En enero de 2010 la filial del Instituto Cervantes en Manila, gracias a la mediación de la poeta Marjorie Evasco, me invitó a clausurar la muestra El oriente de Severo Sarduy. La exposición, compuesta por manuscritos, fotos y pinturas que testimonian la fascinación del escritor cubano por el laberíntico entramado de la cultura oriental, había comenzado en abril de 2008 en Madrid, y llegaba a Filipinas luego de haberse podido apreciar en Francia y Marruecos.
Intenté comunicar en mi charla cómo apreciaba desde Cuba el legado de Sarduy. Una obra entrevista a retazos, más “señalada” por publicaciones foráneas que por el cuidado puesto en ello por editoriales y revistas nacionales. Las razones son de todos conocidas, pero pueden resumirse en dos palabras: indolencia e ignorancia. Severo Sarduy (Camagüey, 1937- París, 1993) es un autor que cualquier cultura quisiera para sí, y no sólo por su estatura como narrador (De dónde son los cantantes, 1967; Cobra, 1972; Maitreya, 1978; Pájaros en la playa, 1993…), sino, además, por su inquietantemente lúcida obra como ensayista (Escrito sobre un cuerpo, 1967; Barroco, 1974; La simulación, 1982…), y su poesía que suma intensidad lírica y cachondeo criollo (Mood Indigo, 1970; Big Bang, 1975; Un testigo fugaz y disfrazado, 1985…).
Según Julio Otega, 1 para García Márquez Severo fue, en su momento, el mejor escritor de la lengua, aunque también el menos leído. Ello alude al carácter experimental de sus obras, donde la función narratológica pasa a un plano secundario. La suya es una prosa barroca, de la celebración y el goce en sí mismos, en la cual la historia que debe sostener el discurso es lo menos importante. Exaltación del gesto de contar en detrimento de la fábula.
¿Antecede Severo Sarduy al boom de la narrativa latinoamericana? ¿Es, propiamente, un escritor del boom? ¿A quién le importa esto? Las etiquetas son para los frascos de medicina, y no le añaden ni le quitan valores a la obra. Es cierto que la valoración del Gabo está vigente hasta hoy: el corpus literario de Sarduy ha quedado como objeto de culto para críticos, escritores y lectores avisados, y no es previsible que su popularidad se extienda con el tiempo.
Pero más grande aún es el desconocimiento en Cuba del Sarduy pintor, faceta para mí revelada en la exposición de Filipinas. Quizás ello se deba a que su primera muestra personal ocurre en París en 1990, en la galería de Lina Davidov: Tableux manuscripts. Tenía por entonces cincuenta y tres años. Antes, su obra había aparecido en algunas exposiciones colectivas, como Èscritures (1987), Galería Ouverte; Pinture, art et literèrature (1982), Museo de Arte Moderno de la Villa de París; y Signes et èscritures (1885), Centro cultural y de Arte Contemporáneo de Bruselas.
Sarduy había salido de La Habana en 1960 becado por el gobierno cubano para estudiar Arte en España. Entonces asiste a conferencias en el Museo del Prado. Pasa a París en febrero, y allí se instala en la Casa de Cuba de la Ciudad Universitaria, donde coincide con escritores y pintores paisanos, entre los que se encontraba Manuel Díaz Martínez. A partir de entonces recorre una importante porción de Europa. En septiembre de ese mismo año el gobierno cubano pide a sus becarios que regresen, pues no cuenta con recursos para seguir sosteniendo sus estudios en el extranjero. Sarduy permanece en París y asume la condición de “quedado” 2 .
François Wahl, su pareja hasta el final de su vida, refiere que, a pesar de ser rápidamente reconocido como un ensayista de mucho mérito y del ascenso de su obra narrativa, a Sarduy nada lo podía alegrar más que el ejercicio de la pintura, “vivida como una intemporalidad, el mayor goce que se pueda encontrar” 3, elongación de la escritura, en el sentido que este término tiene para los astrónomos.
Pintó siempre, la más de las veces en pequeños formatos, impelido por el deseo de vulnerar el espacio con colores y signos (nuevamente gestos) que no se sumarían al intento de comprensión del mundo que todo arte presupone, sino que se integrarían al mundo material mismo, en la medida en que se operaba la disolución del autor, ese “adiestrarse a no ser” de que habla en Pájaros en la playa. Hay un poema breve que resume su posición ante la palabra y el trazo. Pertenece a al conjunto de versos que dedicó al pintor Franz Kline:
No hay silencio
sino
cuando el Otro
habla
(Blanco no:
colores que se escapan
por los bordes).
Ahora
que el poema está escrito.
La página vacía.
Incluso llegó a decir que su novela Gestos (1963) no era otra cosa que una manifestación de action writing, en directa alusión al método pictórico conocido como action painting, que caracterizó a un sector de los “informalistas”. Se piensa que Sarduy llegó al arte chino y japonés a partir de Kline, aunque este mismo artista negó en repetidas ocasiones cualquier relación entre el mundo asiático y su obra de trazos muy semejantes a los caligráficos.
Son visibles las múltiples influencias que recibió Sarduy de otros artistas. Estas van desde Luis Feito hasta Mark Rothko, pasando por Tapies, Mark Tobey, Asger Jorh, Cy Twombly y Christian Dotremont. De unos toma el trasfondo místico, de otros la aplicación del color y la fusión entre la imagen y la palabra: algo así como la sobreimposición de la imagen factual y la palabra que designa y contiene, a la vez, a la imagen. También sus repetidos viajes al oriente nutrieron su arsenal simbólico y su paleta.
Él conocía a los abstractos norteamericanos y, por supuesto, a los cubanos que desde la década de los cincuenta empiezan a manifestarse. A pesar que con el tiempo aprendió a apreciar el arte figurativo, tanto clásico como moderno, su filiación estuvo siempre del lado no representacional. Eludía consecuentemente los “parece” y los “sugiere” con que solemos acercarnos a la acción plástica en su mayor pureza, esa mancha que no quiere más que ser mancha, que se basta a sí misma, que aletea en el límite de cualquier posible verbalización.
No imagino cómo ni cuándo la Obra de Severo Sarduy entrará en el Museo Nacional de Bellas Artes. Tienen que concurrir la buena voluntad y el azar. Vendió poco en vida. Su obra, más bien escasa, quedó al cuidado de Lina Davidov, quien le organizó, nuevamente en París, una exhibición personal, el 25 de febrero de 1993, día de su cumpleaños, y a unas pocas semanas de su deceso. Él quería tatuar hasta el final, rasgar la piel del espacio, asumir las tantas vidas simuladas, negarse como afirmación para quedar afirmado como negación.
Podemos concederle ese deseo, pienso. Cada vez que leamos alguno de sus libros, cada vez que contemplemos alguno de sus cuadros podemos pensar que por encima y por debajo de lo paródico, de lo asumido como fatalidad, su vida y su obra estuvieron regidas por un gran apetito de mundo: si Cuba le quedaba estrecha como Isla, ahora podría regresar al goce, a la textura de un país que es, en definitiva y para todos, un estado del espíritu.
¿Qué se hicieron los cantantes?
¿Qué se hicieron los cantantes,
los reyes, los Matamoros
de dril nevado y los oros
de las barajas de antes?
¿Quién las tardes del Cervantes
recuerda, y aquel grabado
del Diario, desdibujado,
y los bailables de Sagua?
(Las guitarras llenas de agua
están, y el tambor rajado.)
Tanto arder, tanto valor…
Tanto arder, tanto valor
tanto ataque y retirada
ante ese umbral en que nada
alivia más el dolor
que su incremento. O mejor:
hay un punto en que el exceso
—y que mediten en eso
los mesurados— bascula
en su contrario. Calcula:
ir más allá es un regreso.
Flauta. Son. La madrugada…
Flauta. Son. La madrugada
se descompone en su prisma
de grises donde se abisma
el gris de tu voz rajada.
Blanco. La línea borrada
de una guitarra. Lo sabes:
corresponden con los graves
las diferentes texturas
del tres. El color sutura
y da el compás de las claves.
Que se quede el infinito sin estrellas…
Que se quede el infinito sin estrellas,
que la curva del tiempo se enderece.
Y pierda su fulgor, cuando se mece
un planeta en su abismo y en las huellas
del estallido primordial. Aquellas
noticias recibidas del comienzo
de las galaxias, del vacío inmenso,
hoy son luz fósil.
Paradojas bellas
que anuncian por venir lo transcurrido
y postulan pasado lo futuro.
Universo del pensamiento puro:
un espacio que fluye como un río
y un tiempo sin presente, opaco y frío.
El tiempo de la espera y del olvido.
No porfíes. No rememores…
No porfíes. No rememores
que no se olvida el olvido
ni su embriaguez: lo que ha sido,
es y será. Sinsabores,
dramas discretos y amores
sin nombre, van a la quema
final, como un torpe emblema
de eternidad. No perdura
más que el goce y la textura
de un instante: ése es mi lema.
Notas:
1 Ortega, Julio. “Para leer a Severo Sarduy”. En: barroquerías.blogspot.com. Fecha: 21 de junio de 2011.
2 En 1965 durante un trámite rutinario para renovar el pasaporte, a Severo Sarduy le es retirado el documento por la autoridad consular, por lo que durante dos años entra en la condición de “apátrida”. (Biografía del catálogo de la Expo del Reina Sofía, pg. 180).
3 Wahl, Françoise. “Relato de una doble migración”, en Severo Sarduy, catálogo de la exposición organizada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, España. Enero-Marzo de 1998. Pg. 40. Todas las imágenes aquí incluidas provienen de esa publicación.