En Santa Clara, ciudad al centro de la isla, vive y trabaja Mildre Hernández, una escritora de referencia dentro de la literatura cubana dedicada a niños y jóvenes. Y más allá. Más allá de las etiquetas y más allá de nuestras estrechas costas.
Por su cuenta, lleva 56 obras escritas, la mayoría publicadas. Si tomamos como fecha del inicio de su carrera el año 2000, cuando salió de la imprenta el poemario Vuela una sombra, su ritmo de escritura es de 2.24 títulos por año. Cifra y cadencia notables. Pero esto no pasaría de ser una simple curiosidad estadística, si su obra no acusara una alta y sostenida calidad artística.
¿Quién eres, Mildre?
Soy una mujer que escribe porque necesita creer en la bondad de las palabras, y lo único verdadero que ha sabido elegir ha sido la literatura.
Tu lugar y fecha de nacimiento.
Nací en Sancti Spíritus, el 18 de agosto de 1972, ¡a las 3 de la tarde!
¿Cuántos libros has publicado hasta el presente?
Treinta y cuatro.
¿Premios?
Más de una decena; entre ellos, el Casa de las Américas 2015 por El niño congelado, y dos premios de la Crítica Literaria: El niño congelado (Ediciones Casa de las Américas, 2016) y Mi abuela es un primor (Ediciones Matanzas, 2017). Premio Puertas de Espejo a Es raro ser niña (Editorial Gente nueva, 2011); libro más leído en la red de bibliotecas nacionales, 2016. Premio del Lector 2021, que entrega el Instituto Cubano del Libro, con la novela Hospital para gatos locos (Editorial Oriente, 2018). Me premiaron, además, con el Regino Boti, Hermanos Loynaz, Abril (en tres ocasiones), La Rosa Blanca, La Edad de Oro… y mención de Honor en el certamen Una Palabra, que otorga la Universidad Nacional de Costa Rica, en 2016. Parte de mi obra se ha publicado en Colombia, España y Canadá.
Háblanos de tu infancia. ¿Fue difícil para ti ser niña?
Viví en un pueblo de campo, rodeada de familia. Me atraían las tertulias con historias de aparecidos, muertos, fantasmas… conversaciones que, por lo menos en mi infancia, eran muy comunes en ese universo bucólico. Me encantaba jugar con mis primos. Y sí, fue difícil ser niña, pues uno de los preceptos familiares era que no debíamos jugar con varones. Siempre vi poco atractiva a las muñecas: una preocupación para mi madre, que me veía, mayormente, halando un camión sin ruedas de uno de mis primos. Preferí el juego a la lectura. En aquel pueblecito no había bibliotecas ni librerías, solo libros escolares, y la escuela no fue razón de entusiasmo para mí. Me pasaba casi todas las clases mirando por la ventana, “imaginando cosas que no existían”, como le repetí luego a una psicóloga cuando mi madre me llevó a consulta.
Después, estos encuentros se hicieron recurrentes: por mi rebeldía, por no quedarme callada cuando me regañaban, por hacer preguntas “raras” para mi edad, por preferir los juegos de los niños…
Mi padre no ayudó mucho a “encarrilarme”, pues me llevaba a pescar, me enseñó a manejar su tractor y me trataba como a un varón. ¡Sí, tuve una familia muy contradictoria! De ese tiempo, hoy me ha quedado todo por lo que me llevaban a las consultas, pero también el regalo de contar historias.
¿Cuál es tu formación académica? ¿Además de escritora, has ejercido otros oficios?
Estudié Contabilidad en un politécnico. En esa fecha ya empezaba a escribir por detrás de las libretas algo que creí era poesía. No me gustaba la contabilidad ni la familia ni los amigos, solo encerrarme en el cuarto a escribir cualquier cosa: frases, diarios, ¡hasta novelas!
Empecé a leer algunos libros que podía comprar cuando lograba reunir dos o tres pesos: La expedición de la Kon-Tiki, (Thor Heyerdahl), algo de Julio Verne y Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll), hasta que me acerqué a la Casa de Cultura de mi pueblo (Jatibonico, en ese entonces) a llevar mis primeros poemas para adultos. Ahí conocí al poeta Juan Manuel López, que me puso en la mano a T. S. Eliot, Ezra Pound y William Carlos Williams… y quedé fascinada. Pero había que trabajar. Y lo hice de contadora en una empresa cañera, auxiliar de limpieza en un policlínico, cuidadora en una escuela primaria y operadora de estera en el central de mi pueblo.
De todos los lugares me iba o me sacaban. Luego vine para Santa Clara, donde pegué libros en una imprenta, fui asesora literaria de la Casa de Cultura, profesora de español y literatura, y llevé por 16 años un taller especializado de Literatura Infantil en la Uneac. Ahora no hago absolutamente nada que no sea escribir. Vivo de las regalías que me pagan, algunas veces, editoriales foráneas o, como dice mi madre: a la buena de dios.
¿Desde el inicio quisiste dedicarte a la literatura infantojuvenil, o te iniciaste con textos destinados a los adultos?
Comencé escribiendo poesía para adultos, pero cuando leí a Alicia en el país de las maravillas, reescribí toda la novela en décimas (sin saber lo que era una décima). Luego de descartarla, me enfrasqué en el poemario infantil Vuela una sombra, que tuvo a bien revisarme Rosa María García y Marlene García, en el taller literario de Cabaiguán, que frecuentaba mucho.
Un escritor de Ciego de Ávila, ya fallecido, Ángel Lázaro Sánchez, al que todos conocieron por Barquito, me mandó las bases del Concurso Eliseo Diego. Él mismo me lo imprimió en su trabajo y lo llevó a la editorial Ávila. Y fue el premio en 1997. De esa fecha hasta hoy no he dejado de escribir.
Dentro de la modalidad de literatura que practicas, ¿quiénes son aquellos autores que más influyeron en ti en tu etapa de formación?
El poeta Juan Manuel López, la asesora literaria Iluminada Salinas Gil y el ya fallecido Roberto González Calero fueron de una ayuda inestimable.
Los autores que más leí en esos primeros tiempos: H. C. Andersen, Michael Ende, Dora Alonso, Onelio Jorge Cardoso, Ligia Bojunja Nunes, Astrid Lindgren, y otros que pude encontrar en la biblioteca de una iglesia de Sancti Spíritus a donde viajaba todos los días, más de 30 kilómetros, para leer, pues eran ediciones “extranjeras”, de una belleza inusual en los libros de la isla. Autores que no se conocían. Leí, sobre todo, los publicados por la colección Barco de Vapor y por la Editorial Bruño.
Selecciona los cinco libros tuyos que consideres imprescindibles, aquellos que más satisfecha te hayan dejado, donde está la MH esencial. Y, muy sucintamente, dinos de qué trata cada uno de ellos.
Es raro ser niña o Una niña estadísticamente feliz (Cuasi, una niña en una familia homoparental y su impacto en la escuela y la sociedad); Diario de una vaca (cuatro vacas que quieren ser sagradas, pero sin perder el camino de la libertad); Cartas celestes (poemario por el que me conocieron mis primeros lectores: amor, mitología, astronomía); Mi papá salió del clóset (Cuasi ayuda a un amigo del aula a sacar a su padre, albañil, de un clóset que construyó para encerrarse: la importancia de la elección), y El niño congelado (Bel Sapson, el cerdo que habla, el gato Eurípides, y tres adultos, descubren la fábrica donde “congelan” niños para adoctrinarlos y que piensen como El Gran Maestro). Creo estar en todos mis libros, de una manera u otra, pero estos disfruté mucho escribirlos.
En un anaquel pequeño con libros escritos por autores cubanos para jóvenes y niños, ¿cuáles serían los 10 títulos que no deberían faltar? Puedes incluirte a ti misma, incluso más de una vez si así lo consideras.
1. Dos ranas y una flor (Onelio Jorge Cardoso); 2. La flauta de chocolate (Dora Alonso); 3. Escuelita de los horrores (Enrique Pérez Díaz); 4. El día que me quieras (Julio M. Llanes); 5. María Virginia está de vacaciones (Gumersindo Pacheco); 6. ¿Dónde está la princesa? (Luis Cabrera); 7. El enamorado de la maestra (Leidy González Amador); 8. Pasiones marineras (Maylén Domínguez); 9. Perro viejo (Teresa Cárdenas); 10. Es raro ser niña (Mildre Hernández).
Tengo algunos más, incluso de amistades cercanas, pero me ciño. Dejo como dato curioso la presencia de cuatro espirituanos en el anaquel.
Sugiere a nuestros lectores los diez títulos de la literatura universal con los que los niños a su cargo deberían iniciarse en la lectura. Sé que este es un ejercicio odioso, pero también muy útil por lo que vale tu opinión especializada.
1. La isla del tesoro (R.L. Stevenson); 2. El sofá estampado (Ligia Bojunja Nunes); 3. El osito que leía niños (Gonzalo Moura); 4. La historia interminable (Michael Ende); 5. Amigos por el viento (Liliana Bodoc); 6. Harry Potter y la piedra filosofal (J. K. Rowling); 7. Donde viven los monstruos (Maurice Sendak); 8. El principito (A. de Saint-Exupéry); 9. Matilda (Roald Dahl). 10. Cuando Hitler robó el conejo rosado (Judith Kerr).
En décadas pasadas, en cualquier casa cubana, por modesta que fuera, podías encontrar una pequeña biblioteca. Presumo que ya esto no es así. Además de los factores económicos que pueden estar incidiendo en este estado de cosas, ¿qué otros aspectos de nuestra realidad habría que modificar para recuperar aquel nivel de lectura?
Hemos vivido en una constante pose. No todos los libros de esas bibliotecas eran leídos. Si bien es cierto que muchos se utilizaban (utilizan) para consultas, no todos eran leídos. También algunas de esas bibliotecas representaban una posición social, incluso dentro de una familia modesta. Había más lectores de libros en papel porque no existían las redes sociales que tanto nos dispersan. Quizás, si en aquel tiempo hubiesen tenido al alcance e-books con más de 500 libros, no hubiesen tenido una biblioteca, tan difícil de mantener sin polvo, humedad y polillas. Igual hoy he escuchado a escritores decir: “No me gusta leer en papel”, como si ya fuese considerado un delito (he aquí otra pose).
Queremos ser “absolutamente modernos” (como escribió Rimbaud) a toda costa, incluso a la de ser ridículos. La lectura es buena, fresca, necesaria y sublime en libros físicos, electrónicos, en papiros, en piedras y hasta en boca de los demás. He conocido adultos tan adictos a la tecnología que si les hacen ghosting pueden enfermar de depresión. Es la Era del Like, de mostrarnos bellos y no cultos, felices y no emocionalmente estables. De enaltecer la idiotez y minimizar la empatía. ¿Qué deberíamos modificar?: nuestra conciencia y enfoque, pero ya es tarde. Estamos atrapados en La epidemia del vacío.
En algún lugar has dicho que el logro mayor de la literatura destinada a la niñez y a la adolescencia es poder encantar tanto a este segmento de público como a sus padres. Extiéndete en esa idea. ¿Qué ingredientes debe reunir un texto del género para que esto suceda?
En mi opinión, la sinceridad o autenticidad a la hora de contar la historia, de sentir la emoción del personaje, de no querer impactar a otro escritor (o a un jurado) con una temática de moda. Hay muchas historias donde no ves al personaje, sino al escritor. Y no es que uno no tenga del otro, es que el personaje debe ser creíble, tener su sicología propia. Papá o mamá son quienes compran los libros. Por tanto, ellos deben quedar sorprendidos para bien con esa historia que los retorne a su infancia.
Es cierto que el niño o la niña es quien debería elegir el libro que desea leer, pero hay edades donde son los padres los responsables de sus lecturas. Y cuando digo responsables, no me refiero a la temática, sino a la manera de tratar el tema, a los valores humanos y espirituales que se le ofrezcan. La literatura infantil es para la infancia y la adultez. Por eso es un género tan difícil.
¿Fuera de la literatura para niños y jóvenes, tienes autores preferidos? ¿Qué tan buena lectora eres?
Me gustan Saramago, Vargas Llosa, Nadine Gordimer, William Carlos William, Arthur Miller, Emily Dikenson… No sé si sea buena lectora ni a cuál clase social de lectores pertenezco. Comparto una teoría sicológica que te anima a “perder el tiempo” mirando las cosas que te ofrecen tranquilidad y te llevan a estar contigo misma. La observación es un modo de lectura, las conversaciones con amigos, las vivencias, los sonidos cotidianos, los viajes e, incluso, la quietud. Pero siempre debemos leer porque nos obliga a conocer y a escribir mejor (aunque esto último a muchos no les funcione).
Debemos leer, incluso cuando no nos haga más amables. En tanto, escribir nos reinventa, nos sana, nos hace empatizar con el dolor del otro (aunque esto último tampoco a muchos les funcione).
¿Puedes escribir en cualquier circunstancia o necesitas condiciones especiales para crear? ¿Practicas alguna rutina a la hora de sentarte a escribir?
Un tiempo atrás, sí: cuando vivía en mi casa de campo, con las ollas al fuego, porque escribir y saber que tenía alimento me calmaba. La casa debía estar meticulosamente limpia y organizada, un TOC que he ido dejando atrás, con la limpieza y con el sustento. Escribía desde las 10 de la mañana hasta el oscurecer. Ahora escribo oyendo reguetón, gritos de vecinos, mariachis, golpes de los cocheros a los caballos, conversaciones de precios y de lo bien que les va a los que se fueron del país, entre otras presiones, igual de dañinas. Pero escribo. Incluso si me dejaran una mano fuera de la sepultura, escribiría. A los escritores nos corresponde transformar las miserias (las nuestras y las de otros) y dejar constancia.
¿Participas de la superstición de que no se deben comentar las obras en proceso porque se malogran?
Comento algún que otro proyecto con amigos cercanos, pero cada día son menos; unos porque se van del país, otros de nuestras vidas. Y en esos círculos que se cierran espero a que otros se abran para dialogar. Soy de la época de las tertulias donde los escritores nos reuníamos para leernos. Algo más que se ha perdido. La obra se cuida sola.
¿Tienes otras supersticiones relacionadas con tu trabajo literario?
La peor de las supersticiones es escribir mal.
¿Cómo es un día corriente en tu vida?
Primero, el café. Luego, el desayuno de los 13 gatos y 2 perros. Después, las cosas del hogar. Soy una mujer doméstica. Me gusta el hogar y sus olores, la rutina, los sonidos, la soledad (cuando la compañía no es buena). Lo disfruto porque mientras limpio, organizo, friego, se me ocurren muchísimas ideas. Cuando todo está en un relativo orden, vengo hasta la cama, abro la laptop y empiezo a escribir, así de golpe. Casi siempre escribo dos o tres libros a la vez. Leo un rato por las noches. Si escribo para niños, leo novela o poesía para adultos. Si escribo poesía para adultos leo literatura infantil. Hay que adiestrar la cabeza.
¿Cómo es tu relación con la ciudad de Santa Clara?
Adoro a Santa Clara y a su gente. A todos los veo como una gran familia. Hasta a esos que no conozco y nos cruzamos en el camino, sin saludarnos. Todos son parte de mi cotidianidad, y me gusta imaginar sus historias. Si un día tuviese que abandonar esta ciudad, no la olvidaría. Santa Clara me ha ofrecido y me ha mimado mucho. Y creo ser una persona agradecida.
Con una obra tan vasta, ¿puedes vivir de los derechos de autor?
Podía, cuando se publicaba en este país, cuando había esperanza y frijoles a siete pesos la libra. Ya nada queda, y lo que queda es demasiado costoso: la comida y las relaciones humanas.
¿Tienes libros inéditos?
Ahora mismo, 22 (16 de narrativa infantil/juvenil; 3 de poesía infantil y 3 de poesía para adultos). La mayoría, escritos en aquella bonanza campestre de la que hablé.
¿Qué escribes ahora?
Recién termino una novela juvenil, un poco extensa. Descanso y retoco algunas de esas novelas inéditas que mencioné. Mi musa, de diciembre a febrero, es un poco perezosa. Pero hay un tiempo para escribir, un tiempo para revisar, un tiempo para recoger los premios y otro para disfrutar los libros publicados… aunque demoren. No tengo apuro.