Nació en Moscú en 1969, y forma parte del prestigioso binomio artístico Liudmila & Nelson, que ha exhibido con éxito sus trabajos de base fotográfica en Cuba, Estados Unidos, Canadá, Colombia y Ecuador. De un tiempo a esta parte, ella ha decidido experimentar “por su cuenta y riesgo” en un conjunto de ensayos temáticos que exploran su ser esencial como mujer, madre y elemento activo en el complejo entramado que llamamos naturaleza.
El suyo es un trabajo íntimo, callado, introspectivo: sensible. Aquí nos muestra esa otra arista de su obra. Así se cuenta, nos cuenta:
Comencé a sentir fascinación por este arte desde mi primera infancia. Fue amor a primera vista. Recuerdo bien las cámaras fotográficas de mis padres, con las que hicieron mis primeras fotografías, guardadas en sus estuches de cuero. Desde muy niña intuía que hacer fotos era algo trascendental, casi una acción irreverente, un instante que quedaría a salvo del inevitable paso del tiempo y del olvido. Me encantaba mirar los álbumes familiares, personas, lugares, objetos y paisajes de otros tiempos. Luego, en la adolescencia, me compraron mi primera cámara fotográfica. Me sentí realizada. Soñaba que sería una gran fotógrafa y reportera de la National Geographic o de alguna otra prestigiosa revista, que documentaría importantes eventos o conflictos políticos y sociales; tal vez haría fotografía callejera y de naturaleza en algún lejano confín, entre animales salvajes. Tenía las paredes de mi cuarto llenas de fotos recortadas de revistas, así podía expandir los límites de mi propia vida y viajar a través de las imágenes.
Años después estuve vinculada a la galería Fayad Jamís, de Alamar. Allí realicé mi primera exposición personal, Silencios, en 1995, un año después del éxodo de los balseros, con la colaboración de quien fuera mi compañero en la vida y en el arte. Una época muy dura, crítica, inolvidable. Fotos de barquitos de papel por todas partes, en interiores y exteriores, y también sobre mi propio cuerpo, expuestas como instalaciones, como si estuvieran bajo el agua. Compartí el espacio de la galería con otro fotógrafo y amigo, el chileno Gonzalo Vidal, cuyas imágenes documentaban esos eventos tan dramáticos. Eran dos miradas sobre el mismo tema de la emigración. Ese pequeño y frágil objeto de papel que representaba la emigración de los balseros, a su vez significaba la pérdida de la inocencia y la ilusión.
Mi propia historia personal es la de una inmigrante que vino a vivir a esta isla, casualmente, en un barco. Una paradoja. De madre rusa y padre cubano, nací en la antigua Unión Soviética. Vine a vivir a Cuba definitivamente a la edad de 7 años, después de muchas idas y venidas, en una larga travesía, luego de que mis padres terminaran sus estudios en Moscú. Ese largo viaje marcó profundamente mi vida y mi trabajo como artista. Sólo cielo y agua, un horizonte infinito y a veces algunos defines. Fue impactante la primera vez que volví a ver tierra, la noche en que llegamos a la Bahía de la Habana, después de semanas de navegación. Ver el malecón por primera vez, desde el mar, fue un espectáculo inolvidable. Aún recuerdo el sonido ensordecedor de la sirena del barco anunciando su entrada a esta ciudad donde he vivido y trabajado desde entonces. Era la descubridora de un nuevo mundo para mí.
En aquella primera exposición encontré la manera de imbricar un acontecimiento colectivo con la propia experiencia, relación que he mantenido en la mayor parte de mi obra. Conocí desde niña el desarraigo, la separación familiar, el dolor por las despedidas de seres queridos, la adaptación a una nueva cultura, idioma, costumbres. Reflejo de la propia historia de este país, historias de emigración y dolorosa separación.
Desde Silencios, y por muchos años, he trabajado con otro artista, Nelson Ramírez de Arellano (Berlín, 1969). Desarrollamos una extensa obra fotográfica e instalativa, como el Proyecto 384, las series Absolut Revolution y Hotel Habana, entre otras muchas, que reflexionan, con mirada irónica, conceptual y provocativa sobre cuestiones sociales, políticas y culturales. Siento un enorme orgullo y agradecimiento por todo que realizamos juntos.
Paralelamente, he ido trabajando de manera individual, más intimista y simbólica, explorando a través de la imagen y del propio proceso creativo aspectos de mi existencia, de la maternidad, mi relación con el espacio geográfico y social, la soledad y el profundo sentimiento de nostalgia que siempre llevo conmigo. Crear en solitario ha sido un tanto difícil y retador, por la solidez e importancia de la obra realizada como dúo, reconocida dentro y fuera del país. Nuestro trabajo en conjunto se mantiene a pesar de la separación. Muchas piezas pueden estar en proceso.
Las influencias recibidas son muchas. Pienso en artistas contemporáneos cubanos, como Ana Mendieta, Marta María Pérez Bravo, René Peña, José Manuel Fors, entre otros; quizás en el uso de una composición frontal, centrada, en la manera de construir las imágenes, formal y conceptualmente. Me vienen a la mente muchos otros artistas que han hecho uso de este medio para expresarse. Pienso en los surrealistas, o en el arte conceptual. Soy fanática de las películas de Andréi Tarkovski, y seguramente de alguna manera su arte ha influido también en mí. Creo que las influencias vienen del arte en general, del cine, de la literatura. No sólo los referentes visuales, sino también los libros que leemos y la música que escuchamos, van desarrollando una sensibilidad que luego se expresa. Soy autodidacta. Me hubiera encantado estudiar fotografía, dominar mejor los aspectos técnicos, tan importantes, pero por cosas de la vida no ocurrió. Fue mi compulsión y mi necesidad de crear y hacer arte los que me llevaron por este camino.
La pasión por hacer fotos es una de las cosas que más me motivan y estimulan en la vida. Creo que es uno de los más increíbles inventos de la humanidad. En ese proceso creativo y de introspección trato de ser lo más auténtica posible. Busco expresarme siempre desde mi esencia.
Una de las series que más disfruto es Fantasmagoría. En ambientes naturales, en elementos como troncos de árboles, hierba, flores, charcos, busco integrar mi propia sombra con el fondo natural, para obtener una imagen en la cual mi fantasmal silueta se funde con el entorno, sus mismos colores, texturas y formas. Soy sólo una presencia pasajera. El proceso de creación en sí mismo me lleva a una dimensión interior, que luego intento se vea reflejada en el resultado estético, con una fuerte y poderosa visualidad. Me conecto con mi propia naturaleza transitoria en un mundo a la vez eterno y en constante transformación. Somos parte del todo, de la luz y la sombra, de lo que cambia y permanece, lo efímero y lo eterno.
Mi autorretrato y yo es una serie en la que a través de un maniquí que encontré abandonado en la calle, voy construyendo imágenes colocándole objetos, trabajando la iluminación, la composición, buscando transmitir un estado psicológico con fuerte carga simbólica y anímica. En el proceso de construir cada foto intento representarme desde mi subjetividad de manera contemplativa y consciente, observando el acto creativo, buscando conectar e identificarme con los demás a través de emociones y significados comunes.
Convertirme en madre hizo que mi vida diera un cambio total. Mi hija se volvió el centro de mi universo y mi compañera inseparable. He registrado todos los momentos de su vida desde que nació hasta el día de hoy. La llegada de la fotografía digital me permitió hacer miles de registros de su crecimiento y transformación, lo que me parece fascinante y hermoso, de gran valor sentimental para ambas.
Adolescencia es una serie de fotos de esa etapa tan importante y delicada de la vida, de cambios y autodescubrimientos, que coincidió con la pandemia, el confinamiento y los escasos momentos que salíamos de casa. Fotos en interiores y exteriores, instantes poéticos de luces y sombras, que intenté atrapar de la manera más espontánea posible, para no restarle frescura y naturalidad. Al hacer las fotos, pensaba en las mariposas cuando salen de la crisálida hacia la luz, en las luciérnagas, con su poderoso brillo interior, en las ansias de desplegar las alas y volar.
Estar en el medio natural me permite alejarme un rato de los problemas de la vida cotidiana que tanto nos golpean a todos. Amo los árboles, su imponente presencia, la belleza absoluta de sus formas. En medio de la situación tan dura que estamos viviendo, de profunda crisis a todos los niveles, en una realidad cada vez más viciada y hostil, refugiarme en la contemplación de la naturaleza, admirar su infinita e intrincada magnificencia, me proporciona paz, inspiración, equilibrio, silencio, fuerza y sensación de libertad, conectarme con mi centro y desde allí con todo lo demás. Voy atenta, sabiendo que en cualquier lugar puede aparecer algo hermoso y único, interesante o sugerente, aparentemente insignificante y cotidiano que rescatar del olvido, como una nube, una flor, unos zapatos viejos, un charco, un banco vacío o un gato; para ser fotografiado y compartido con los demás.