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En todas las aulas de Lalenin había un mural informativo al que nadie prestaba atención, al igual que en el resto de las escuelas cubanas. La responsabilidad de ir actualizándolo era rotativa, individual. La primera vez que recayó en mí, decidí invertir un esfuerzo adicional en esa tarea, a manera de experimento, y también tratando de otorgarle sentido a aquella actividad para no sentirla sólo como una imposición vacua.
Entendí que había dos razones por las que nadie prestaba atención al mural. En primer lugar, obviamente, no era atractivo. Y en segundo lugar, todo en él estaba a la vista. Este segundo motivo tal vez no se me hubiera ocurrido actualmente, pero sí se le ocurrió al joven que yo era entonces. Mucho tiempo después, leyendo el Dao De Jing, aprendería que si se quiere divulgar algo, primero debemos ocultarlo.
Así pues, con la ayuda de un amigo dibujante, creamos, durante todo un fin de semana, un mural en el que lo único que se veía era un gran dragón rojo de tres cabezas. El dragón ocupaba todo el espacio. Las noticias, efemérides, y demás informaciones, estaban escondidas en pestañas deslizantes disimuladas bajo los trazos de aquella única imagen.
No fue una elección caprichosa. La imagen del dragón venía fascinándome desde hacía tiempo. Plásticamente simboliza una totalidad, porque contiene casi todas las materias y texturas del reino animal. Si cada criatura fuese, por ejemplo, un instrumento musical, el dragón sería como el tutti de la orquesta. Me llamaba la atención también el contraste entre la ferocidad hierática de sus rostros y su poderosa calma interior.
Además del agrado que suscitaba su visualidad, el mural fue un éxito en cuanto a despertar la curiosidad de los demás estudiantes acerca de su contenido. Atraídos por el gancho draconiano, mis compañeros se acercaban al mural y se ponían a buscar, acaso por primera vez en sus vidas, las ocultas noticias, efemérides, monografías.
A las autoridades de la escuela, en cambio, no les hizo mucha gracia. Aparentemente el dragón los colocaba ante un dilema: lo dejaban estar, me convencían de quitarlo, o me obligaban a quitarlo. Debo decir que en ningún momento actuaron de forma autoritaria. Me llamaron a contar, eso sí; y tuve que exponer mis razones ante un secretario docente.
El joven que yo era se encontraba, si no preparado, al menos dispuesto a argumentar la pertinencia y el simbolismo de aquel mural poco ortodoxo. El hecho fue que, al final, y tal vez por cansancio, lo dejaron estar.
El dragón permaneció en nuestra aula mucho más tiempo de lo previsto, y venían a verlo gentes de otras unidades (Lalenin era enorme). Creo que en el fondo nadie quería quitarlo. Mes tras mes, mis compañeros se limitaron a actualizarlo sin cambiar nada de lo visible, aunque me parece importante subrayar que, al desvanecerse la novedad, todos dejaron de acercársele espontáneamente en busca de los contenidos ocultos.
Hoy está de moda la expresión “creadores de contenido” para referirse a los que publican en las plataformas de internet, sobre todo en redes sociales. Pero en realidad veo que son más bien creadores de formas. Formas renovadas para contenidos no necesariamente originales o novedosos. Hay de todo, claro está, pero muchas veces el contenido es algo preexistente, y lo verdaderamente “creado” es su traducción al formato audiovisual, su presentación en el lenguaje de este tiempo, al que se ha intentado llevar la idea, el concepto, o el mensaje textual.
A ese respecto, una lección del mural del dragón podría ser que no importa cuán relevantes sean las noticias o cuán gloriosas la efemérides: si las formas de presentación no varían, o no muestran vitalidad, el contenido también muere, o se estanca, o se olvida, o permanece inerte como pólvora mojada. En otras palabras, como dijera Martí, “la razón no triunfa sin la poesía”.
Para ilustrar esta ley severa de que las formas tienen que morir y renacer —a menos que la poesía consiga extenderles una prórroga vital— permítanme citar, a modo de conclusión, unos fragmentos del poema “Morte D’Arthur”, de Alfred Lord Tennyson, en cuya traducción me he empeñado recientemente.
Tras la batalla de Lyonesse han perecido todos los caballeros de Arturo, y el propio Rey está herido de muerte. Sólo queda en pie Sir Bedivere, ni siquiera uno de los más renombrados entre la hermandad de la Tabla Redonda. Entonces Arturo le ordena que vaya hasta la orilla de un lago cercano, y arroje en él su famosa espada, Excalibur. Dos veces Sir Bedivere lo intenta, pero no logra desprenderse de la Espada, porque es todo lo que queda del mundo en que él ha vivido.
Finalmente, a la tercera vez, logra arrojarla.
Cuando regresa a donde Arturo, este, moribundo, le pide que lo cargue en su espalda y lo lleve también a él hasta el lago. Así lo hace. Una vez allí, una barca negra en la que vienen tres Reinas misteriosas, se acerca para llevarse al Rey.
Finalmente, Sir Bedivere se queda solo, y clama desde la orilla:
“¡Ah mi señor Arturo!, ¿adónde iré yo?
¿En dónde esconderé mis ojos y mi frente?
Ahora que al fin he visto morir los viejos tiempos,
cuando cada mañana traía un noble reto
y cada reto daba al mundo un caballero.
No ha habido un tiempo así desde aquel de la estrella
que guió a los Antiguos con el don de la mirra.
Pero ahora la tabla redonda ya no existe,
es la imagen perdida de un mundo formidable;
y yo, el último, deberé continuar solo,
en tanto los días se me oscurecen, y los años,
entre hombres nuevos, rostros extraños, otras mentes”.
Y Arturo respondió, despacio, desde la barca:
“El viejo orden cambia, dando lugar a lo nuevo,
y Dios se manifiesta de muchas maneras,
para que una buena costumbre no corrompa al mundo.
[…]
Pero ahora, despidámonos, pues voy de viaje
con éstas que aquí ves —si al fin he de partir—
(muchas dudas ahora oscurecen mi mente)
al escondido valle de la isla de Avillión;
donde no cae granizo o lluvia, y jamás nieva
ni aúlla el alto viento; tan sólo hay hondos prados,
grávidos y felices, rumoreantes jardines
con frescos pabellones junto al mar del estío,
donde podré curarme de esta herida mortal”.
Eso dijo, y la barca con sus remos y vela
se alejó de la orilla, como el cisne salvaje
cuando impetuoso exhala su postrera canción,
alebresta las frías plumas, y acomete
la corriente marina con sus patas oscuras.
Sir Bedivere quedó sumido en sus recuerdos,
siguiendo el punto negro al filo de la aurora,
y en el lago el lamento terminó por perderse.