En 2020, Rafael Zarza (La Habana, 1944) fue distinguido con el Premio Nacional de Artes Plásticas, que se concede cada año en Cuba a un artista por la obra de toda una vida. Hasta ese momento, era un secreto a voces, reconocidos por unos, admirados por otros, elevado al estatus de maestro por la jerarquía de su trabajo, incomprendido por un sector de la crítica y el público, tildado de difícil e incómodo por la sucesión de burócratas con los que ha tenido que lidiar justo desde los inicios de su carrera.
Lo cierto es que es hombre afable, de trato risueño, centradísimo en su trabajo que es, al mismo tiempo, su mundo de relaciones, su prisma para entender el entorno y entenderse, su vida, su misión. Una misión auto designada, porque es espíritu libre y reacciona mal a las imposiciones de cualquier tipo.
En 1972 realiza su primera exposición personal, con obra gráfica, en Caracas, Venezuela, en la galería Viva México. Cuarentainueve años después, luego de más de 500 muestras colectivas y una veintena de exhibiciones personales, en 2021, el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana acoge la retrospectiva Animales peligrosos, curada por Laura Arañó, todo un acontecimiento cultural.
Aunque Zarza se califica como un pintor que “incurre” en la litografía, a mí me parece que su gráfica es tan importante como su pintura, incluso es más conocida que esta última. Un mismo universo temático con soluciones específicas de cada género que tributan al corpus mayor de su obra.
En su casa de El Vedado donde, además, está su taller, y bajo la mirada inteligentemente atenta de María Flora, su compañera de toda la vida, se inicia este diálogo.
En 1963, con 19 años, te gradúas de Pintura y Dibujo en la academia San Alejandro. ¿Cómo accedes a esa prestigiosa institución?
Entré en San Alejandro porque se otorgaban becas, con un pequeño estipendio para viajes en la ciudad, comprar algún que otro material de trabajo. Entonces me presenté a oposición y recibí una plaza para estudiar. Hacían pruebas de ingreso y las aprobé. Anteriormente, había dado cursos de dibujo por correspondencia en una academia norteamericana, que te premiaba con eliminar la cuotas de pago si tu trabajo como estudiante era notable, te enviaban materiales como tinta china, plumillas, papel de dibujo y blocks para hacer ejercicios de dibujo: los llamados “palotes”, líneas continuas…. Llenaba cuadernos enteros con esos ejercicios que, a la larga, dan destreza para dibujar.
¿Quiénes fueron tus maestros más notables?
Recuerdo con cariño a Escobedo, que nos hablaba del mundo artístico y bohemio con Fidelio Ponce, y eso me fascinaba; a Atilano Armenteros, con su magia para enseñar dibujo y claroscuro al carbón y creyón, para las luces y sombras; también recuerdo a la profesora María Luisa, en las clases de colorido.
¿Hay algo de lo aprendido allí, ya sea desde el punto de vista técnico o en la manera de entender el arte, que te haya acompañado toda la vida?
Aprendí, sobretodo, a preparar telas con cola, blanco de España o blanco de zinc y brocha. En fin, la academia, que debes aceptar para después despojarte de ella.
¿En aquellos años iniciales pensaste que ibas a vivir del arte?
Nunca soñé vivir del Arte, púes no conocía que existía un mercado, ni tenía idea exacta del futuro. Sólo sabía que quería ser pintor. No creo haberme equivocado. Sí tenía muchos deseos de viajar y ver museos. Lo he logrado, quizás no tanto como quisiera, pues lo sigo deseando.
¿Cuándo consideras que comienza tu obra? ¿Es cierto que destruiste prácticamente todo lo creado en la primera etapa?
Mi obra comienza a la salida de la academia. En esa fecha, alrededor de año 1965, llego al Taller Experimental de Gráfica de La Habana (TEGH). Me interesó la posibilidad de dibujar sobre la piedra litográfica, también la multiplicidad de la obra impresa, que me permitía exponer en varios espacios a la vez. Y sí, había destruido todo lo hecho entre 1963 y 1965, porque esas piezas no me agradaban, no tenían la fuerza con la que me quería expresar.
En 1969 expones en la Bienal de Artistas Jóvenes de París. ¿Cómo fuiste seleccionado para participar en ese evento? ¿Viajaste a Francia? ¿Qué obras presentaste en esa ocasión? ¿Había más artistas cubanos en la muestra?
En 1968 obtengo el premio Portinari de litografía en la exposición latinoamericana de la Casa de las Américas. Al año siguiente expongo en la Bienal de París, además de exponer en Caracas, Venezuela, con el famoso grupo El Techo de la Ballena. Desde luego, no viajé a Francia; tampoco, a Venezuela, ni a ningún lado. El envío a la Bienal de París fue rechazado por los funcionarios de cultura, aquí en Cuba, que lo consideraron de contenido “erótico”. Como no me quedaba más remedio, hice otra propuesta, que sí fue aceptada. Las obras aun las conservo en mi colección, y esta vez fueron de tema “religioso” y “guerrillero”.
Eres “litógrafo viejo”. Tu vínculo con el Taller Experimental de Gráfica de La Habana data de 1965. ¿Cómo fueron esos primeros años en el TEGH? ¿Cómo era el ambiente?
Los primeros años en el TEGH fueron de aprendizaje, en un ambiente de artistas más formados, como Umberto Peña, Alfredo Sosabravo, Antonio Canet y José Rosabal, entre otros. Ellos venían de otro taller de gráfica.
¿Cuál era el destino de las obras que ahí se imprimían?
Las obras tenían ediciones muy cortas, se enviaban a exposiciones colectivas dentro y fuera de Cuba, y, por lo general, se perdían. Habría que investigar con los funcionarios de esa época, por qué no regresaban a poder del artista y nunca las pagaban.
¿Por qué has privilegiado el ejercicio de la litografía por encima de otras técnicas, como el grabado en madera, linóleo o metal?
Prefiero la litografía, aunque he trabajado otras técnicas, porque asumo la piedra litográfica como un “soporte más plástico”, y dibujo de forma que elimino la frontera que existe entre el grabado y la pintura, y con esto logro que mis estampas sean más plásticas y se acerquen más a lo que quiero expresar.
¿Por qué escoger el grabado como uno de los cauces fundamentales de tu obra cuando en nuestro clima es tan difícil conservar el papel?
No pensé ser litógrafo, porque no me interesaba el grabado; no asistí al aula de esa especialidad en San Alejandro: las máquinas eran, para mí, objetos desagradables, y, además, se trataba de una asignatura opcional. No escogí el grabado, el grabado me escogió a mí. No tenía otra alternativa. Al graduarte en la academia en 1963 no te vinculaban a ningún centro laboral. Tenías que buscar una plaza por tu cuenta. Comencé a trabajar como dibujante cartográfico, después grabador de mapas y, por último, sombreador. Estuve años haciendo mapas. Después pude comenzar a trabajar como diseñador gráfico en el antiguo Consejo Nacional de Cultura, y empieza la etapa como creador de carteles. El antiguo CNC, de triste recordación, por “los años negros de la incultura”. Estaba ubicado en el Palacio del Segundo Cabo, a pocos metros del TEGH. Me trasladaba de hacer diseño a hacer litografías. Mi pintura, cómo no era del agrado de los funcionarios de cultura, la realizaba en mi casa, y sencillamente la guardaba sin exhibir. Tuve obras guardadas sin exponerse durante 25 años. Se exhibieron por primera vez en 1995, en Espacio Aglutinador.
En cuanto a la perdurabilidad del papel, te digo que con el paso del tiempo el cotizado Guarro se ha oxidado y el humilde Bristol se conserva, en su mayoría, sin dificultades.
¿Te preocupa la conservación de la obra?
La conservación de las obras debe ser la preocupación constante de los especialistas del Museo Nacional de Bellas Artes.
¿Existe un gabinete de estampas?
No. Y si lo hubiera, también tendría que caer bajo la responsabilidad del MNBA y del Ministerio de Cultura, para que esa obra gráfica no se pierda, cómo está sucediendo en el archivo del TEGH.
Durante muchos años trabajaste como diseñador gráfico. ¿Fue una actividad que enriqueció al pintor o, por el contrario, le restó un tiempo considerable para la ejecución de su obra?
No podía pintar a tiempo completo, puesto que había una “ley contra la Vagancia”, y la pintura no se consideraba un trabajo. La disyuntiva era hacer diseños o convertirte en “persona non grata” y morirte de hambre. Había carteles que me agradaba realizar, pero otros no, y los asumía porque no me quedaba más remedio. Por ello me pagaban muy poco, pero había que tener un vínculo laboral.
En cuanto podía, iba al TEGH, hacía litografías, y después pintaba en mi casa. Claro que el diseño le restó tiempo a la pintura, pero la pintura la ejercía con total libertad y la guardaba. De esos años son obras como: El Campo (1972), los Toros rojos y azules (1973), La vaca guagua (1979), Vaca desnuda acostada (1979) y La vaca puta (1979).
¿Cuándo entra la representación de los bovinos en tu arte?
Los “toros en esqueletos”, entran en mi obra en 1965. Tengo mucha simpatía por esos animales.
¿Crees que el valor simbólico de toros y vacas ha sido suficientemente comprendido en tus obras? El ceñirte a ese ambiente representacional, ¿ha restringido el alcance de tu trabajo en un público más vasto?
Es cierto que su valor simbólico no ha sido del todo comprendido por el gran público, lo cual me tiene sin cuidado. No busco que digan que es una obra bonita, que sirva para colgar y combinar con las cortinas en casa. Sencillamente pinto lo que me interesa, y trato de no hacer concesiones, ni hacer una obra complaciente. No trabajo pensando en la crítica, o en el coleccionista, ni en el comprador, o en se moleste o no el espectador ante mi obra. Si no le gusta, lo siento. Que vayan a ver otro pintor.
¿El proceso de gestación de la pieza es una suma de instantes gozosos o sufridos?
El proceso de creación en una obra de arte es duro, sufrido, trabajoso. Pienso que las obras más interesantes de la pintura cubana han sido hechas con drama y una cuota enorme de sacrificio y valentía. Ahí tienes la obra de Ponce, Carlos Enríquez, Acosta León, Antonia Eiriz, Chago Armada, Jesús de Armas, Umberto Peña…En algunos casos les costó la vida, porque no claudicaron, porque eran artistas con mayúsculas. El gozo, como las galletas, quizás venga, pero después, cuándo puedes exponer esas obras y encuentras que existen personas que la sienten y se identifican con ellas.
Fácilmente una zona extensa de tu obra puede entenderse como “comentarios de actualidad”. ¿Estás al tanto del acontecer diario de tu entorno y más allá, o el laboreo solitario sobre la superficie en blanco te aísla al punto de conseguir cierta “inmunidad” contra las malas noticias?
A estas alturas de la Serie Nacional nadie está aislado de comentarios de actualidad, y el ser pintor solitario que trabaja sobre el lienzo en blanco no me aísla. Desde luego, no obtengo inmunidad, ni diplomática ni de ningún tipo, porque sufro, como la inmensa mayoría del pueblo cubano, la carencia de todo, incluidos los materiales necesarios para mi trabajo. Repito con los estoicos: “No te quejes, no te lamentes, no pidas”. Sencillamente sufro como todo el pueblo cubano, y pinto.
Desde mi punto de vista, El gran fascista (1973) y Taurobus (1979), serán entendidas como dos piezas cardinales en la historia de la pintura cubana. ¿Te sobrecoge esta afirmación? ¿La aceptas o la refutas?
No sé si esas serán piezas de referencia en la historia de la pintura cubana. Lo que sí sé es que las dictaduras fascistas aún no se acaban y que los problemas del transporte no tendrán solución en muchísimo tiempo.
Si te fuera dado, ¿coleccionarías arte cubano? ¿Algún artista en específico, período histórico, género, temática?
No puedo coleccionar arte cubano ni internacional porque no tengo dinero para eso, tampoco dispongo de una gran residencia que me permita tener colecciones.
¿Te sorprendió que te otorgaran el Premio Nacional de Artes Plásticas? ¿Crees que lo merecías desde antes?
Por supuesto. No lo esperaba. Cuando me preguntaban sobre esto, siempre decía que a mí nunca me lo darían. Bueno, me equivoqué.
¿Eres hombre de fe? ¿Es necesaria la fe?
Quizás, como en los slogans de los años 50, se puede decir: “Hay que tener fe, que todo llega”; o: “A lo mejor para el año que viene lo bueno sucede.”