Una de las novelas históricas más apasionantes que he podido leer es The Golden Warrior, de Hope Muntz, una autora de la que creo que pocos habrán oído hablar.
La novela fue publicada por primera vez en 1949, con buena acogida por parte de la crítica, pero sorprendentemente es muy poco recordada hoy en el ámbito angloparlante. Hasta donde sé, no ha sido traducida al español. Narra el ascenso de Harold hijo de Godwin al trono de Inglaterra y los hechos de su breve reinado. Es un libro regio, no solo por su tema sino por la soberanía que lo épico (bien tratado) alcanza.
En manos de esta autora canadiense, el conflicto entre los dos personajes principales (el último rey sajón y su conquistador normando) adopta las proporciones de una gran saga, pulsada en lo más alto del registro de la lengua inglesa, en un estilo invariablemente terso, vívido, memorable.
La novela debe su nombre al estandarte del rey Harold, el cual mostraba la silueta de un guerrero bordada con hilos de oro sobre un campo anaranjado. Cuentan que esa bandera, enarbolada en los enfrentamientos que decidieron la suerte de Inglaterra, fue cosida por Edith la Bella, o Edith Cuello de Cisne. Siendo el caso que apenas hay datos históricos sobre esta mujer, Hope Muntz ha hecho uso de las leyendas que rodean la figura de Edith, allí donde estas no contradicen los documentos de la época.
La novela sugiere que ella fue el gran amor de Harold, si bien este se ve obligado por razones políticas a desposar a la hija de un conde galés. Al final, en una escena evocada posteriormente en la pintura inglesa, Edith es quien encuentra el cadáver de Harold entre los miles que cayeron al pie de la colina donde se libró la batalla decisiva, en las afueras del poblado costero de Hastings.
La suerte de los reinos de este mundo solía pender de un hilo cuando los reyes no tenían descendencia. No es casual que este sea un tema recurrente en los llamados “cuentos de hadas”. Tal era el caso de Inglaterra en enero de 1066. El rey Edward de Wessex, llamado el Confesor, no tuvo hijos; y en consecuencia, a su muerte, había tres aspirantes a la corona. En primer lugar estaba Edgar (llamado el Atheling; o sea, “el príncipe”), quien tendría unos 12 años. A él era a quien mejor correspondía el trono, por ser en aquel momento el único descendiente directo de Alfred el Grande. Pero su corta edad y su falta de aliados obraban en su contra. En segundo lugar estaba el ambicioso duque de Normandía, Guillermo, a quien el rey Edward en persona había prometido legar su trono. Esta promesa resultaría fatal, pues en Inglaterra nadie deseaba un rey extranjero. Y en tercer lugar estaba un conde de Wessex, llamado Harold Godwinson, aguerrido y sagaz, que sabía ganarse el favor de todos.
Al parecer el conflicto se desata debido a que, con su último aliento, Edward nombra a Harold su sucesor real, contraviniendo la promesa que había hecho años antes al duque Guillermo. Adicionalmente, una asamblea sajona de venerables proclama rey a Harold por unanimidad. Este órgano de consejeros era el Witan (es decir, “los sabios”). A partir de ese momento los normandos conocerán a Harold como el Usurpador, y los sajones a Guillermo como el Bastardo (técnicamente lo era). Asimismo, los hombres de Guillermo serán llamados por extensión los bastardos. Tal vez de ahí proceda la fuerte carga negativa de ese término en inglés.
El duque Guillermo, futuro conquistador de Inglaterra, era un estratega implacable. Antes de dar ni un paso en el camino de la guerra, obtuvo para su causa la bendición de Roma, así como la protección de ciertas reliquias sagradas. Luego reunió en secreto una flota y un ejército en Calais, donde hubo de aguardar un viento favorable para poder cruzar el mar hasta Inglaterra.
Entretanto, dos de los hermanos menores de Harold, los condes Tostig y Gyrth, disgustados con la nueva partición del reino, viajan a Noruega, sedientos de venganza. Su objetivo es recabar la participación del formidable Harald Sigurdson en el derrocamiento de su hermano. Este gran rey y pirata noruego, tocayo de Harold, merece una novela para él solo. Recibió con suspicacia a aquellos sajones que le prometían un tercio de Inglaterra, advirtiéndoles: “Antes me serviréis vosotros a mí, que yo a vosotros”. Pero pudo más su ambición, y la temida flota noruega, con el estandarte del Cuervo, terminó arribando antes que la de Guillermo a las costas inglesas.
Guiados por los sediciosos hermanos, los noruegos se adentran por el río Humber, y la ciudad de York cae rápidamente, tomada por sorpresa. Harold marcha enseguida desde Londres contra ellos, reuniendo un ejército popular en el camino. Esta vez es él quien sorprende al invasor y lo aniquila, el 25 de septiembre, en la tremenda batalla de Stamford Bridge, la cual marcará el fin de la rapacidad nórdica contra los reinos anglo-celtas.
No hay tiempo para descansar ni disfrutar la victoria: la noticia llega de que los bastardos acaban de desembarcar por el sur. Una segunda maratón devora fatalmente las fuerzas del ejército de Harold. Al final de la marcha vertiginosa, los espera la batalla del 14 de octubre, desde el alba hasta la noche. Muchos morirán hacinados en el muro de escudos, de puro agotamiento, antes de los primeros intercambios. Las fechas de estos enfrentamientos, así como la distancia recorrida a pie por el ejército de Harold, nos asombran y al mismo tiempo nos dejan ver el tamaño verdadero de su Isla.
Todas las escenas de este libro, y en particular las de guerra, están saturadas del gusto imprevisible de lo real, bebido, a no dudarlo, en las fuentes normandas de la época, pero sin renunciar al sabor de lo mítico.
Por poner un ejemplo: está la caballería normanda a punto de cargar por primera vez, colina arriba, contra las huestes de Harold. De pronto, uno de los hombres de Guillermo pierde el control de su cabalgadura, la cual avanza con trote encabritado sin que el jinete pueda evitarlo. Las tropas sajonas en primera fila se percatan con sorna de la situación del caballero. Pero este, a despecho de su terror, y para salvar la honra, finge acometer en solitario al ejército enemigo, y comienza a cantar. Entre burlas soeces, el muro de guerreros se abre para recibirlo y se cierra tras él. Varias hachas largas se elevan por sobre los escudos, y se oye como un chillar de aves marinas.
La victoria normanda en Hastings fue, bien lo sabemos, un punto de giro decisivo en el devenir de Europa. No en balde la Edad Media inglesa comienza en 1066, con esa batalla. Sin embargo, en la novela de Hope Muntz es el Héctor de la historia, y no el Aquiles, quien gana nuestro corazón, por más que la autora haya eludido cualquier vestigio de mentalidad moderna, así como toda especulación sobre desenlaces alternativos. Su triunfo es haberse limitado a lo más arduo: insuflar vida verdadera a las sombras de aquel épico momento, y permitir que las veamos agigantarse al andar entre las colinas heladas.