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Quisiera compartir un recuerdo personal que pudiera tener cierta relevancia para entender el agravamiento de las circunstancias por las que atraviesa nuestro país.
Ocurrió que, en una divertida reunión de amigos, hace muchos años, me puse a conversar con un dirigente cubano que siempre me inspiró el máximo respeto y transparencia. Respeto y transparencia que se imponen, en nuestro caso, a desacuerdos muy concretos; demostrando, felizmente, que aquellos son centrales, y estos a veces no.
El caso es que en aquel festivo ambiente le pregunté a esta persona, con un candor a quemarropa, por qué Fulano, Zutano y Mengano estaban al frente de esta o aquella dependencia, de este o aquel instituto. ¿Acaso él mismo no los había nombrado? Y él me contestó, reciprocando mi respeto y transparencia: “Chico, esos cargos tienen muy poca demanda”.
Fue uno de esos momentos que se detienen en la memoria, y todavía me estremece. Era una respuesta enteramente honesta, y enteramente inaceptable, que me dejó sin palabras.
Durante un tiempo me tomé el trabajo de preguntar a algunos amigos o conocidos que me parecían reunir las competencias necesarias para ocupar esos cargos si estarían dispuestos a asumirlos, bajo determinadas condiciones. Ni uno solo lo estaba.
Era cierto, pues. Aquellos cargos no eran atractivos. Eso me pareció un síntoma peor que la corrupción común y corriente. ¿Cómo algo iba a funcionar alguna vez? La tradicional obtención de oscuras prebendas, ¿sería tal vez un paso adelante en el camino hacia la funcionalidad?
Con semejante premisa, cualquier batalla institucional estaba perdida de antemano, puesto que había en la base un filtro natural, más efectivo que cualquier proceso de selección: las personas decentes y competentes por lo general no deseaban ocupar puestos de dirección, a ningún nivel; y salvo excepciones, los que lo hacían, no duraban. ¿Y cuánto tiempo llevaba siendo así? Aquello parecía explicar demasiadas cosas.
Ahora, cada vez que escucho a la gente clamar por la dimisión o la destitución de un funcionario, pienso, callado: “No saben lo que piden, esos cargos tienen muy poca demanda, al menos entre la gente decente y competente”.
Siempre he sido admirador entusiasta de numerosos aspectos de la política cultural de la Revolución cubana. Propiciar, por ejemplo, que los estantes de los hogares cubanos se llenasen de buenos libros durante varias generaciones fue algo simplemente maravilloso.
Es sobre todo en su afán por poner la cultura al alcance de todos que la Revolución me ha parecido genuinamente revolucionaria; esto es, genuinamente eficaz. No así al impedir que los campesinos sean legítimos dueños de sus tierras y ganado. Ni al impedir que los trabajadores lo sean de los medios de producción.
Jamás he estudiado (voluntariamente) temas socioeconómicos; por eso advierto que mis opiniones en este campo pudieran pecar de superficiales, en el mejor de los casos. Pero como ahora siento que tales temas se han vuelto acuciantes, quisiera compartir brevemente, y con toda humildad y prevención, mi punto de vista.
Cuando los marxistas alemanes que estaban exiliados en Estados Unidos, Suiza, y otros países, durante la Segunda Guerra Mundial, regresaron a su patria, se hallaron con que esta era ahora dos países. La RDA, socialista, y la RFA, capitalista. Pero estos estudiosos y filósofos no vieron reflejadas las ideas de Marx en la RDA, ni a URSS. Como lo habían estudiado toda su vida, el relato de que las ideas de Marx eran el fundamento principal de esas sociedades podían contáselo a cualquiera, menos a ellos.
Estos pensadores —Mark Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, y muchos otros— conocidos por el nombre colectivo de Escuela de Frankfurt, se dedicaron sobre todo a hacer la crítica del capitalismo, del fascismo, y del socialismo en la variante soviética, exportada a tantos otros países, incluida Cuba, con diversas subvariantes. Acceder al pensamiento de estos marxistas ortodoxos en nuestro país durante años fue igualmente difícil que acceder a los libros de los apólogos del libre mercado —economistas como Milton Friedman, o Friedrich Hayek. ¿Será que tienen puntos en común?
Las leyes de la economía son universales a todos los efectos prácticos, como las de cualquier otra ciencia, independientemente de quien las enuncie. Y el sistema social que pretenda ignorarlas (Marx ciertamente no las ignoraba) resultará inviable en proporción directa con su testarudez.
Decía Ortega y Gassett que las circunstancias nos aportan el pie forzado para que hallemos nuestro auténtico quehacer. Y en el terreno de la actividad comercial, son las leyes del mercado las que aportan la retroalimentación indispensable para el éxito. Esto no me parece incompatible con el socialismo. Con lo que sí me parece incompatible es con la primacía de la propiedad estatal, al menos como se le conoce en Cuba.
El defecto más grave y más obvio de la omnipresente empresa estatal cubana es que, al no estar sometida a las leyes del mercado, su sistema de retroalimentación para corregir el tiro oscila entre pésimo y ninguno. Ese, y no otro, es el quid de nuestra miseria presente. No pongo en duda la vocación humanista original de la Revolución; sólo constato que la impunidad de su accionar la lleva por el camino del fracaso, hasta el umbral del crimen, y hacia el lado oscuro de la Historia.
Por otro lado, como la propiedad estatal casi nadie logra sentirla como propia, esta no se beneficia de la iniciativa de casi nadie. Una expresión común en Cuba que siempre me rechinó en los oídos es “la iniciativa privada”. ¡Cómo si hubiera otra! Toda iniciativa es individual, privada, por naturaleza. Por tanto, quien se oponga a la iniciativa privada se opone sencillamente a la iniciativa. ¿A dónde se dirige una sociedad que, a despecho de su generalizada falta de recursos, coarta tan radicalmente su propia fuerza vital? ¿O cuyos mejores hijos, o bien no son estimados aptos para los cargos de dirección, o bien ellos mismos los eluden deliberada o instintivamente?
En cierto momento de la Historia de la Música en el siglo XX, lo revolucionario consistió en componer mediante fórmulas matemáticas, o mediante otros procedimientos que excluían la inspiración, la cual era vista como un elemento anticuado, o poco confiable, o excesivamente romántico o burgués.
Resulta difícil encontrar hoy día las obras de aquella vanguardia musical, o incluso haber oído el nombre de aquellos compositores, entusiastas de su doctrina, que se consideraron revolucionarios en su momento. La posteridad, o más bien el olvido, ha sido con ellos implacable. Una parte de Cuba ha muerto igualmente, por virtud de una ofuscación similar, por apego a fórmulas externas y desatención de las fuerzas propias, de los dones propios.
Pero hay siempre otra parte que se debate, que escapa a todas las certezas, a todas las negaciones, a todas las dudas, “de la nube negra al hondo azul”.