Getting your Trinity Audio player ready...
|
Ilmarinen, Lemminkainen,
Vainamoinen, Joukahainen.
¿De dónde vienen esas palabras? ¿Son acaso un conjuro? ¿Forman parte del idioma de los elfos de Tolkien?
No están del todo descaminadas esas suposiciones. Aunque en realidad se trata de los nombres de cuatro personajes del Kalevala, la epopeya en verso que en el siglo XIX escribió Elias Lönnrot a partir del vasto y delicado acervo de la mitología oral finlandesa. Ilmarinen es un herrero fabuloso. Lemminkainen, un amante legendario. Vainamoinen, un anciano imperturbable y además es el supremo bardo. Joukahainen, un joven impetuoso.
Ocho acentos tiene el verso finés, por lo que cada uno de esos nombres de cuatro sílabas ocupa uno de los dos hemistiquios que lo forman. Si pronunciamos los cuatro nombres, uno tras otro, varias veces, podemos hacernos una idea de la cantilena con que el Kalevala hechiza al oyente o lector en su lengua original. Y es que el canto —en finés canto es runo, así como runoya es cantor— constituye nada menos que el vehículo de la magia en el universo del Kalevala.
En un artículo anterior hablábamos sobre la fascinación y uso poético de los nombres. De un modo algo distinto a como sucede en el mundo, la sugestión del nombre es de donde brotan el aspecto y la interioridad de un personaje literario. “Dadme un nombre, y sacaré un cuento; pero no al revés”, escribiría con acierto J. R. R. Tolkien. De manera que son sus nombres las hebras maestras del tapiz del cuento, la novela, o la epopeya.
Más allá de la enorme influencia que tuvieron sobre el autor del Silmarilion la lengua finesa en general y el Kalevala en particular, se hace natural el paralelismo entre Tolkien y Lönnrot, su predecesor. Ambos fueron profesores universitarios sui generis, y ambos dedicaron su vida a una pasión muy similar.
Lönnrot, desde la cátedra de Lengua y Literatura finlandesas fundada en 1850, fue el primero en dictar cursos en finés en el ámbito académico, rompiendo con una tradición de quinientos años que establecía el sueco como la lengua de la cultura.
Fuera de publicaciones de tipo didáctico y religioso, la literatura finlandesa antes del Kalevala era prácticamente nula. Simultáneamente, existía una riqueza extraordinaria en la tradición oral: el disperso repertorio de cantos populares que llevaban siglos pasando de un bardo a otro, y que se hallaban, por tanto, siempre en peligro de deformarse o desaparecer.
Este material fue el que Lönnrot se dedicó a recopilar, desde sus fuentes más auténticas, otorgando en el proceso un cuerpo y un volumen de los que aquellos fragmentos mitológicos carecían. El día en que se dio a conocer esta magna obra es celebrado como la fecha patria en Finlandia; con ella, Elias Lönnrot puso su tierra y su idioma en el mapa de la literatura universal.
Un siglo después, Tolkien y su entusiasmo filológico hicieron mucho por vitalizar el estudio del anglosajón (también llamado “Middle English”) y de la literatura inglesa medieval, la cual, con excepción de Chaucer, estuvo siempre en las sombras si la comparamos con el canon literario posterior que tiene en su pináculo a Shakespeare.
Tolkien partió, si se quiere, de una situación opuesta a la de Lönnrot: la lengua inglesa poseía indudables tesoros literarios, pero no eran del tipo que él buscaba. En Inglaterra no existía nada parecido al manantial de relatos vinculados a una lengua y a una naturaleza específicas, que puede encontrarse, por ejemplo, en las tradiciones griega, céltica, escandinava, rusa, germánica, o finlandesa. En consecuencia, la obra de Tolkien no incluyó proceso alguno de recopilación; tan solo hubo de crear, “con magistral insolencia”, diría Eliseo Diego, un universo entero para poder dar con el aire, el tono, el sabor justo de sus historias.
A estos dos grandes, honor y paz.
Como botón de muestra, someto a vuestro juicio el fragmento inicial del Kalevala, en una traducción preparada para la Colección La Isla Infinita, el sello editorial de la Casa Vitier García Marruz. Al no poder reproducir en español las aliteraciones que determinan la métrica del original, he optado por emplear endecasílabos blancos, un metro que fluye naturalmente en nuestro idioma, y hace más placentera una lectura extensa, si bien no puede imitar el envolvente efecto rítmico del original.
Ha aparecido en mi alma un deseo,
viene a mi mente un pensamiento.
Voy a empezar a recitar un canto,
a declamarlo en términos sagrados.
Entonaré los cuentos familiares,
las antiguas historias de la raza;
sus palabras se funden en mi boca,
una a una descienden lentamente,
llegan en remolino hasta mi lengua,
se estrellan en tropel contra mis dientes.
Tú, hermano mío, el adorado,
el compañero de mi juventud,
ven, acércate conmigo a cantar,
puesto que aquí nos hemos reunido,
llegados de lugares tan distantes;
pocas veces nos hemos encontrado,
muy raramente podemos juntarnos,
en estos pobres campos de Pohjola,
en las desoladas tierras del norte.
Tomémonos entonces de las manos,
entonemos las mejores canciones,
relatemos los cuentos más hermosos,
para aquellos que quieran escucharlos,
y que los mozos que vayan creciendo,
los jóvenes de este país dichoso,
puedan aquí escuchar si lo desean
aquellas cantilenas ancestrales,
extraídas del cinturón del viejo,
el justo, el impasible Vainamoinen,
del taller del herrero Ilmarinen,
de la espada veloz de Kaukomieli,
de la flecha del joven Joukahainen,
con los campos de Pohjola a lo lejos,
y los hondos bosques de Kalevala.
Fue mi padre quien me las enseñó,
mientras tallaba el mango de su hacha;
y mi madre las cantaba también,
mientras hilaba sentada en su rueca;
siendo yo un niño pegado aún al suelo,
con el mentón goteando leche y nata,
en sus rodillas gustaba enroscarme.
No estuvo el sampo falto de palabras,
no anduvo Louhi exigua en sortilegios,
entre palabras sampo envejeció,
Louhi encaneció entre sus ensalmos;
entre sus cantos feneció Vipunen,
y murió Lemminkainen en decires.
Pero hay todavía otras palabras,
palabras saturadas de misterio,
encontradas al borde del camino,
recogidas de la hierba salvaje,
halladas en agrestes matorrales,
cosechadas en los trillos del bosque,
descubiertas entre los pastizales,
cuando yo era sólo un joven zagal,
y llevaba los rebaños a pastar
por entre montes de dorados flancos,
cada día, entre los dulces prados.
El frío me ha revelado sus cantos,
y la lluvia me ha traído sus runos,
para mí murmuraron los vientos,
y mucho más me trajeron las ondas,
los pájaros me mostraron sus sones
y sus versos las copas de los árboles.
Yo los hice rodar como pelota,
como un ovillo bien los enrollé,
y puse todo aquello en mi trineo,
en mi carro coloqué la madeja;
hasta mi casa lo llevó el trineo,
el carro lo condujo hasta el granero,
y yo lo guardé todo en un vasar,
lo puse en un cobrizo recipiente.
Mis canciones soportaron el frío,
mucho tiempo en lo oscuro se quedaron.
¿Habría de sacarlas de ese frío?
¿Deberé rescatarlas ya del hielo?
¿Deberé traer a casa mi vasija
para ponerla sobre el taburete,
bajo las vigas labradas del techo?
¿Destaparé la caja de palabras,
abrir mi cofrecillo de canciones,
cortar el nudo de la densa madeja,
deshilar el ovillo por completo?
Cantaría las canciones más bellas,
relataría unos cuentos magníficos,
si me regalaseis pan de centeno
y si me dieseis a beber cerveza;
mas si no me obsequiareis la cerveza,
y se secara al punto mi garganta,
yo con agua templaría mi voz
para alegrar con ella esta velada
que un día tan espléndido corona,
para anunciar que llega la mañana,
para saludar del alba el regreso.