Roma, Italia, mayo 16, o 17 por si importara la fecha exacta del acta de defunción: 1969. Un hombre decide atragantarse con las pastillas que tiene a mano. El cuerpo no padece males que no puedan repararse, pero el alma se siente acorralada, quiere dar el gran salto, escaparse, emprender la fuga; ansía la libertad aunque, al parecer, no estuviera leyendo a Miller.
“Miller es la liberación, no la evasión”, había escrito, y acaso antes de cerrar los ojos definitivamente se preguntara qué circunstancias conllevan a la libertad: ¿dónde se encuentra y de qué nos libramos llegados al sitio donde se supone empieza el camino?
Ese hombre se llamaba Calvert Casey, rara combinación fonética para la Cuba de Juanes y Marías –incluso de Yusimíes-, aunque en verdad nació en Baltimore, la ciudad de Edgar Allan Poe, en diciembre, 45 años antes de su gran salto. ¿Cuáles son los pensamientos en el minuto previo al desvanecimiento del mundo? Posiblemente ninguno.
Pero Casey no era un individuo cualquiera, sino un escritor y debe creerse que en ese efímero instante repasó el largo camino de su vida no demasiado larga, o que, por lo menos, imaginaba una fábula cualquiera, una, por ejemplo, en la que otro hombre está de regreso al país donde encuentra la muerte, pese a haber llegado con el deseo de integrarse, con las ansias de enraizarse en su cultura para de esa forma volver a empezar.
“De la gama total de actos posibles había recorrido una enorme variedad en sus cuarenta años de vida, pero ninguno tenía el menor viso de realidad”, escribió en un cuento titulado “El Regreso”, cuya frase inspiradora corresponde a Sartre, para ese año ya lejos de La Habana, pero aconsejando de la misma manera a todos esos jóvenes que lo habían entrevistado en 1960 durante su visita: “Intenta, siempre intenta…”
¿Qué había que intentar? ¿La integración? En las grandes ciudades vivió este “tímido” escritor: Nueva York, Roma, siempre en departamentos solitarios y fríos, de leerse biográficamente el relato mencionado; pero, en La Habana encontraba su verdadera pulsión porque la gente que encontró allí sí “sabía estar”.
Antón Arrufat, el amigo a quien está dedicado El Regreso (Ediciones R, 1962), libro que toma su título del cuento mencionado antes, recomienda leer primero este relato antes de sumergirse en la exigua, pero potente obra de Calvert Casey.
Algunas de las siete historias fueron originalmente escritas en inglés, traducidas por el propio autor, quien antaño se había ganado la vida volcando textos de un idioma al otro para la ONU.
Instalado en Cuba después del 59, para los lectores del magazín Lunes de Revolución fue muy útil este oficio suyo, pues presentó a los cubanos a autores como Miller, Koestler, Herman Broch o Tristán Tzara. Tal diversidad intelectual calaba en su propio pensamiento, permitiéndole reflexionar, dilucidar cuestiones que otros no lograban con su claridad.
Guillermo Cabrera Infante, el director de Lunes, aseguró que algunas ediciones del magazín eran rescatables del olvido precisamente porque la firma de Calvert se encontraba impresa. De revisarlas, vemos que aun interesan sus ensayos o artículos cargados de una poesía vegetal, siempre abundante de aguaceros torrenciales, ambientes habaneros y toda clase de fantasmas.
Buena parte de esos textos fueron reunidos en otro librito: Memorias de una Isla (Cuadernos R, Ediciones R, 1964). En apenas cien páginas repasa lo que él llamó “curiosidades” y “obsesiones” que, aunque exhibidas como ajenas, resultaban propias también; como la que solo atribuyó José Martí, “tan obsesionado con la muerte que parecía un rasgo singular de su carácter”.
Porque la muerte es autodestrucción, duplicidad del ego u odio a sí mismo, pero también fuga y, de alguna manera, la única forma de inmortalizarse. A Martí no solo lo unían estas ideas; o lo unían tanto, que casi escoge para fugarse su misma fecha de mayo.
La muerte acecha también en más de un cuento de El regreso; la muerte como fin o la muerte como otra posibilidad, porque también parecía serlo en la vida del escritor, quien debió haber encontrado en no pocas religiones una manera de resolver ciertos acertijos que de otro modo quedarían en suspenso.
Asegura Cabrera Infante además, su amigo, que recién instalado con su familia en Londres recibió la visita de Calvert Casey. Este, luego de avistar el lugar, se vio impulsado por la sinceridad: la casa no le gustaba. Y con la misma se dispuso a “despojar” paredes y habitaciones contra los malos espíritus, porque todo allí estaba demasiado cargado; es decir, energizado para mal y de mala manera con resonancias de fantasmas que solo él veía.
Para el momento de esa limpieza, Casey había tenido que hacerse una limpieza forzosa personal. Cinco años después de haberse radicado en La Habana, atraído por los cantos de la Revolución que ululaba como una sirena a marinos y terrenos, debió marcharse colmado de desilusiones. Su homosexualidad jugó en su contra en momentos en que los las diferencias eran recluidas en campos forzosos, también llamados UMAP.
Su notable trabajo en la revisita Casa de las Américas terminaba con una expulsión endulzada, y Casey volvió a abandonar la ciudad que lo había hecho tan feliz. La obra suya, como asegura Arrufat, compañero además en aquella aventura de fundaciones, “hubo de desarrollarse con grandes intervalos de silencio, debatiéndose entre la utilidad y la inutilidad de escribir, entre la depresión y la acción creadora”.
Para Julio Cortázar, quien había conocido a Casey en Casa de las Américas y luego trabajó con él en la UNESCO, los cuentos de El Regreso presentan una maestría extraordinaria: “releeré a Calvert, cuyos cuentos me conmueven y me parecen magníficos (“Los visitantes” y “El Potosí” son de antología)”, escribe en el 63.
Precisamente uno de ellos, “Los visitantes”, insiste sobre el tema de la muerte, partiendo de una de esas experiencias espiritistas de las que había sido testigo de niño.
Porque, si en efecto “los cuentos de ese libro narran la búsqueda de un lugar en el mundo e intentan conjurar el destierro” (Arrufat), también avisan lo que sería de Calvert Casey su final, ¿feliz?, ¿infeliz? ¿De qué modo y bajo qué preceptos determinar el estado anímico del suicida en el momento exacto de su evasión?
Magnifico
Mi pregunta y bien sencilla: por que hubieron de morir de esta u otra forma tantos hombres de letras,de la artes y de la cultura tan memorables?, unos como Casey se suicidaron a otros los mataron en vida,ahi esta el caso de Heberto Padilla,Lezama que murio solo en una sala oscura del Calixto Garcia habanero,el mencionado Cabrera Infante que se largo hastiado de tanto nada,a Virgilio lo acorralaron a mas no poder,lo hecho su funeral fue una oda al desprestigio y el ninguneo,Leandro me gustaria hicieras un acercamiento a Humberto Arenal (padre de la actriz Jacqueline Arenal) una historia muy parecida a la de Casey,un enamoramiento por la naciente revolucion que lo llevo a un ostracismo institucional o un plan pijama intelectual hasta una edad en el que ya el arbol no daba aquellos frutos,la historia la supe por un articulo en la revista ” Palabra Nueva” de la Arquidiocesis de La Habana (recomendada lectura).