En el difícil año de 1993, mientras impartía un curso de guión cinematográfico en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), primada de América Latina, mi amigo logopeda Fidel Raúl me presentó a un académico que no tardó en pedirme, en préstamo, algunos de los materiales audiovisuales que utilizaba de apoyo en las conferencias.
Entre otros, le di el docudrama Sueño tango, de Rigoberto López. Recuerdo que a la mañana siguiente alguien, eufórico, gritaba del otro lado de la línea telefónica: “¡Vi a un familiar!”, “¡un primo de mi abuelo!”. La persona en cuestión era Pompeyo Escala, personaje mítico del ambiente tanguero de La Habana, y quien lo vio, Miguel, docente cubano radicado en esa otra isla llamada República Dominicana, separada de Cuba tan sólo por el “Paso de los Vientos”.
Miguel J. Escala Figueredo tiene un reconocido peso dentro del mundo académico de República Dominicana, donde se le considera un educador de mérito. Graduado de Psicología por la UASD, posee un doctorado en Educación Superior en Penn State University, Pennsylvania. Ha sido, entre otros desempeños relevantes, Rector del Instituto Tecnológico de Santo Domingo, Director de Recursos Humanos del Banco Central, Director Ejecutivo del Instituto de Gestión y Liderazgo Universitario de la Organización Universitaria Interamericana (OUI) y miembro del Consejo de Administración del Instituto de Educación Superior para América Latina y el Caribe (IESALC-UNESCO).
Falta decir en esta presentación de trazos gruesos que nuestro entrevistado es un ser extrovertido y risueño, autor de numerosos textos sobre educación y perpetrador de poemas en sus escasos ratos libres. Vamos, de una vez, al diálogo.
¿Cuándo y en cuáles circunstancias sales de Cuba?
Salí de Cuba con mi hermana el 29 de mayo de 1962, un viaje que debe haberse decidido en algún momento posterior a abril o mayo de 1961.
Para entender la situación, definamos primero el entorno familiar como uno de mucha participación activa en la Iglesia Católica de Manzanillo (directivos de asociaciones católicas, un tío sacerdote y dos tías monjas, asistencia a misa, etc.), sobre todo del lado de los Escala. La mía era una familia inicialmente muy satisfecha por el triunfo de la Revolución. Dos tíos, incluyendo al sacerdote, habían participado en acciones de apoyo a los rebeldes de la Sierra. Una tía fue muy activa en el comedor que se organizó para alimentar a los revolucionarios que bajaban triunfantes. El primero de enero mi hermana y yo lucimos sendos brazaletes del “26 de julio”. Fue un día de jolgorio familiar. En el verano de 1959 subí corriendo una loma de Manzanillo ante el rumor de que Camilo estaba llegando en un helicóptero. Volví a mi casa lleno de emoción porque había tocado a Camilo.
No obstante, la satisfacción inicial de la familia fue declinando y se fue convirtiendo en temor. En 1960 hubo incidentes en la Iglesia parroquial luego de la lectura de alguna carta de los obispos (pastoral) y yo fui testigo de la interrupción con violencia de una procesión, de la cual salí corriendo. En 1961, con 12 años, cursaba el sexto grado en el Colegio de “La Salle”. Mi hermana, mayor que yo, estudiaba el segundo año en el Instituto. Ella presenció una pelea que terminó con la expulsión del presidente y algunos miembros de la Juventud Estudiantil Católica (JEC). Recuerdo la palabra “depuración” como una acción que muchos aplaudían y otros sufrían.
No olvido la última vez que bajamos en la guagua del colegio luego de suspender las clases, a mediados de abril, debido a los enfrentamientos en Girón. Ese mismo día detuvieron a los hermanos de “La Salle”, maestros del colegio, todos cubanos. También detuvieron a los sacerdotes franciscanos de la Parroquia, todos vascos.
Luego que liberaron a los hermanos, se aceleró el fin de curso. El 1ro. de mayo todos los colegios fueron intervenidos y la Revolución recién se había declarado socialista. Cuando recibí mi certificado de 6to. grado, de manos del interventor del colegio, miembro histórico del Partido Socialista Popular (PSP) manzanillero, éste me aclaró: “Te esperamos el año que viene, pero ya no enseñaremos el Catecismo, sino que todos leerán la Edad de Oro de José Martí”.
Los Hermanos de “La Salle”, a cuyo Pre-Aspirantado —programado para abrirse en Manzanillo— yo ya tenía el permiso de mis padres para ingresar, se comunicaron con mi papá para saber si me permitía salir con ellos a Miami y, junto a otros nuevos aspirantes, seguir hacia Costa Rica.
Mis padres agradecieron el gesto, pero prefirieron seguir planificando mi salida conjuntamente con la de mi hermana. En algún momento del verano de 1961 recibimos la “visa waiver” que era un documento que llegaba de los Estados Unidos. Fue gestionada por una de mis tías monjas que salió hacia Miami. No era un tipo de visa, sino un “waiver” (exoneración o dispensa).
En los primeros días de septiembre de 1961 mis padres, mi hermana y yo fuimos a La Habana para tramitar el permiso de salida, que era obligatorio obtener para viajar, y además comenzar a separar los pasajes (se compraban con money orders que enviaban desde Estados Unidos, supongo que, en nuestro caso, una de nuestras tías). Era un proceso complicado, pero mi padre hizo algunos contactos para poder planificar el viaje antes que terminara 1961. Sin embargo, otros eran los planes. Alguien consideró que el proceso de salida de los miles de cubanos, y de niños cubanos (el programa“ Pedro Pan”1 había comenzado en octubre de 1960), estaba muy mal organizado y se estableció un nuevo proceso migratorio, que escuchamos por la radio en medio de la Carretera Central, ya de regreso a Manzanillo con, supuestamente, los trámites avanzados para la salida.
Lo que se había gestionado en La Habana ya no tenía ningún valor. Había que comenzar desde cero. El nuevo trámite requerido consistía en presentar la solicitud de salida en la Estación de Policía de la ciudad donde se tenía la dirección registrada.
Luego de regresar de La Habana, dos acontecimientos reafirman a mi padre su decisión de salir de Cuba. Mi tío, el sacerdote, fue apresado en Santiago de Cuba el día 14 de septiembre y llevado a La Habana, en donde lo integraron a un grupo de 129 sacerdotes y un Obispo, apresados de igual forma en varias localidades, para su expulsión de Cuba en el barco “Covadonga”. El otro acontecimiento fue la intervención de la mitad de la tienda que mi padre había fundado en 1944 con un socio. Ese socio, ex capitán del Ejército Rebelde y ex ayudante de Huber Matos, luego de haber sido apresado, se escapó hacia la Florida con otros compañeros.
En enero de 1962 se decretó la nacionalización de los negocios y mi padre fue invitado a participar como empleado en lo que había sido su tienda. Se le prometió compensar en varios años el capital declarado que le correspondía. Eso, desde luego, no le supo nada bien.
Añadamos a la situación que se vivía, las participaciones del Padre Germán Lence como representante principal del grupo “Con la Cruz y con la Patria”, la cual defendía la Revolución y llamaba a los católicos a integrarse al proceso revolucionario. Para la Iglesia cubana, el grupo representaba un intento del gobierno revolucionario para establecer una Iglesia paralela, como había ocurrido hacía unos cinco años en la China de Mao con la fundación de la Asociación Patriótica Católica China. Todo esto se añadía a los temores acumulados de muchos católicos cubanos, incluyendo a mis padres.
El 24 de mayo de 1962 recibimos un telegrama informando que teníamos vuelo para el 29 de ese mes y el lugar donde debíamos presentarnos en La Habana.
Mi hermana y yo, aunque parte del programa “Pedro Pan”, nos íbamos a quedar en Miami bajo la tutela de una tía que había salido por Costa Rica, su esposo y tres hijos pequeños, que ya tenían residencia en Estados Unidos.
El día anterior a la partida arreglamos la maleta, lo cual era una tarea muy simple. Alguien había establecido que solo se permitiría a los viajeros llevar tres mudas de ropa (en mi caso: tres pantalones, tres camisas, tres pares de media y tres piezas de ropa interior, incluyendo la puesta). La maleta de mi hermana era un poco mayor que la mía porque los vestidos ocupaban más espacio. En realidad, eran dos maletas de mano.
Salimos hacia Rancho Boyeros, con mis padres y una tía. Ya sabíamos que mi madre y mi tía tenían que esperar a mi padre en la entrada del aeropuerto, pues se había establecido recientemente que los menores solo podían tener un acompañante en el aeropuerto y el edificio. Mi padre nos llevó a la línea aérea —supongo que nos darían nuestros pases para abordar— y pasamos por la inspección de las maletas, donde se aseguraba que se cumplía con la regulación del equipaje. A mí me quitaron un cinto, porque era suficiente el que llevaba puesto, y un acordeón de juego que un huésped del hotel les había pedido a mis padres para un hijo que se había ido hacía poco tiempo. Me dijeron que lo entregarían a un Círculo Infantil.
Mi hermana, con 15 años, y yo, con 13, nos subimos al avión de Pan American para cruzar el estrecho de la Florida y llegar a Miami. De sentimientos y lágrimas no es necesario comentar. Atrás dejábamos un padre y una madre que tenían que emprender el largo viaje de regreso a Manzanillo. Nos imaginamos lo triste de ese regreso.
¿Cómo fueron los primeros días de tu vida de emigrado?
Llegamos a Miami y solo recuerdo que nos guiaron a buscar las maletas y a salir para encontrarnos con nuestras dos tías, la monja que vivía en Miami, y la que había salido por Costa Rica, que asumía legalmente nuestra custodia.
En las primeras semanas nos tocó ir con la tía tutora a la oficina que llamaban “El Refugio”, a inscribirnos, vacunarnos, y seleccionar alguna ropa usada para completar nuestro limitado vestuario. Tomamos aquello con mucha tranquilidad y alegría, sin acordarnos de que en Manzanillo se había quedado atrás la tienda de ropa de mi padre. Tendríamos ropa “nueva”. El primer lunch callejero fue un hamburger con papas fritas y un “root beer” de la desaparecida cadena Royal Castle. Descubrí desde temprano que el exilio tenía sus pros y sus contras; el root beer, un contra. Ya formalizada nuestra condición de “refugiados”, nos enviaron un cheque. Íbamos a recibir uno mensual conjuntamente con tickets para alimentos.
Mi hermana y yo fuimos a una plaza comercial recién inaugurada, que quedaba a unas cinco cuadras de la casa de las monjas, donde hice mi primera compra de ropa nueva: un short de khaki que luego usaría en las clases de Educación Física, y algo de ropa interior. Iniciaba el verano caliente de Miami.
Estuvimos lejos de nuestros padres 56 días. Cuando llegaron, éramos tres familias conformadas por seis adultos y ocho menores en la casa de mi tía, de dos habitaciones y un baño.
Mi hermana y yo habíamos ahorrado algún dinero del que nos pasaban del “Refugio” y se lo dimos a mi papá. Pero el regalo más importante que mi hermana le guardó fue la dirección y el teléfono de una tienda. Lo había anotado en un anuncio de radio (ya existía por lo menos una emisora cubana), pues el nombre le recordó a una tienda similar en Santiago de Cuba que era suplidora de mercancías para la tienda de mi papá en Manzanillo.
Efectivamente, los dueños conocían a mi papá y lo valoraban por su trabajo y honestidad. Por casualidad ellos habían comprado junto a un socio otra tienda en el centro de Miami y estaban buscando a alguien para que fuera su gerente. Con esos socios mi padre trabajó, y luego también mi madre, desde 1962 hasta finales de los años 90, cuando ambos se retiraron.
Antes del mes de estar en Estados Unidos, mi padre ya tenía trabajo y decidió mudarse a un apartamento de una habitación en un complejo de edificios que quedaba más cerca del centro de la ciudad, con un precio razonable que podía pagarse. Nos mudamos, y mi hermana y yo nos turnábamos la sala como dormitorio. La primera noche dormí sobre dos cojines regalados. Mi madre, cuando se levantó, se puso a llorar y decidió comprarme una camita en un rastro (tienda de venta de muebles usados) no muy lejano. Con el poco dinero ahorrado y cosas regaladas se armó el apartamento y comenzamos a vivir en familia de nuevo.
¿Cómo has construido tu identidad en lo que a lugar de origen se refiere? ¿Quién es Miguel Escala?
El tema de la identidad, tarea de la adolescencia, fue interrumpido con mi salida de Cuba en lo que concierne a mi ser nacional y mi ser local. Tuve que trabajar en eso. ¿El resultado de mi trabajo de construcción en el tiempo?: “Miguel Escala es un dominicano, orgullosamente nacido en Manzanillo, Cuba.”
Para mí, el habla, el sociolecto que predomine en nosotros es uno de los factores fundamentales para la construcción de la identidad. En diciembre de 1963, durante mis vacaciones navideñas en Miami, con casi 11 meses desde mi traslado a República Dominicana, me acerqué a un grupo de cubanos en el centro de la ciudad para preguntar sobre una dirección, y dije: “Saludo” (así, conjugando el verbo saludar en primera persona del singular, pero con el pronombre “yo” omitido; no un “saludos”, con la omisión de la “s” final). Me miraron y me preguntaron: “¿eres dominicano?”. Expliqué que no, que era cubano pero que vivía en República Dominicana, a donde me había trasladado en febrero de ese año para integrarme al Aspirantado de los Hermanos de La Salle; obtuve la información que necesitaba y me retiré. Lo que no se retiró de mi pensamiento fue que me identificaran como dominicano, y eso me gustó. Mi auto-concepto comenzaba a cambiar y eso alteraría mi identidad.
Uno nunca sabe cuándo su nacionalidad es transformada en apodo por reconocimiento o por bullying. Es más, creo que depende de quien lo haga. Pero no me gustaba, ni me gusta, que me llamen por un gentilicio (por ejemplo, en La Habana ahora sería un “palestino”). Menos me gustó una discusión con un compañero de universidad que terminó diciéndome “cubano gusano”, u otras que terminaron con “cubano comunista”. Parecía que ser cubano implicaba uno o los dos adjetivos, y quizás un tercero: “mafioso”, que se atribuía a algunos que habían llegado a República Dominicana y que habían vivido de los negocios oscuros.
Cuba era mi familia de allá, los recuerdos compartidos con mi padre y mi madre, lo que contaba a mi esposa y amigos, un pasaporte al que no tenía acceso, un cuestionamiento frecuente, una aproximación crítica. Para muchos, en América Latina eran los tiempos de la revolución a la vuelta de la esquina. Para otros, en los espacios autónomos, era la oportunidad de preparar los futuros cuadros de esa revolución.
Mi posición ante el tema de la política tiene que ver mucho con la construcción de mi identidad. Ser cubano parecía ser comunista o ser gusano. En mi caso, lo de mafioso no era una alternativa. Ser comunista implicaba aceptar el materialismo histórico, burlarse de los “metafísicos”, eliminar la participación privada en la propiedad de los medios de producción, no aceptar opiniones divergentes, considerar que ser miembro de una iglesia era, por lo menos, debilitante del fervor revolucionario necesario, y acatar lo que el partido dijera como “fuerza dirigente superior del Estado”. Esto último me evocaba lo que había aprendido de la historia dominicana y de la presencia omnímoda del Partido Dominicano de Trujillo. Del otro lado, ser cubano gusano era ser partidario de Balaguer y considerar que los muertos de los 12 años eran justificados porque “no hay mejor comunista que un comunista muerto”; era no insistir en los temas cruciales del desarrollo humano, y no reconocer por principio nada bueno que se hubiera hecho en Cuba con relación a la educación, la cultura y la salud.
Con frecuencia me pregunto cómo Máximo Gómez construyó su identidad, y estoy seguro que le preocupaba la República Dominicana, pero le dolía Cuba. Es un personaje que venero y sobre el cual indago. Presiento que su conversión a “independentista” ocurrió en Manzanillo, antes de 1868, cuando en una de sus calles vio a un español maltratar a un negro esclavo. Me ilusiona identificar la casa en que vivió en Manzanillo para rendirle homenaje, al igual que hago cuando paso por Baní, en la réplica de lo que fue la casa donde nació.
¿Sigues profesando la fe católica?
Soy cristiano creyente (recito el Credo de los Apóstoles convencido de cada frase), y expreso mi fe cristiana dentro de la Iglesia Católica Romana. Por lo tanto, soy católico, con Papas preferidos: Juan XXIII, Pablo VI y Francisco. Viví de joven el Concilio Vaticano II, y disfruté el “aggiornamiento” de la Iglesia, me leí varios de los documentos aprobados, y leí por lo menos dos libros de las memorias de Juan XXIII. Estoy convencido de que lo aprobado no ha llegado a aplicarse en su totalidad, y soy feliz con Francisco como Papa.
Ser creyente es aceptar que, aunque existan leyes de la materia, hay un legislador que las establece, como diría Ignace Lepp, sacerdote ex comunista, cuyo libro La Nueva Tierra me introdujo en el pensamiento de Teihlard de Chardin.
Chardin, sacerdote jesuita paleontólogo, desterrado de Francia por una Iglesia que no lo entendía, me ofreció una visión abarcadora para entender a un Dios creador evolucionista, y para entusiasmarnos en convertirnos en colaboradores de esa creación que evoluciona, primero en la materia (geosfera), luego en los seres vivientes (biosfera) y por fin en los aspectos psíquicos y del espíritu (noosfera).
Acepto y a veces busco los espacios más formales y organizados de esa expresión de fe. Participo en la misa dominical, leo la Palabra de Dios de vez en cuando, y hasta rezo mis rosarios (siempre cuando espero las maletas en los aeropuertos).
Acompañé a mi padre en un rosario cinco días antes de morir, y susurraba Salmos a mi madre en su agonía. Pero entiendo que esas manifestaciones estandarizadas no sustituyen la oración constante a la que estamos llamados en nuestros propios afanes de colaboración con la creación evolutiva. Cada uno elige su trinchera para esa colaboración, y la mía es la educación. Ofrecer una educación de calidad para todos es parte de ese compromiso, animar para que otros se conviertan en agentes de colaboración es importante.
¿Cuándo regresas a Cuba por primera vez luego de tu salida a la emigración?
Siempre he dicho que mi decisión de viajar a Cuba fue una “necesidad física”, para exagerar un poco el gran deseo que tenía de ir, y, sobre todo, de caminar por las calles de Manzanillo otra vez.
En 1996 conseguí viajar a la Isla. Aunque mi meta era Manzanillo, me quedé como dos días en La Habana, en el Hotel Capri. Pude conocer mucho que no conocía de la ciudad, y caminar de nuevo por las partes que ya me eran familiares. Descubrí que la calle Galiano no era tan ancha como me la imaginaba. Ya La Habana no me impresionaba como cuando era un niño, pero aprecié su esplendor de ciudad detenida en el tiempo, una gran señora venida a menos. La sigo considerando una de las capitales más bellas de América Latina. Solo me faltan por conocer Montevideo y Asunción.
De mi estadía inicial, el más grato recuerdo fue la asistencia a una función del Festival de Cine, en diciembre de 1996, al estreno de Yo soy, del son a la salsa. Además de un excelente documental, para mí fue una revelación la aparición de Celia Cruz en la pantalla, pero mayor revelación aún fue la reacción del público, que se puso de pie y comenzó a aplaudirla. Yo aplaudía también, y lloraba. Toda la emoción guardada, que se me había expresado psicosomáticamente en la boca, encontró su escape en un llanto incontenible. Siempre he admirado a Celia y a su cubanía, sabía que era una artista oficialmente non grata cuya obra circulaba en Cuba con muchas restricciones. Y ese público la aclamaba. Lloré y lloré. Era posible ser querido en Cuba a pesar de haber salido.
En Manzanillo, adonde llegué en avión, supe, sí, aprovechar más el tiempo con los tíos, los primos, los hijos de los primos, y algunos amigos. Para destacar: las conversaciones con mi tío Nono Escala, en cuya casa me quedé, la misma que había dejado un 24 de mayo de 1962, 34 años antes. Dormí en el cuarto donde dormían mis abuelos, y me reencontré con muchos muebles de aquella época, entre ellos dos balances, sillones o mecedoras de cuero repujado, en que yo me sentaba a ver la televisión y me ponía un mosquitero para poder defenderme de los insectos abundantes en esa ciudad de mar.
Mi despedida de Manzanillo en esa ocasión fue con la espalda toda mojada; así abordé el avión que me regresaba a La Habana. En mi corta estadía no podía dejar de reunirme con Pachy Naranjo, gloria de la música cubana y fundador de la Original de Manzanillo. Pachy y yo cursamos de 4to. a 6to. de primaria en el Colegio de “La Salle” y fuimos muy buenos amigos. Me invitó a una fiesta de médicos que sería el viernes al mediodía en un restaurante cercano al Hospital, desde donde se disfruta de una hermosa vista de la Bahía a la que le cantó Benny Moré.
Desde luego, no solo disfruté de la vista, sino que bailé con una tía y con varias primas del lado de los Figueredo. Ese “bailao” fue histórico y de vivencia existencial, expresión que resume el gozo y la alegría profunda del momento y que explicaba mi sudor. Bailar la música de la Original en vivo, con Pachy tocando piano y dirigiendo era para sudar la gota gorda. A la hora convenida pasó mi tío Nono a buscarme y de ahí salimos al aeropuerto para darle un nuevo adiós a la Perla del Golfo de Guacanayabo. Hace de eso 24 años y dos meses. Inolvidable.
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Nota:
1 La operación “Peter Pan” (también operación “Pedro Pan”) fue una maniobra diseñada en 1960 por parte de la Iglesia Católica, la diáspora cubanoamericana y el gobierno de Estados Unidos, para transportar a niños cubanos hacia ese país bajo el supuesto de que el gobierno cubano retiraría la patria potestad a los padres.
Admirador de Juan XXIII y Bergoglio, identificado con Concilio Vaticano II y aparentemente pro diálogo con el gobierno cubano… No creo que esté muy en línea con su tí Nono y su primo Chato, de verdad.