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En artículos anteriores hemos prometido ir compartiendo una selección de los fondos del Archivo del centro cultural donde trabajo, la Casa Vitier García Marruz. Uno de esos tesoros, acaso el más querido, es una grabación casera, en casete, que recoge el reencuentro en Nueva York de Cintio Vitier y Fina García Marruz con su entrañable amigo Julián Orbón.
Este año, dicho sea de paso, estamos celebrando el centenario de Orbón, el músico de Orígenes, autor de las Variaciones sinfónicas, las Cantigas de Alfonso el Sabio, el Concierto para clavicémbalo, y muchas otras pieza memorables.
Al margen de la música que compuso para los más diversos formatos instrumentales, Julián solía, tocar el piano y cantar con “su voz de náufrago”, como decía certeramente Lezama, durante las reuniones amistosas que tenían lugar en los altos del Conservatorio Orbón, en casa de Cintio y Fina, o dondequiera que hubiese un piano.
Esta grabación que atesoramos recoge uno de esos encuentros, y veo con alegría que se acerca el momento de poder compartirla con quienes tengan apetito por esta clase de cosas. Por mi parte, llevo muchos años escuchándola una y otra vez. Y ya puedo decir que ha sido una compañía para siempre. Nunca fue para mí más evidente que la amistad y sus frutos son parte inseparable de eso que se llama la obra. Al menos cuando los amigos en cuestión son un grupo de poetas, y la música ondea sobre ellos como el viento que es además la bandera.
En esta casete, Julián canta al piano coplas, romances, tonadillas, sones diversos, música del llano, del monte, de las islas. Está la “Guantanamera” cantada por primera vez con versos de Martí —muchos no saben que fue idea de Julián esa feliz asociación—, como también el “Son de la Loma” cantado con versos de Lope de Vega, o la tonada “Guacanayara” cantada con décimas de Eugenio Florit, y muchas otras secretas delicias.
A modo de resumen de estas músicas que anuncio pero que, por ahora, no puedo mostrar, quisiera proponerles un texto de Cintio que es lo que más se les parece. Pertenece a su libro Prosas leves (1993).
El “Son de la loma”
Cintio Vitier
El “Son de la loma”, cantado por el Trío Matamoros, es una esencia de Cuba. Las esencias se intuyen y se disfrutan, no se analizan. Sin embargo, nada provoca tanto la tentación del análisis, o, por lo menos, del comentario. Es el desafío de lo imposible, único que nos gusta. ¿Cómo resistirlo?
Una y mil veces (en mi caso, desde mi niñez matancera), hemos oído ese comienzo, después del punteo precursor de las cuerdas pobres y cariñosas, que dan el vaivén, la atmósfera, el tono justo para la voz de la niña que pregunta con la voz caliente de los juglares:
Mamá, yo quiero saber
de dónde son los cantantes.
Con ese misterio, con esa puntería y gracia, con ese encantamiento que enseguida nos posee, sólo recuerdo el romance del Conde Arnaldos y el fabuloso Polo Margariteño. ¿Qué otro poeta cubano ha sido capaz de empezar así? Una niña, un día santiaguero, allá por el año 22, hizo esa pregunta. Otra, en un pueblo medieval de España, dijo: “De los álamos vengo, madre”. El que tenga oídos para oír, que oiga. El juglar de siempre lo primero que hace es oír. Ciro, Cueto y Miguel oyeron, y empezaron así, como quien toca una epifanía, el son que sigue, ya indetenible, con su inocente lógica encintada en la parca picardía mulata:
que lo’ encuentro muy galante’
y los quiero conocer,
con su trova fascinante
que me la quiero aprender.
¿Qué decir de esa “trova fascinante”? Dice el desconocido al Conde: “Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va”. Dice el pescador de las Islas Margarita; “El cantar tiene sentido, entendimiento y razón”. Sólo el pueblo —oído y cantado por un poeta, anónimo o no, siempre anónimo— puede decir estas cosas. Pero nuestro poeta gana la partida de la concentración, de la esencia. ¡Esa “trova fascinante” de los cantores desconocidos! ¿De dónde serán? Qué lejanía cuando después del floreo de las cuerdas sobre el cuero impasible —latir del ser, del son, del corazón—, se acentúa la extrañeza interrogante, sin perder, para mayor misterio, las referencias reales (con ese leve quejido sabroso del segundo):
¿De dónde serán ?
(¡Ay, mamá!)
¿Serán de La Habana?
¿Serán de Santiago,
tierra soberana?
La Habana parece mencionarse sólo como de compromiso, sin mucha convicción: es casi un pretexto para engarzar con la rima el calificativo que únicamente merece Santiago, “tierra soberana”, capital de la región oriental, bravía en la historia como en la naturaleza, a la que indudablemente pertenecen los indagados cantantes. La respuesta es categórica, con esa netitud silábica y rítmica (tan bien cogida por Nicolás Guillén) que sólo tiene el son, que aquí de sustantivo se torna verbo concluyente, definidor: “Son de la loma”, para enseguida decir más, decir algo que completa el carácter misteriosamente juguetón de los desconocidos:”cantan en llano”. ¿Por qué si son de la loma, cantan en llano? ¿Por qué hacen dejación de su ser original para venir a nosotros y hacernos la dádiva de su “trova fascinante”? Fascinante quizá porque viene de arriba, de algún lugar ignoto aunque familiar, que sigue vibrando en la pregunta clave: “¿De dónde serán?”. Su verdadera identidad se nos escapa. Sólo sabremos quiénes son cuando empiecen a cantar; pero esto es lo más asombroso del son de la loma, que sólo se propone abrirnos el apetito y anunciarnos el cantar, la “trova fascinante” de unos cantores que en realidad no oiremos nunca: “Ya verá. Tú verá”. Tal promesa, en vez de abrir, cierra con un golpe seco, después de lo cual sólo se nos repetirán los datos conocidos, en un montuno de puro juego:
Mamá, ello’ son de la loma,
mamá, ello’ cantan en llano,
mamá, ello’ son de la loma,
mira, mamá, ello’ cantan en llano,
mamá, ello’ son de la loma.
Evidentemente no se puede saber ni decir más que lo que ya ha dicho la madre y repite la niña, jugando. Nunca podremos escuchar a los misteriosos cantantes. Nunca podrá la niña cumplir su deseo de aprender la “trova fascinante”. Sabemos, sí, que son de la loma (¿de qué loma?); sabemos que cantan en llano (que han venido a nosotros). La madre y la niña, en el trío, lo repiten, jugando. Pero esa “trova fascinante”, ¿cuándo la oiremos?
Ya verá.
Tú verá.
¿Dónde, cuándo?
Los floridos mordentes metálicos, las subidas y bajadas de las cuerdas (¿del llano a la loma, de la loma al llano?), dominadas por el ritmo seco, isócrono, impasible, surgido todo de la radical intemperie cubana, de nuestra pobreza creadora, sin una gota de barroquismo, convierte un pequeño sucedido, desde las voces cómplices y despegadas que lo respetan y transfiguran, en una graciosa, bailable, sobrecogedora imagen de la belleza desconocida.
