Mucho antes de leer un solo poema de Rolando Escardó, en los tiempos en los cuales ni siquiera sabía de quién estaban hablando cuando lo mencionaban, si acaso alguien lo mencionó cerca de mí para esas fechas, y cuando no podía afirmar “Escardó es uno de los mejores poetas cubanos que he leído” escuché una anécdota que tal vez forme parte de su leyenda.
Recuerdo exactamente el día que la oí: estaba a punto de realizar la prueba de aptitud que me permitiría cursar o no la carrera de Periodismo. Alguien con quien años más tarde trabajé, hablaba sobre la importancia de la interpretación de textos y apoyaba su criterio en el ejemplo del verso siguiente: feliz de esta revolución que me da dientes.
Aquella chica, estudiante entonces de IPVCE, alegaba que por muchas interpretaciones que pudieran realizarse, la frase en cuestión no escondía metáfora alguna, pues se trataba de una expresión literal. Gracias a lo sucedido en Cuba después de 1959, el autor del poema donde se encuentra este verso había logrado hacerse de una dentadura nueva.
Comparando las fechas mucho después, llegué a la conclusión de que no era muy segura la veracidad de la historia, teniendo en cuenta que en aquellos primeros tiempos de ajetreo, al poeta, por mi cuenta descubrí que era Rolando Escardó (1925-1960), no debió haberle quedado mucho espacio en la agenda como para irse al dentista.
Su muerte llegó demasiado temprano, sorpresiva, en un momento que veía con la esperanza de reparar el pasado y en el cual se ocupaba de organizar y dirigir cooperativas agropecuarias en la Ciénaga de Zapata, de construir casas, de juntar a poetas en Camagüey, de visibilizar pensamientos, de verlos libres y vívidos al fin debido a que antes se había visto obligado a zampárselos.
Solo esto me hizo dudar, y me decía, bueno, sí, quedan ciertos testimonios que prueban los problemas de dentadura de Escardó, un hombre pobre que había sufrido la miseria; de hecho, cuenta otro poeta que en breve será revelado, haberlo visto luchar a brazo partido contra el hambre; tanto así que algunas veces se vio obligado Escardó a devorar sus propios pensamientos, sus planes, sus sueños, los delirios que le llevaron a creer que otro poeta hambriento podría darle un peso para calmar su estómago: quisiera estar un día con lo que no me dieron/y cantar y reír por solo un día…
En todos sus versos está la huella de esa vida al límite, y no tanto la de alguien que se considera poeta o revolucionario, como lo fue llegado el momento, sino la de un fantasma, un condenado a vagar de puerta en puerta después de haber acabado con los cabos de cigarros descubiertos en aceras y calles para calmar con ellos esa otra necesidad, esa angustia, esa ansiedad que lo lleva a preguntarse: ¿no hay una puerta o una mano que cobije/tanta pena?
Hay en el rostro de Escardó, y no digo hubo pues tuvo razón al afirmarlo: ya no habrá más Rolando/pero habrá…; hay en el rostro de Rolando Escardó a los 35 años un temprano envejecimiento, evidencia de esa vida menesterosa salvada, tal vez, únicamente por la poesía.
Lo escribió mejor Calvert Casey, el año de la muerte, cuando lo homenajeaban sus compañeros y admiradores en una edición especial de Lunes de Revolución: “Vive para la poesía. Y su muerte es simbólica: muere por la poesía, en un acto poético”. (“Muerte de un poeta”, Lunes de Revolución, número 83)
Volviendo al primer verso suyo que escuché sin saberlo, y tomando un trozo mayor del poema, notaremos que es todavía mejor:
Yo sé que el hombre es un rumbo que se instala
sé estas cosas y otras más que no hablo
pero yo puedo darme con los dos puños en el
pecho
feliz de esta revolución que me da dientes
aunque de todo soy culpable
de todas esas muertes soy culpable
y no me arrepienten los conjuros
que en el triángulo de fuego he provocado
El poema se titula “Isla” e integra el único libro que dejó este camagüeyano al morir, un libro que ni siquiera llegó a ver publicado, porque dos meses antes que saliera de la imprenta sobrevino la desgracia de que una rueda del auto en el cual viajaba produjera el accidente fatal.
Un día, sentado en ese jeep en el cual murió, y camino a una cueva camagüeyana, le había pedido Escardó a Virgilio Piñera escribirle el prólogo de ese libro planificado desde los tiempos de Ciclón, y que no llegaba a ver jamás porque si ni siquiera lograba una moneda para un plato de comida cómo vamos a pensar que tendría una para un libro de poemas.
Piñera le respondió que le disgustaba escribir prólogos, pero dado el caso, sin Rolando Escardó para poder decírselo nuevamente, lo escribió.
Fue allí donde lo definió de esta manera: “Sin dudas, es un caso insólito en la poesía cubana. No sale de poetas anteriores a él; mucho menos se parece a sus contemporáneos”.
Con su desaparición, escribió Piñera, de él no quedaría ya nada más que sus versos, su libro. El poeta había transmutado en unas pocas hojas, 183, y era a través de ellas la única manera que le quedaba para comunicarse. Tal vez lo supiera desde el principio, desde el primer verso y tal vez por eso decidiera renombrar su libro de la manera que hoy se le conoce Libro de Rolando (Ediciones R): esos poemas, definitivamente, son la historia de su vida.
“Si la poesía es lo inesperado, el amigo Escardó era la poesía”, escribió José Álvarez Baragaño, otro poeta, y lo hizo para el mismo número que le dedicaron sus amigos de Lunes a causa de la inesperada muerte. En la portada puede verse una foto de Escardó, también pintor, con traje del Ejército Rebelde al cual pertenecía.
Pero, además de esa foto, los de Lunes tenían su rostro en una especie de altar, que no era más que una pared tapizada con imágenes de sus lugares y personas veneradas o al menos queridas; y allí estaba el dibujo que Tony Évora hizo para la portada de su libro, el de Escardó quiero decir.
Un día, conversando en Holguín con la arqueóloga Caridad Rodríguez Cullel, alguien que conoció al poeta y pintor Rolando Escardó en su natal Camagüey, en los tiempos en que también él practicaba la espeleología, en épocas en que esa familia de apellido Guarch-Cullel, centraba expediciones a cuevas a las que Escardó asistía, le hice la pregunta del verso referido a los dientes, le leí el verso, le relaté la misma historia que aquí he contado para ustedes.
Y ella me respondió: “Y le dio los dientes de verdad. Los había perdido. No tenía. Escardó no tuvo suerte, ni guía, pero todo el mundo lo quiso mucho porque era una gran persona”.
Recuerdo esa conversación, y también, ahora escucho la voz de Escardó diciendo: los días chocan en el rostro/ y hacen daño/ el espacio que habito es como un lazo.