivos caros al abstraccionismo lírico. ¿Siempre fuiste figurativo?
Tuve una etapa cercana a la abstracción; obras matéricas donde utilizaba tierra y elementos naturales propios del informalismo. El abstraccionismo lírico o expresionista, al refutar al sujeto o a cierta narrativa, denota una profunda sensibilidad interpretativa.
Como te dije, mis pinturas “figurativas” nacen de un pensamiento abstracto. Lo importante no sólo está en el objeto de representación, sino también en ese proceso orgánico de construcción microestética.
¿Te inscribes en una genealogía artística determinada? Me refiero a creadores, tanto nacionales como internacionales, que hayan aportado elementos significativos a tu manera de mirar y aprehender la realidad circundante.
Me he nutrido de muchos movimientos artísticos de la historia del arte; desde los primitivos flamencos hasta el impresionismo. Pero me han influenciado más los artistas que utilizan la pintura como efecto para llegar a las formas. Ahí está la obra de J. M. W. Turner, Claude Monet o Edward Hooper. También he tomado como fuente de inspiración la música de Debussy o de Wagner, la poesía de Mallarmé o Baudelaire. Todos ellos, desde sus perspectivas, construyen una nueva realidad a partir de la metáfora. Sugieren las cosas en vez de describirlas.
Si pudieras coleccionar arte cubano, ¿tu selección privilegiaría alguna época, movimiento estético, disciplina, artista, tema o género?
Coleccionaría toda la obra de Fidelio Ponce. Es un artista fuera de época. Quizás la vida no le favoreció como debió ser, pero sus pinturas son de una enorme profundidad emocional y estética.
Si partimos del supuesto de que toda obra constituye en sí un gesto político, aunque ese no sea su sentido evidente, ¿cómo se situaría tu trabajo en el intenso debate de la realidad cubana de hoy?
Somos animales políticos; gustamos de hacer conjeturas sobre la situación del mundo y lo incorporamos a la obra. El arte cubano se caracteriza fundamentalmente por llevar esa carga ideológica que deriva del sistema social. Siento una profunda admiración por esos creadores que han empeñado su discurso en la crítica social, donde el oficialismo va por un lado y la realidad va por otro. La gran mayoría de los artistas han incorporado ese pensamiento a sus obras; unos de manera magistral, otros, por seguir tendencias, se adentran en poéticas viciadas por un exceso de ideologización.
Mis ideas nacen de preocupaciones de orden universal. Represento la vida que pasa demasiado rápido, lo instantáneo, lo fugaz; la confrontación entre realidad-ilusión, verdad-mentira, movimiento-estatismo, acción-inercia, mostrando una realidad disfuncional dentro de una naturaleza artificial. Son ciudades despojadas de todo carácter anecdótico. Ciudades traducidas en símbolos dimensionales del paso hacia otros estados físicos y espirituales.
Sabemos que la excelencia técnica y el bien hacer —la maestría— no es sinónimo de calidad artística. En tu opinión, ¿qué separa a un buen pintor de un buen artista?
Balzac afirmaba que es muy delgada la línea que divide escribir bien y escribir mal, pero es más delgada aun la que separa escribir mal y el arte. Todo depende de la percepción y el desplazamiento de los discursos. Vivimos un tiempo donde la información satura y desemboca en una especie de aislamiento egocéntrico. Quien tenga el poder de convencer a través de la información, tiene asegurado un lugar en el podio del arte.
Un buen pintor conoce la técnica y la domina, al igual que un realizador de video o un instalacionista. No importa el medio que utilice si éste justifica llegar a un fin. Pero la maestría consiste en dominar la técnica y luego saber cómo ocultarla. Un artista es quien te saca una lágrima, te sana el alma o te ayuda a volar. La obra de arte debe tener ese “golpe de locura” que te provoca sentir que hay un mundo mejor.
¿Qué es lo que más te exalta de tu cotidianidad, qué es lo que más te disminuye?
Me exalta la persona sencilla que tiene tiempo para detenerse a observar la belleza de lo cotidiano. El que admira un atardecer en la base de una montaña y también puede ver un crepúsculo en la lamparita tenue de la mesa de noche. El que disfruta un exótico kiwi, pero también ama la guayaba del monte. El que es capaz de comer en un restaurante de 7 tenedores y además saborear una carne con plátanos en una yagua debajo de un árbol. El que busca las respuestas de la vida en Aristóteles, en Kant o en un iluminado Shiddartha meditando en lo profundo del bosque, pero también la busca en el ojo de una hormiga, en una hoja seca que se lleva el viento, en una piedra redonda que nos devuelve la ola y nos cuenta la historia de un planeta. Confío más en quien repara el hueco de su zapato aun pudiendo comprar un nuevo par, que en quien se anuncia con su auto nuevo y ni sabe la historia del lugar donde vive.
Me emociona una sonrisa. Poder, con mi arte, hacer feliz a alguien.
Me disminuyen la ingratitud, el egoísmo, lo superfluo, lo mediocre. El que vive la vida metido en una pose. El que sigue a ciegas las tendencias sólo por encajar en un mundo vacío y sin sentido. Me opacan la opulencia, la uniformidad, el querer parecerse al resto, la falta de autenticidad.
¿Eres un hombre de fe?
Se necesita creer en algo siempre para seguir adelante. Y no se trata sólo de arrodillarse en una estera o de ir a un templo a llorar. Se trata de creer que, a pesar de los inconvenientes, siempre hay una salida. Que aunque la vida te dé problemas, puedes convertirlos en algo hermoso para el beneficio de los demás. En mi mundo todo está permitido. Sólo está prohibido dejar de soñar.
Notas:
1 Antonio Eligio (Tonel): “Ciudad que son ciudades: pintura y espacio urbano en la obra de Luis Enrique Camejo”. En Luis Enrique Camejo Vento, PrinterMan Industrias Gráficas, Madrid, 2008.
2 Paz, Octavio. “Decir, hacer”.