Suponiendo que la inteligencia artificial (IA) pudiera producir una obra literaria como cualquiera de los escritores conocidos, ¿qué sentido tendría leerla? Los libros ofrecen un acercamiento a un mundo de experiencias procesadas, pasadas por el filtro subjetivo y sensible de cada quien, y con el que, pese a lo aparentemente ajeno o diverso, nos conectamos por códigos comunes.
Por el momento, una máquina no muestra una capacidad similar. Y nosotros, creo que, mayoritariamente, no llegamos a establecer del todo una empatía con ellas; a no ser en ciertas historias de ficción.
Tomando en cuenta que la ficción o la “literatura de ciencia ficción” es un arte anticipatorio, como gustara decir el escritor Oscar Hurtado, habría que esperar a que llegase el momento en que los libros vengan firmados por máquinas semejantes a las aparecidas en alguno de los textos de Kazuo Ishiguro o Isaac Asimov, para poner dos ejemplos distantes entre sí.
Leí que en la pasada Feria del Libro de Fráncfort se debatió sobre este asunto. En alguno de los foros se recordaba que, además de ayudar en la proliferación de fake news, la inteligencia artificial ya repercutía en cuestiones editoriales como lo es la traducción. Se extiende su uso en la edición científica y jurídica, pero todavía parece ser marginal en la creación literaria.
Salman Rushdie, el escritor de origen indio que el año pasado sobrevivió al ataque a cuchilladas de un fanático, fue una de las estrellas en la feria. Respecto a la IA, comentó que había probado generar un pasaje con su estilo y que el resultado había sido “para tirar”. No era relevante, aunque dejó abierta la posibilidad de que en algún momento no muy lejano la prueba termine con una sorpresa.
El mayor problema del uso de la inteligencia artificial aplicada al mundo editorial parece estar hoy en el punto de los derechos. Un reportaje de AFP afirmaba que en la plataforma KDP de Amazon, dedicada a la autoedición, abundan libros enteramente generados por la IA. Por eso ahora dicha plataforma exige a los autores declarar si sus obras han sido creadas por máquinas.
No hace mucho, me enteré leyendo al escritor nicaragüense Sergio Ramírez de que un grupo de colegas suyos en Estados Unidos habían denunciado a la empresa californiana OpenAI, acusándola de usar sus obras para abastecer ChatGPT sin respetar derechos de autor.
Dilucidaba Ramírez que “los mega cerebros digitales” son capaces de responder casi todo lo que se les pregunta, y, aunque esto que parecen “saber” a veces no resulta exacto, el poder que ya ostentan es “invasivo” y “se convierten en verdaderos depredadores”. Para él, “la inteligencia artificial, sin límites de responsabilidad, está dando paso aceleradamente a la delincuencia artificial”.
Desde su columna en El País, recordaba que la carta interpuesta en Nueva York estaba firmada por escritores como Margaret Atwood, Dan Brown, George R.R. Martin o John Grisham, quienes han avisado que “millones de libros, artículos, ensayos y poemas protegidos por el derecho de autor constituyen el ‘alimento’ de los sistemas de IA, una comida sin fin para la que no hay factura”.
En la lista de escritores, en su mayoría novelistas, puede encontrarse el nombre del estadounidense Jonathan Franzen, quien recién estuvo de visita en Buenos Aires. Sabiendo lo de la carta y su posición ante este asunto, al ver anunciado su nombre entre los invitados del Filba 2023, me apunté para no perderme un encuentro previsto para el Museo de Artes Latinoamericano (Malba).
Esperaba que Franzen se refiriera a la carta o a la Inteligencia Artificial, sin embargo, su charla se circunscribió al “problema del comienzo” en la literatura y, especialmente, en varios de sus libros, aunque también citaría a autores como William Faulkner o David Foster Wallace.
Era una mañana hermosa de septiembre y llegué al anfiteatro después de atravesar un desfile de autos antiguos que vi parqueados junto a la Plaza Chile y que, a pesar del poco tiempo, me detuve a inspeccionar. La exposición estaba organizada por el Club de Automovilismo y entregarían un premio al mediodía.
Seguí mi camino, llegué al Malba, pasé una pequeña fila que no demoró más que unos minutos y luego entré a un auditorio en penumbra, en cuyo escenario apareció al rato el autor de libros como Las correcciones: 665 páginas que tengo gracias a una edición de Salamandra.
Franzen contó que ha llegado a escribir cientos de páginas, pero que solo al final ha dado con el comienzo adecuado para la historia. Ha sentido el temor de tener un libro listo para la imprenta sin que este cuente con un primer párrafo adecuado.
Por lo que contó, le sucede algo parecido con los personajes: Franzen ha estado años componiendo escenarios en los cuales un personaje evoluciona página tras página sin que pueda descubrir a quién pertenecía la voz que brota escena por escena. En ese sentido, dijo, se trata de personajes creados en el proceso de la escritura, son el resultado de páginas y páginas de trabajo.
Antes de escucharlo y verlo había leído en la prensa local que quizá el verdadero motivo de la visita de Franzen a la Argentina fuera su deseo de avistar aves en la zona norte de Salta, “la provincia con mayor riqueza de aves de la Argentina”. Además de escritor, es un entusiasta de la ornitología y en Salta ningún Yulo, ningún Lechuzón orejudo o Cóndor andino se imaginaban que serían vistos por él.
Para nosotros, que permanecíamos en la penumbra del anfiteatro del Malba, Franzen, más bien tímido en apariencia, leyó el principio de Movimientos Fuertes (1992), Pureza (2015) y Las Correcciones (2001). Cada vez que se disponía a la lectura, engolaba ligeramente la voz, imponiéndose un tono casi teatral que bien contrastaba con las medias luces.
“La locura de un frente frío que barre la pradera en otoño” es la primera oración de uno de estos libros, que sigue de esta manera: “Se palpa: algo terrible va a ocurrir. El sol bajo, en el cielo: luminaria menor, estrella enfriándose. Ráfagas de desorden, sucesivas. Árboles inquietos, temperatura en descenso, toda la religión nórdica de las cosas llegando a su fin”.
Dudo que la inteligencia artificial pueda crear comienzos como estos y, si los creara, es seguro que no me conecte con ellos de la manera en que me conectaría con fragmentos salidos de la sensibilidad humana. Pero sigamos con las hipótesis y supongamos que la inteligencia artificial puede engañarme con una narración llena de colores y giros hasta emocionarme.
Solo que un día me enteraré: toda la sucesión de imágenes y sentimientos volcados no estaban basados en ninguna experiencia. La máquina que los habría creado era incapaz incluso de comprenderlos. Será un instante de frustración o, por lo menos, de duda. Habré de preguntarme: ¿qué me deja esta lectura? ¿Para qué sirve? ¿Qué aspecto de mi persona se verá reforzado después?