Mario Guerra y yo somos amigos. Pero él no me conoce. En cambio, lo sé todo de lo que podríamos llamar su “vida visible”. Lo sigo por años desde la penumbra comprometida de las salas teatrales, he visto algunos de los filmes donde trabajó, y si me he saltado telenovelas y otros espacios dramáticos de la TV, no fue a causa de un pobre desempeño, sino por mi incapacidad de permanecer más de diez minutos ante la pequeña caja hipnotizante. Aun así, mis familiares y vecinos se encargaron, a lo largo de los años, de tenerme al corriente sobre su paso, siempre exitoso, por ese medio.
Como toda comparación es odiosa, no diré aquí que Mario Guerra (La Habana, 1960) es tan versátil como tal o cual actor internacional. Sí me apuro a marcar que su caso desmiente aquel aserto de que el actor ha de ser más intuitivo que racional, una suerte de masa amorfa que sirva al director para moldear los tantos personajes de acuerdo a su leal saber. MG, como todo buen artista, está hecho de un temperamento imaginativo, sensible hasta el dolor, pero también es un hombre de ideas. Esa conjunción, más disciplina, más estudio incansable, más el talento histriónico con que lo dotó la naturaleza, hacen de él ese monstruo de la actuación que muchos reconocemos. Asistir a una de sus funciones es una experiencia memorable: siempre nos interroga, siempre nos alarma, siempre nos enfrenta con lo que somos y, también, con lo que anhelamos ser.
Dentro de unos días, justo el cinco de octubre, arriba a sus primeros cuarenta años de vida profesional. Por eso lo buscamos vía internet —pandemia obliga—. Había decidido hacerse, modestamente, su propio homenaje, pero se le escapó el dato en una entrevista, y desde entonces recibe una buena cantidad de solicitudes de colegas para que se deje entrevistar. Esto le preguntamos. Esto nos dijo.
Cuando comenzaste profesionalmente en el teatro, allá por 1980, había una cuadra de actores impresionantes por su calidad. Cito solamente algunos: Vicente Revuelta, José Antonio Rodríguez, Mario Balmaseda, Tito Junco, Sergio Corrieri, Luis Alberto García, René de la Cruz, Omar Valdés, Adolfo Llauradó… ¿Crees que tu generación, como corpus, ya está a ese nivel? Estoy pensando en Mario Guerra, Fernando Hechavarría, Osvaldo Doimeadiós, Alberto Pujol, Jorge Perugorría, Luis Alberto García (h), Héctor Noas, Bárbaro Marín, Jorge Martínez…
Me es difícil establecer una comparación. !Sería tan injusto!, por aquello de lo relativo que es todo. A la generación de Vicente Revuelta y compañía aún la miro desde abajo, con cierta devoción que no puedo, ni quiero, quitarme de encima. Lo más importante no es lo que nos dejó esa tradición inmediata, sino lo que hemos hecho y estamos haciendo con esa experiencia. Aún me siento deudor de esa maravillosa generación. Y claro, con lo años hemos “matado al maestro” y lo hemos reinventado miles de veces, y también hemos aplicado sus enseñanzas al dedillo; pero, más allá del respeto, no me imagino viviendo en ese panteón que mencionas.
Cuando los recuerdo me sigo sintiendo aquel joven de veintitantos. Ellos fueron una generación incomparable y hermosa. Fueron una generación mucho más ingenua que la nuestra, y eso les otorgó, sufrimientos aparte, una autenticidad, una fuerza y un deseo muy valiosos para un artista.
Mi generación captó eso, a mi generación también le tocó algo así, hasta un punto, hasta el momento en que la historia se te aparece con un giro, y es que cambian las cosas.
Entre otros dramaturgos cubanos importantes, has interpretado obras de Virgilio Piñera (Electra Garrigó) Eugenio Hernández (María Antonia), Abelardo Estorino (Parece blanca), Abraham Rodríguez (Andoba), Alberto Pedro (Manteca, Delirio habanero)… ¿Cuál de estos crees que te expresa mejor como cubano?
Todos cubanísimos autores, y esta es una prueba de lo realmente plural y diferente que somos. No somos uno, somos muchos y distintos, muy distintos.
Estos hombres escribieron la parte más importante de sus obras cuando aún no estaba de moda la palabra diversidad, pero son autores endiabladamente diversos. Autores nacionales porque, es obvio, nacieron en esta isla, entrelazados por aspectos que son comunes. ¿Cómo definir a la más cubana de las escrituras?
A Virgilio no lo conocí personalmente, pero su genial obra “delata” a un cubano especialísimo. Desde el absurdo muchas veces, con una ironía y un humor corrosivo, hunde el “bisturí” y, muy a su manera, abre a la nación en dos, escribe Electra Garrigó, y el poema extenso “La isla en peso”. ¿Podría decir que es el más cubano de los autores? No.
A los demás los traté, compartí con ellos momentos fuera del escenario, y todos tenían una obsesión no manifiesta: Cuba. Cada uno con una personalísima manera y estilo de escribir, de ver la vida y el teatro.
Pude experimentar en carne propia, desde el escenario, sus diferencias filosóficas, artísticas y estéticas. Virgilio, Estorino, Eugenio Hernández, Abilio Estévez, Abraham Rodríguez y Alberto Pedro se deben unos a otros como escritores, supongo, pero cada uno aborda lo cubano desde lo que cree, siente y padece.
El dolor es algo común en ellos. Hay dolor en sus obras, en todas las que he interpretado. Un dolor que se expresa distinto, pero que misteriosamente los conecta. Eso es algo esencial, que es afín a todos, como lo es el lenguaje con su inmensa riqueza.
¿Puedes definir “lo cubano”?
Tengo alguna idea, pero me siento incapaz de definir lo cubano. Sería, cuando menos, un reduccionismo especificar cuál de estos autores está más apegado al concepto. Sería cómo alimentar el estereotipo de eso que los medios nos quieren hacer creer que somos.
Una amiga inglesa me preguntó por qué los cubanos hablábamos constantemente de nosotros mismos. Quizás sea esa un definición de lo cubano, no lo sé. Me da risa.
¿Será porque somos una nación que aún se está gestando, que tiene que reafirmarse constantemente?
No estoy seguro. Siempre he pensado que el historial genético es importante. No es una idea racista. Pero es que los hechos se repiten, y los defectos y virtudes nacionales se repinten. Cuando lees a Mañach o a José Antonio Saco, notas que la vigencia de lo que dijeron sobre nuestro comportamiento es asombrosa. Cuando Sergio, el personaje de Memorias…, dice que el subdesarrollo es una incapacidad… Oye, eso está cabrón. Me deja una sensación de fatalismo e impotencia. Y a la vez me veo a mí mismo en esas definiciones. O sea, que son unas teorías que puedo confirmar en la práctica. ¿De dónde surge esa incapacidad? Si se debe a que somos una nación joven, pues estamos obligados a evolucionar.
En mi humilde opinión, no hemos sabido acumular la experiencia. ¿Será que somos una nación muy joven? ¿Será que somos esencialmente así? Me siento incapaz de encontrar una respuesta.
A Estorino no le agradaba mucho que le hablaran sobre el tema. A Abilio, tampoco. En cierta ocasión le preguntaron a éste si se sentía cubano, y respondió: “Yo nací en La Habana, soy habanero, de manera que no es algo que experimente. Es algo que los demás experimentan por mí. Es algo de lo que se percatan los otros. No sé muy bien qué es ser cubano. ¿Será que me gusta mucho Ñico Membiela? ¿O tal vez que odio el calor? ¿Y qué disfruto mucho los dulces muy dulces?”1
Sentirse cubano es para mí algo inatrapable, volátil y, a la vez, es una presencia que cargo, creo yo, con naturalidad, intentando no sobrevalorar, ni subestimar esa presencia. Subraya “intentando”.
¿A cuál de estos dramaturgos crees haber aportado con tus interpretaciones?
Me gusta meter la mano hasta el fondo del saco. Es curiosidad. Me divierte llegar a lo profundo; y el que busca, encuentra, y si no encuentra, porque el personaje es pobre, es ahí cuando activas tu estado de creación, y aportas algo.
El solo hecho de convertir lo escrito en algo físicamente presentes es, en sí, el aporte, que contiene lo corpóreo, y también lo político, lo filosófico, lo antropológico, lo estético, lo psicológico… Porque el actor es una parte importante del concepto de la obra.
Si el personaje está maravillosamente escrito, como es el caso de estos señores que he tenido la gran suerte de conocer, será todo mucho más enriquecedor para el actor, y seguramente podrá aportar y crear a la altura. La delicadeza estaría en no “contribuir” con algo que traicione o destruya al personaje.
Varios colegas afirman que una de las cotas más altas como actor la alcanzaste con el monólogo El enano en la botella, de Abilio. Ese texto, que es excelente, tiene otra interpretación memorable, la de Grettel Trujillo. ¿Estás de acuerdo con esa opinión? ¿Qué distingue tu interpretación de la de Grettel?
Soy muy inconforme. Tengo dentro de mi cabeza muchas cosas que no alcanzo a realizar. Me cuesta aceptar que algo me ha salido totalmente bien. Logré con El enano en la botella algunas funciones inspiradas, que me agradaron mucho, pero nunca estuve feliz del todo. Ese proceso de montaje fue, al inicio, algo parecido a cuando aceptas un trabajo por encargo. Me sentí contrariado el día que Raúl Martín me propuso hacer el personaje, pero acepté porque sentí el reto. Eso me gustó. Grettel Trujillo lo había estrenado magistralmente. Ella estaba hermosa. Ya se sabe la excepcional actriz que es. Un día decidió emigrar, y Raúl necesitaba salvar su exitosa creación.
Comenzamos a trabajar, e inmediatamente me sentí dentro de una camisa de fuerza. Tuve que construir aquel personaje a partir de la pauta que había creado Grettel. Intenté revelarme, pero nada logré; Raúl estaba enamorado de su creación.
Ahora pienso en lo difícil que debe haber sido para él. Tuvo su cuota de sufrimiento. Imagino que ambos nos fuimos acostumbrando. Raúl estaba seguro de lo que quería, y yo me comporté como un soldado. Él, además de muy artista, puede llegar a ser el más noble y encantador de los “dictadores”.
Con el tiempo fui haciendo mío, con mi voz y mi cuerpo, aquel arquetipo construido encima de otro arquetipo. En verdad, no creo haber aportado nada nuevo en relación al trabajo que hizo Grettel. Sí hubo algunas pocas funciones mágicas, pero… ¿la cota más alta? Ummm, demasiada premura e ingenuidad la mía en aquel momento para tal afirmación; aún así acepto el halago. Años más tarde, volví al texto y lo desarmé para reconstruir y recolocar las “piezas”. Algo que considero atrevido y en proceso aún.
Lo maravilloso es que no hubiera llegado a estas conclusiones si no hubiera vivido esa experiencia. Gracias a Raúl Martín, a Grettel Trujillo y a Abilio Estévez.
En el cine has trabajado, entre otros directores, con Fernando Trueba (Chico y Rita, El baile de la victoria) y Fernando Pérez (Insumisa). ¿Cuál de los dos crees que aprovechó más tus capacidades histriónicas?
Más bien fui quien aprovechó el haber trabajado con ellos. Tienen algo en común esos dos, además del nombre y la profesión: son directores con una energía constructiva, tranquilizadora.
Trueba es el tipo de director que, cuando se percata de que el actor está en el camino que él necesita, le permite crear, proponer, y confía.
Fernando Pérez es muy parecido. En Insumisa le pedí escribir una secuencia que necesitaba para mi personaje, y me dio luz verde. Demoré una semana en escribirla. Cuando se la mostré, me dijo que la filmaría. Bien pudo pensar que me estaba metiendo en terreno ajeno, pero no, lo aceptó muy normal; es más, me animó a hacerlo. Eso dice mucho de él.
Para Trueba, filmar es una fiesta innombrable, parafraseando a Lezama. Le gusta hacer amigos, rodearse de ellos en el set. Si estás junto a él, te hará cuentos, anécdotas de sus tantas experiencias, como cuando ganó el Oscar por Belle époque, y al salir del escenario se encontró con Paul Newman en el elevador, que llevaba su Oscar honorífico en la mano como si llevará una flauta de pan (no es literal, y espero que mi imaginación no me traicione).
Los dos saben escuchar, y veo una nobleza que los emparenta. Pero, ¡ojo!: son hombres de una fortaleza de espíritu inmensa. Lo demuestra la obra de ambos. Ellos me dirigieron y casi no lo noté. Te puedo asegurar que si ellos revisan una escena, y no los convence, hay que repetir la toma tantas veces como sea necesario, hasta quedar satisfechos.
¿Los artistas tienen “tiempo muerto”? ¿La cuarentena es una sucesión de días estériles?
Los actores también tenemos “tiempo muerto”. Las razones pueden ser muchas. En el teatro sucede menos, pero se da.
En el cine dependemos de que otros nos escojan. Si se hacen pocas películas en un año, la posibilidad de filmar es menor. Entonces, cuando no tengo trabajo me lo invento.
En tiempo de pandemia todo es voluble y el estado de ánimo va a variar inevitablemente. Hay días más productivos que otros. Tengo asumidos mis momentos de ansiedad o incertidumbre.
Cuando no estoy haciendo nada, estoy pensando. Pensar es un trabajo.
¿Qué podemos esperar tus admiradores para los próximos cuarenta años de vida profesional?
Son tiempos muy confusos. El positivismo a ultranza puede ser muy irresponsable. No deseo ser sorprendido, al menos no estúpidamente. Crearé algo cada vez que encuentre la ocasión, diariamente si es posible. Y a esperar. Es lo que toca.
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Nota:
1 Mirabal, Elizabeth y Velazco, Carlos: “Nombrar a Abilio Estévez”, en Revolución y Cultura No. 2, 2009.