Charo guerra y Georgina Herrera. Otra vez ante el espejo, (2021), la más reciente obra de la cineasta Rebeca Chávez, es el fruto de una conjunción feliz. Nació, según palabras de la realizadora, “a partir de un encargo del Instituto Cubano del Libro de hacer notas promocionales de escritores”. Ella escogió a estas autoras para confeccionar las cápsulas, pero en el trabajo de mesa y durante las largas conversaciones que sostuvo con ellas descubrió que ambos relatos podían ser unidos por una corriente interior. De manera que las puso a dialogar en una sensible pieza de 21 minutos que termina siendo un alegato doloroso y lúcido contra el racismo.
Se trataba de mostrar, a partir de los testimonios y las obras de estas dos figuras “un drama que está escamoteado, solapado y soslayado”. Abunda Rebeca: “Ahora el público iba a vivir, a través de seres reales, lo que es la exclusión social o el racismo no solo por el color de la piel. No había abordado este asunto. Salió, se impuso a través de ellas, y revela la profundidad de este conflicto. Los decretos, las leyes, las campañas ayudan, y eso está muy bien…, pero la discriminación tiene mucho de ética, de costumbres que se reproducen y que no cambiarán de una día para otro. Con Charo y Georgina me gustaría que algunos nos miremos en el espejo y pensemos en nuestros actos.”
Rebeca Chávez es la autora, entre otros filmes notables, de los documentales Cuando una mujer no duerme (1985), Buscando a Chano Pozo (1987) y Con todo mi amor, Rita (2001); y del largometraje de ficción Ciudad en Rojo (2009).
Georgina Herrera había nacido en Jovellanos, Matanzas, en 1936. Falleció, a los 85 años, el 13 de diciembre de 2021. El documental tuvo su estreno mundial durante el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, y ella no alcanzó a verlo. Su obra, transparente, serena, cargada de una emotiva lucidez, fue un canto a la dignidad humana.
El 23 de abril de 2020, durante la fiesta por su 84 cumpleaños, Yoya (así la llamaban familiares y amigos) manifestó sentir “la felicidad de una negra vieja de antes”. Ante la incierta posibilidad de la reencarnación, dijo: “Quiero ser lo que soy ahora, volver las veces que sean necesarias como la primera vez: fuerte, guerrera, amorosa, cimarrona, palenquera, volver como si no me hubiera ido, siendo lo que soy: negra, pobre y mujer y retomar mi puesto en nuestra lucha, porque esta lucha, la nuestra, no va a acabarse en largo tiempo”. 1
“Un hombre que alisa con éxito su pelo”
Charo Guerra, matancera al igual que Georgina, obtuvo el Premio de Poesía “Julián del Casal” de 2020 con el libro Limpieza de sangre.
En este título, Charo pretende saldar amorosamente las cuentas con su padre, alguien que, por encontrar un modesto espacio en una sociedad clasista y excluyente, tuvo que negar su origen. Ella nos recibe en su casa de El Vedado. Con su calidez habitual, acepta el diálogo:
¿Cuándo intuiste la terrible carga que fue para tu padre el proceso de “blanqueo de sangre”? ¿No tenías indicios de su origen “racial”?
Es difícil de explicar, hay comportamientos que tratas de entender y te das cuenta de que, primero, debes intentar recorrer con suavidad el laberinto que es el cerebro de la persona, sopesar su tiempo de vida. Mi padre nació a principios del Siglo XX. Sé que en esa época hubo hasta intenciones oficiales de blanqueamiento de la población cubana, supongo que las estadísticas negras y mestizas abochornaban a los gobiernos. El racismo ha sido un trauma nacional en un país donde todos somos negros, gallegos, canarios, andaluces, chinos, donde la pigmentación de la piel es tan variada como la vida y hay muchas otras condiciones que, desde este mismo punto de vista, pueden considerarse “raciales”, en tanto generan discriminación, subestimación, burlas, horrores. En el file de asuntos “raciales” podríamos incluir modos de vivir, de ser, de pensar y ahí no terminaríamos pronto. La cola de las fobias es demasiado larga…
Mis abuelos se habían unido por amor, lo desafiaron todo por estar juntos. Y en el pueblo, aunque hubiera racismo, prevalecía una tolerancia afectiva, la buena voluntad de aceptar, al menos, la decencia de los otros más allá de cualquier pero. Fuera del pueblo mi abuelo era quien asumía cualquier gestión, quien daba la cara. Mi abuela no aparecía, estaba justificada su nulidad siendo mujer. En vida de sus padres y luego de fallecidos, mi padre estuvo protegido por personas de mayor rango social en el pueblo, excelentes seres humanos, los Godoy (sus padrinos de bautizo), para quienes él fue un hijo pequeño, incluso con 70 años lo trataban de un modo muy delicado. Eso lo recuerdo bien.
En algunos casos, fuera del pueblo, si venía a la casa alguien buscando a mi abuelo o a mi padre, que eran muy competentes en sus trabajos en la industria azucarera, era real que mi abuela se escondiera, no es una referencia poética que yo usé como enlace u homenaje a Guillén o a Martínez Furé. Mis abuelos nunca oficializaron el matrimonio; de hacerlo, el hijo habría quedado con marca racial, su futuro habría sido tronchado. En el plano familiar, supongo que mis abuelos cargaban en su conciencia la culpa de haberle dado al hijo una mala herencia de sangre, así que la alternativa fue el apartamiento, el silencio, el omitir claves y datos a partir de la circunstancia de que, por su aspecto casi blanco, podía acogerse a las ventajas sociales que estuvieran a la vista: estudiar, trabajar, crear una familia feliz, progresar, todo esto sin mayores contratiempos. Y así mi padre pudo estudiar (como interno desde muy niño) en colegios de curas en la ciudad de Matanzas y vivió sin las restricciones que correspondían a los mestizos. Recuerdo oírle contar cómo asistía a bailes, a romerías, cómo ahorraba el dinero que el padre le daba para pagar la renta y poder darse algún otro gustico de los que necesitan los jóvenes para estar a tono en su círculo de amigos (todos de “las mejores familias matanceras”).
Lo quise muchísimo. Lo quiero. Fue el hombre más noble que conocí. Puedo intuir su agobio teniendo que mentir acudiendo a ese modo tan penoso que es el silencio. Mi padre no hablaba del origen africano de mi abuela (Rosario Pérez Owens), pero supe que ella era hija de una ex esclava vientre libre con un gallego (Andrés Pérez) y que vivió al amparo de su padre blanco en otra unión, también interracial. En vida de mi padre no intimé con sus familiares maternos o paternos, supongo que algunos se alejaron del abuelo José María por ser la pareja de una mujer negra y, a su vez, ellos mismos se habrán alejado de la rama familiar que luego formó la madre, Rosa Owens, pues los hijos de su posterior unión eran negros. Esos alejamientos fueron como pactos no hablados y, para colmo, sin rencores. Pueblos de por medio. Una distancia que parecía ley. Discreta y razonable, el color de la piel lo decidía todo. En mi adolescencia, luego de la muerte de mi padre, pude conocer a muchos de estos familiares negros y mulatos (de los Pérez y de los Owens) en los pueblos de Agramonte y de Triunvirato. Curiosamente, sin que yo supiera que existían, vinieron un día a la casa y le pidieron permiso a mi mamá para llevarme a pasar unos días con ellos. Yo estaba muy triste con la muerte de mi padre, así que pasé una semana en cada una de esas casas de primos maternos de él, fueron amables y cariñosos, y los ya viejitos me hablaron maravillas tanto de mis abuelos paternos como de mi padre. A una parte de los Guerra (blancos) fui ganándolos como amigos y, luego, como sucede en los pueblos pequeños, comenzamos a llamarnos primos por pura afinidad, a esas alturas ya el parentesco era lejano por las diferencias generacionales.
Toda esa historia he ido organizándola para bien de mi espíritu. Quizás por eso las respuestas a lo que me preguntas entrarían mejor en poemas y textos de ficción, porque la escritura te permite drenar dolores y asuntos no resueltos, más si algunos no nos enorgullecen. Mi padre estaba lleno de miedos que intentaba compartir con sus hijos con el deseo de protegernos; miedos que también le fueron (buena y erróneamente) inculcados para que no sufriera, y todos esos miedos tenían que ver con el modo en que había sido recibida en la familia la relación interracial de sus padres, aun cuando estuvieron unidos por un sentimiento verdadero y celebradísimo. Siendo niña, a veces alguna gente me hablaba de mis abuelos paternos. Y con esa mirada contradictoria y un poco áspera, podían decirme en clave racista: “tus abuelos se querían tanto que uno ni notaba las diferencias que tenían entre sí”. O de modo más cruel: “tu abuela Charo era una mujer tan fina que, a pesar de su pelo y de sus rasgos, no parecía negra”. Y eso, que yo recuerde bien, lo podía decir lo mismo una persona que se considerara blanca, negra o mulata, porque el racismo es corrosivo y se manifiesta contra toda lógica en múltiples direcciones, no es solo de blanco hacia negro, o de negro hacia blanco. Yo era una niña y me quedaba espantada con esos comentarios. Aprendí a tomar la mejor parte de aquellas frases “de afecto”, porque también intuía que el problema de fondo era demasiado grave.
Sí. Yo vi y sentí sus dolores (los de mi padre). Sufrió frecuentes crisis nerviosas unos años antes de morir. Comenzó a escribir cartas donde se disculpaba por actos de inmadurez casi intrascendentes: rupturas amorosas, no haber realizado a tiempo alguna diligencia, haber ocultado pequeñas verdades, no honrar su palabra en asuntos de poca trascendencia, haber aceptado la ausencia voluntaria de su madre en la sala ante algunas visitas, cuando por asuntos de la zafra la llevó a vivir con él a Trinidad, haber renegado de su catolicismo. Le fue muy difícil recuperarse de aquel estado depresivo que, todavía en los años 70 del siglo pasado, al menos en los pueblos solían llamar locura.
¿Durante el proceso de formación de tu personalidad (infancia, adolescencia) te consideraste “blanca”?
Es algo medio raro. Odio ese tipo de consideraciones. Mi madre, una mujer de piel casi marfilada y ojos azules, muchos años más joven que mi padre, no se sentía a gusto con sus características físicas, no creía en su belleza. Siempre tuvo más amistad y sintió más afinidad con personas negras o mestizas, quizás por su condición de mujer pobre, campesina, humilde. En general mi familia materna nunca tuvo prejuicios, a pesar de que se manifestara algún episodio pasajero en la edad de los enamoramientos de mi madre o de mis tíos. Recuerdo que mi madre se quejaba de que yo no tuviera color. Lo repetía como una gracia, y ella no era consciente de cómo yo recibía aquel chiste. Sin embargo, nunca he tenido necesidad de clasificarme ni como blanca ni como negra, ni de ningún otro modo. No me interesa ser agrupada bajo una palabra que, generalmente, trae detrás connotaciones enfermizas. Me molesta cuando las personas dedican minutos clasificando a alguien según la piel, el pelo, los labios. Es, además de tontería, una señal de ignorancia.
Siendo niña una vez recibí el más traumático de los sobrenombres racistas: mucarita. Ahora me río, pero en aquel momento me molestó que el coreógrafo de una rueda de casino donde yo me entretenía intentando aprender a bailar (tendría yo 14 años), me llamara así. Yo sentía que aquella palabreja era despectiva, la busqué en un diccionario elemental y no la encontré. Averigüé sin explicar mi motivo de interés. Con mucha timidez lo llamé y le pedí que me llamara por mi nombre y fue peor. Por toda respuesta, me contestó: “es que tú eres la única múcara 2 del grupo”. O sea, sin conocerme me estaba llamando deslavada, sin color, nadie, quién sabe cuántas cosas más… Mi primer impulso fue dejar el grupo, luego decidí que él no me iba a echar a perder aquella fiesta (literalmente) que yo compartía con mis amigos. Más tarde supe que la dueña de la casa donde ensayábamos, una mujer que me quiso muchísimo (Teodora), le haló las orejas al coreógrafo. De niña tuve también, sin pedirlo, la protección y el afecto de mucha gente humilde y eso fue grandioso para mí (Juanita, Pancha, Tomasito). Era un escudo ser la nieta de Charo y José María, de Estrella y Chicho.
Dame tu opinión sobre Georgina Herrera como persona y poeta, si es que ambas facetas pudieran separarse.
Georgina Herrera es una persona muy especial. Digo es porque entro en la edad en que entiendo al fin que todos estamos vivos mientras tenemos algo que decir o enseñar. Los poemas de Georgina, sus observaciones, sus comentarios, sus ideas son de una inteligencia y una sensibilidad muy especiales. Y hay que sumarle otras cualidades a ella, las que más cuentan: bondad extrema, humanidad, deseos de vivir y seguir creando, su necesidad de amar y dar amor a los otros, su disposición de compartir sueños, planes, historias. Vivía como una mujer muy joven, todo eso es deslumbrante, admirable, no creo que haya mejores virtudes en un ser. Su impresionante capacidad de perdonar a personas de quienes recibió gestos, apreciaciones, acciones y comentarios discriminatorios, cuyos nombres (dichos en confianza, porque fue muy discreta y ética), nos dejarían con la boca abierta. Personas con un grueso pedigrí, por decirlo de algún modo. Su falta de rencor hacia esas personas, su comprensión total del cáncer que es el racismo, su defensa de la afrodescendencia, sin menospreciar a nadie. Su total y absoluta falta de prejuicio hacia la vida…
Admiro su manera de ser agradecida, al hablar de los demás ella realzaba los más delicados detalles que tenían con ella. “Es muy dulce”, decía mi madre al hablar de Georgina. Merecía más reconocimientos. Por otra parte, creo que tenía el mayor premio, el arraigo de las personas para quienes escribió, era leída por ellos, eso le importaba más porque, al final, escribía para que sus palabras y sus versos se sintieran propios. Habría sido una gran alegría que recibiera en sus manos el Premio Nacional de Literatura. Ya no es posible, yo he pensado que debería crearse para ella el Premio de las Afrodescendencias, como una nacionalidad más amplia que la de un país o una región. Quizás existe o quizás debería ser creado.
¿Cómo fue la experiencia de participar con Georgina en el documental de Rebeca Chávez?
Fue un proceso muy lindo y lo agradezco a Rebeca, una realizadora que respeto mucho, cuyo nombre nos puso a temblar tanto a Georgina como a mí, porque no la conocíamos personalmente, pero sabíamos de su exigencia y profesionalidad. Fueron jornadas largas. Rebeca, ya lo he dicho, tiene en sus manos una pistola y una flor, y como tales las usó en su trabajo con (contra y por) nosotras, personas más bien discretas, con miedo escénico. Nos ayudaron mucho la propia Rebeca, haciéndonos repetir las tomas y todos los muchachos del grupo de Wajiros. Nosotras estábamos negadas a decir fragmentos de poemas, queríamos ponernos nuestros espejuelos y leer, no hablarle a la cámara, pero Rebeca insistió y lo hicimos. Después, cuando nos mostró el resultado, las dos lo agradecimos.
De momento yo sentí que podía ser excesivo ponerme a la altura de la obra de Georgina, le pedí a Rebeca que primero le consultara. Por supuesto, Georgina no solo aceptó de mil amores, sino que le gustó mucho la idea. Rebeca me hizo ver que las dos éramos partes de una realidad que nos sobrepasaba y definía. De una parte, una familia orgullosa de su origen, defendiéndose de cualquier mezcla de una manera extrema, hasta que resultara un ambiente intolerable para Georgina, cuyo pensamiento es más abierto; de otra, una familia muy mezclada intentando dejar atrás el origen, haciéndolo también de forma extrema y defensiva. Rebeca eligió el título a partir de los poemas de Georgina (“Primera vez ante el espejo” y “Segunda vez ante el espejo”), porque fue lo que vio en nosotras, dos mujeres revisando sus vidas constantemente, mirando hacia el pasado y deseando el imposible: rectificar nuestras historias lo que, de alguna manera, implicaría también rectificar la historia de mucha gente.
Notas:
1 Publicado originalmente en Negra Cubana tenía que ser.
2 “Múcara”, blanca en el argot popular cubano. También se usa el término “macri” para designar lo mismo. Ambas palabras deben tener su origen en alguna de las lenguas que trajeron a Cuba los esclavos africanos.