Desde el encuentro para debatir sobre la implementación del decreto 349 los artistas cubanos no protagonizaban sucesos que visibilizaran sus inconformidades en la estructura que los representa ante el estado. Al menos es lo que comentaba el viceministro Fernando Rojas a la televisión cubana al día siguiente de lo sucedido el pasado 27 de noviembre.
Fernando Rojas subrayó lo peculiar de la protesta, advirtiendo la concentración de personas y que la misma tuviera por centro las puertas de la institución que regenta en Cuba el tema cultural desde 1976.
Pese a su novedad entonces, el Ministerio de cultura heredaba (no obstante intentar superarlas) algunas metodologías establecidas por sus predecesoras, la Dirección Nacional de Cultura y el Consejo Nacional de Cultura. Recordemos que al frente fue nombrado Armando Hart, (no reconocido aún como un creador en sí mismo, aunque sí un intelectual). Esa cualidad le permitió, siendo un revolucionario de probado talento, solucionar momentos difíciles en los que supo mantener el equilibrio entre las exigencias de los artistas y las proyecciones del gobierno cuando los primeros insistían en la idea de que una revolución también tiene que serlo y, sobre todo, en el plano de la cultura.
Por lo que sé, en sentido general, Hart logró mantener una política coherente y diplomática con los intelectuales. Esa línea había sido trazada desde 1961, luego de una disconformidad tan grande entre creadores (la censura del corto PM) que logró posponer la realización de un congreso, el primero de la todavía no creada Uneac. Por la insatisfacción y protesta extendida entre los escritores y artistas, esa vez se concretó otra reunión, una postergada desde 1959 cuyo propósito era mostrar los deberes y derechos, y exponer las libertades de los artistas en la revolución.
Esa reunión, se sabe, sucedió en la Biblioteca Nacional durante la primavera de 1961 y se prolongó durante tres jornadas (problemas como estos no se resuelven de un tirón). Fue presidida por Fidel Castro y una representación múltiple del gobierno y los artistas. Durante el último encuentro surgió el axioma que define la actividad artística hasta hoy en Cuba: “Con la revolución todo, contra la revolución nada”.
Pero después de aquel encuentro de 1961, se aprobaron tres reformas constitucionales y dos Constituciones (1976, 2019), cualquier concepto debe ser compatibilizado con el marco de derechos y deberes que ella establece.
Gracias a una especie de diplomacia cultural (no siempre mantenida), el rasero de las discusiones en el mundo artístico e intelectual es medido por la frase; ambigua, desde mi perspectiva, porque se propone también demarcar conceptos abstractos, a no ser que el clímax de una obra de teatro sea el ametrallamiento del público o que el final de una novela sea el estallido de la bomba que elimine al lector. En ese sentido lo creo, aunque insistía ella misma, y prefiero interpretarlo así, en la diplomacia y la inclusión como política cultural, para cuya puesta en práctica hace falta lucidez y, sobre toda la cosas, definición y coraje.
Un mediocre no puede determinar qué está contra y qué fuera en materia de arte en un país signado por la enemistad y acoso de un país vecino, que es a la vez el más poderoso del mundo. No lo olvido, pero no lo es todo. Suelen proliferar mediocres en puestos de poder, desde donde hacen lo imposible por llevar adelante la vana intención de sacar del campo cultural el debate ideológico y político, creyendo que este debe ser ejercido solamente entre la militancia comunista, y más específicamente, desde la dirigencia de esa militancia y a puertas cerradas.
En muchas de las polémicas, resultado de las protestas de los intelectuales en todos estos años por exabruptos cometidos por esa burocracia que encarna la mentalidad mediocre, estaba presente el tema. En una de ellas, y dicho en palabras del cineasta Julio García Espinosa, la lucha ideológica debía establecerse no solo contra los decadentes (entiéndase burgueses o contrarrevolucionarios) sino contra los dogmáticos. García Espinosa, desde La Gaceta de Cuba y en 1963, lo dijo de esta manera: “Es necesario acabar con el papel de víctima de los decadentes como con la actitud todopoderosa de los dogmáticos.” Se trata de una frase sacada de contexto, pero nos viene muy bien en uno como este.
Para la diplomacia desde la que trató de mantener amistado el gobierno con la intelectualidad, Fidel Castro contó con cuadros como Carlos Franqui, Haydée Santamaría, Alfredo Guevara o, incluso, de otra generación pero efectivo en su momento, Abel Prieto.
Guevara un día en entrevista sobre estos problemas, me explicó que había cambiado tanto de posición a lo largo de su vida como revolucionario que cualquiera lo podría acusar de cambia casaca. En lugar de eso, prefería reconocer en sí una voluntad de progreso intelectual al estilo que caracterizaba, más menos me dijo, al propio Ernesto Guevara en su tiempo.
¿Quién que sea pensante y con poder queda ahora capaz de razonar y satisfacer los intereses de la aún más radicalizada juventud artística e intelectual? La situación luce incluso más complicada, porque las demandas están siendo expresadas de manera clara y bajo conceptos que desde el extremismo se han intentado definir históricamente como sediciosas: “Derecho a la libertad de expresión, a la libre creación, al disenso”.
Lo principal, según mi punto de vista, es que pese a lo que pueda decirse en relación con el centro de la protesta (el Movimiento San Isidro), se vaya más allá de eso: porque otra vez queda planteado un problema antiguo y de necesaria resolución. Me parece imprescindible deslindar eso. Detrás de lo que parece nuevo hay una exigencia planteada y no resuelta por congreso o reunión alguna.
Zanjar el tema valiéndose del criterio de siempre sería caer en una trampa histórica, aun cuando se sepa que el disenso se ha visto vapuleado en la medida en la que el gobierno cubano siente la asfixia del estadounidense. Existe la imperiosa necesidad de superar ese estado de acción-reacción. De otro modo, las demandas genuinas respecto a la búsqueda de libertades y la necesidad de naturalizar lo diverso en una Cuba dominada por una sola obsesión seguirá siendo como el dragón que se muerde la cola, el uróboros permanente de los cubanos.