El enojo del poeta

Un día una amiga escribe para decirme: “Escucha esto”. Era un poema de José Lezama Lima.

El escritor cubano José Lezama Lima. Foto tomada de tamtampress.es

Un día una amiga escribe para decirme: “Escucha esto”. Era un poema de José Lezama Lima. Era en verdad Lezama Lima leyendo una de sus poesías. Era un audio.

Después de escucharlo estuve un rato bastante sorprendido por las maneras de aquella lectura, o por lo que yo creía su peculiaridad: el poeta parece iracundo, como si obstinado en sí mismo arremetiera con su cuerpo contra la contención de los símbolos, los designos y los signos.

De hecho, la imagen que me viene a la cabeza es la de un habanero (por la manera de hablar y de entonar), específicamente la de un hombre nacido en Centro Habana (por la manera de desafiar que he visto en la gente de allí), parado junto a una columna de la calle Reina.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Ese alguien que imagino es, claro, el propio Lezama Lima, quien discute en plena calle, así con todo y el vapor del día y su saco puesto en rigor. Como la escena que me viene a la mente se circunscribe a esa zona de La Habana podría ser un fantasma con quien discute. Yo no logro distinguirlo a causa de la columna detrás de la cual se encuentra.

Lezama arremete con enojo contra uno los fantasmas que bajan por la calle, imagino. Luego, empiezo a perfeccionar la escena: puede que sea también él mismo un fantasma emprendiéndola contra coterráneos y antecesores, gente de la cultura, de la política, anónimos entes de las sociedades fantasmas que pasan por allí. Mi imagen es ya una ensoñación fantasmagórica.

Pero, no; el poeta Lezama Lima le “descarga” a la imagen de alguien todavía superior y potentemente simbólica. Habla con la virgen. Parece reprocharle asuntos de una manera que lo permiten su relación familiar; como cualquiera de nosotros la conoce desde siempre.

La imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, en bar de de la ciudad de Trinidad. Foto: Kaloian

El tono en que discute me hace pensar que ella es la culpable o la responsable de aquello que le reprocha. Como la virgen que más cercana me resulta es la del Cobre, imagino al poeta diciéndole: Oye: tú no quieres crear sin ser medida inmóvil, dormida y despertada, oíste espiga y sistro, el ángel que sonaba…

Mi amiga y yo conversamos sobre la manera en que recita Lezama Lima. Llegamos a la conclusión de que, por supuesto, el tono adquirido para recitar esta vez no se debe a una pose. Otro introduce la posibilidad del asma; y piensa uno que sí, que el asma le hizo leer de una manera particular versos de un sonado calibre musical, como el coche que no iba precisamente como mulo en el abismo.

Vuelvo a escuchar a Lezama en su audio. Recuerdo que conozco un disco grabado por Casa de las Américas,  publicado dos años después de su muerte, en 1978. Poemas no contiene estos sonetos y cualquiera que sea la realidad de su grabación ya yo he fantaseado.

A “Sonetos a la virgen”, publicado en aquel legendario cuaderno que fue Enemigo Rumor, llegado a librerías cuando tenía 41 años, lo conforman cuatro sonetos de peculiar cadencia.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Después de escucharlo muchas veces sigo creyendo que la grabación debió haberse producido en un momento en el que por lo menos el poeta se encontraba enojado, que por la manera en que pronuncia ciertas frases y por cómo arremete contra ciertos signos no es demasiado absurdo pensar que reprocha a quien canta.

Cualquiera, por momentos, quisiera hablarle a la virgen así como Lezama en esa grabación; hastiado uno no tiene más ganas que aparecerse frente a ella, ya que al final resume también los designios de una nación contradictoria y risible, y tal cual lo hace el poeta aquí soltar en centrohabanero dejo: Oye, deípara, ¡qué hicimos mal para encontrarnos en este atolladero, chica!

Y cuando digo: “decirlo tal cual lo hace el poeta”, me refiero a pronunciarlo a su manera esta vez, dejando las palabras finales arriba como diría un locutor, levantadas en la frase última, con orgullo; envalentonándolas con suficiencia, rabia y respeto.  

Sonetos a la virgen 

  I
Deípara, paridora de Dios. Suave
la giba del engañado para ser
tuvo que aislar el trigo del ave,
el ave de la flor, no ser del querer.

El molino, Deípara, sea el que acabe
la malacrianza del ser que es el romper.
Retuércese la sombra, nadie alabe
la fealdad, giba o millón de su poder.

Oye: tú no quieres crear sin ser medida.
Inmóvil, dormida y despertada, oíste
espiga y sistro, el ángel que sonaba,

la nieve en el bosque extendida.
Eternidad en el costado sentiste
pues dormías la estrella que gritaba.

                              II

                                            Mais tes mains (dit l’ange à Marie)
                                   sont merveilleusement bénies. Je suis
                                               le jour, je suis la rosée; mais toi,
                                                                                 tu est l’Arbre.
                                                            R. M. Rilke: Vie de Marie

Sin romper el sello de semejanza,
como en el hueco de la torre nube
se cruza con la bienaventuranza.
Oh fiel y sueño del cristal que pule

su rocío o el árbol de confianza,
reverso del Descreído pues si sube
su escala es caracol o malandanza,
pira gimiendo, palabra que huye.

Para caer de tu corona alzada
los ángeles permanecen o se esconden,
ya que tú oíste a la luz causada

por el cordero que la luz descorre
para ofrecer lo blanco a la nevada,
para extender la nieve que recorre.

                III

Cautivo enredo ronda tu costado,
pluma nevada hiriendo la garganta.
Breve trono y su instante destronado
tiemblan al silbo si suave se levanta.

Más que sombra, que infante desvelado,
la armadura del cielo que nos canta
su aria sin sonido, su son deslavazado
maraña ilusa contra el viento anda.

Lento se cae el paredón del sueño;
dulce costumbre de este incierto paso;
grita y se destruyen sus escalas.

Ya el viento navega a nuevo vaso
y sombras buscan deseado dueño.
¿Y si al morir no nos acuden alas?

                              IV
Pero sí acudirás; allí te veo,
ola tras ola, manto dominado,
que viene a invitarme a lo que creo:
mi Paraíso y tu Verbo, el encarnado.

 

En ramas de cerezo buen recreo,
o en cestillos de mimbre gobernado;
en tan despierto tránsito lo feo
se irá tornando en rostro del Amado.

 

El alfiler se bañará en la rosa,
sueño será el aroma y su sentido,
hastío el aire que al jinete mueve.

El árbol bajará dicción hermosa,
la muerte dejará de ser sonido.
Tu sombra hará la eternidad más breve.

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