La burocracia, ya lo dijo el mejor de sus teóricos, el maestro Héctor Zumbado, es el deporte con el que los cubanos podemos organizar una olimpiada sin temor a que nación alguna tenga oportunidad de desplazarnos en el medallero. ¡Nunca ha habido miedo!, menos cuando sus componentes ven la luz (de sus oficinas) con el papeleo ordenado.
Los burócratas de la isla parecen los mejores del mundo, pese a que también, vale la pena aclararlo, es la burocracia un deporte universal. Tanto en el primero como el cuarto mundo encuentra uno especímenes dispuestos a mascar y regurgitar personas como un perfecto rumiante.
Lo he visto yo; ¡ay, pero cómo se extrañan nuestros burócratas provinciales! Porque, a fuerza de buscar estrategias por bloqueos, por calor o lo que fuere, allí están, siempre incólumes, renovados e innovando.
Volviendo a la analogía deportiva, nadie supera a los nuestros en materia de hacer correr detrás de un inútil cuño o en lograr que cualquiera salte más de tres metros sobre otro con tal de conseguir una firmita. Incluso, son capaces de estirar los tiempos en pos ellos mismos, de manera que inventaron su propio surrealismo.
Hasta Dalí quedaría boquiabierto. Deténgase usted a admirar su obra, su estilo, su peculiar manera de incrustarle códigos numéricos a cualquiera sea el artefacto: la máquina de coser, el paraguas, la mesa de disecciones, la silla, el televisor y hasta el cuadro del generalísimo. Y no los oculta, todos esos números quedan visibles como increíbles elemento del dadá.
A la burocracia no le importa otro modelo que no sea ella misma, y para mantenerse viva se alimenta de los infelices que se ven en la obligación de recurrir a sus predios para cualquier asunto, bien sea comprar un pasaje, buscar una dieta, solicitar un “autorizo” (¡inolvidables los nombres que se inventa!), o, en el mejor de los casos, recibir la autorización para cobrar por algo que la persona solicitante había estado haciendo solo por, como le gusta decir a ella –la burocracia-, convicción.
Pues bien, queridos lectores, otra vez ha vuelto a hacer de las suyas el monstruo; o sigue haciendo de las suyas en uno de los ambientes que más prefiere, quizá porque en él las almas debieran volverse más sensibles: el arte.
El hecho ocurrió en Holguín, tierra de héroes, artistas y también de burócratas que en muchas de sus instituciones encuentran nicho para multiplicarse. Si usted levanta el techo de estas dependencias culturales como si levantara una piedra, encontrará, decenas de especímenes pintándose las uñas, husmeando Facebook o preparándose para ofrecer la respuesta “adecuada” al primero que entre por su puerta.
En una de esos espacios, el Centro Provincial de la Música y los Espectáculos, ocurrió el hecho denunciado por una amiga y colega, la periodista Linne Diéguez Solana. Cansada de que ignoraran todas las protestas, a fines del mes pasado expuso en Facebook el caso de su esposo, el trovador Tony Fuentes.
Tony Fuentes es un joven de 35 años, graduado de Ingeniería en Telecomunicaciones, pero con antiguas y probadas aptitudes musicales. No es formado en escuela de arte alguna pero desde hace algún tiempo se ha ganado el respeto del público y los artistas.
Ha logrado presentarse en espacios como la Casa de La Trova Faustino Oramas, sitio en el que suelen juntarse artistas interesantes para el movimiento cultural que perfora los límites de la ciudad o la provincia. Para los conocedores, recuerdo los nombres de Alito Abad, Oscar Sánchez y Manuel Leandro Sánchez, también los de Norberto Leyva o los de los veteranos Raúl Prieto y Fernando Cabreja, quienes, contra viento y marea, los han ayudado a todos.
Tengo entendido que Tony ha estado en la peña Alta Marea, de Cabreja, y por esos pequeños logros, que son como las pequeñas cosas de Serrat, a la que se suma un premio concedido por la Radio Provincial, más de uno lo animó a probarse ante la Comisión Provincial de Evaluación Artística.
De superar esa prueba, Tony, que tiene una obra en ciernes, obtendría una especie de licencia con la cual, además de conseguir algún contrato desde las estructuras que podrían hacerlo, las estatales, tendría el resguardo de ese conjunto de especialistas en los que el resto de los artistas, de alguna manera, depositan su confianza.
Al fin, en septiembre del año pasado, cantó para dicho jurado, superando la prueba con felicitaciones, según escribió Linne; sin embargo, no todo siguió como debía. Tanto el dictamen de la comisión como el expediente del trovador demoraron más de seis meses en llegar al Instituto Cubano de la Música, donde debía ser aprobado al fin.
Las personas encargadas de emitirlo y trasladarlo, es decir, la burocracia, fundamentaron la increíble demora en vulgares olvidos, en viajes pospuestos, en ese tipo de excusas que, más que deberse a carencias materiales, parecen determinadas por la desidia.
Y aún hay más: siete meses después, llegó al fin el legajo hasta la oficina donde debían procesarlo. Todo parecía pan comido ya. Pero, debido a la demora, su llegada coincidió con una inesperada indicación del Ministro de Cultura por la cual, cuenta Linne, ya no procesan expedientes de quienes no sea graduados de las escuelas de arte.
Ahora el trovador Tony Fuentes no es solo otro pedazo del bufet que la burocracia ha guardado en el refrigerador para comerse luego.
Porque, si alguien empieza quejándose en las redes sociales (“No es el lugar ni el momento adecuado”, dice la Burrocracia) termina siendo sospechoso; ese alguien suele verse como el peligroso caballero que armado con adarga busca caerle arriba a “lo establecido”; y no, la burocracia no es un molino de vientos, es un verdadero monstruo, una de esas enfermedades que se va inoculando dentro de quien menos parece y algún día salta rompiéndole la panza o el pecho.
La corrupción, lo dijo desde la UNEAC hace casi diez años el profesor cubano Esteban Morales, es la verdadera contrarrevolución; y la burocracia, el monstruo que la protege y disfraza. O, visto de otra manera, es también el ecosistema perfecto para incubarla.